Laurie Anderson y el arte total

Sep 17 • Miradas, Pantallas • 4491 Views • No hay comentarios en Laurie Anderson y el arte total

POR JORGE AYALA BLANCO

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En Corazón de perro (Heart of a Dog, EU-Francia, 2015), heterodoxo y extremo opus 2 como mujer-orquesta fílmica (incluyendo guión, realización, producción, música, dibujos, fotografía compartida e interpretación) de la fascinante performancera, compositora vanguardista e inclasificable artista multimedia chicaguense de 68 años Laurie Anderson (tras un Home of the Brave 86, fallida versión celuloidal homónima de uno de los primeros álbumes superexitosos de Laurie), se concentra en la figura de su adorada perra pianista rat-terrier Lolabelle, la única estrella real del filme, para que a partir de ella se despliegue un inabarcable conglomerado de nexos ramificados, cósmicas referencias cómico-líricas y relaciones esenciales que se escalonarán desde el parto del animal por la propia Anderson investida de su voz cantante apenas susurrada e inscrita en el Cuerpo de sus Sueños, hasta la muerte de la perrita y lo que sigue (“Cabeza hueca, te amaré para siempre”), pasando por su humanísima infancia de bebé no-humano, su existencia mezcla de alegría y culpa, sus noches para atravesar el tiempo y caer en otro mundo, su equiparamiento estético con el mínimo can que aún hoy se asoma sobre la ínfima franja inferior de un semiabstracto lienzo de Goya, su diagnosticada enfermedad por el desobedecido veterinario exterminador, la necesidad de mudarse del West Village a la Naturaleza feraz para procurar su dicha en libertad, sus ojos inyectados de blanco mientras ladra y juguetea en el edén primigenio de El árbol de la vida (Malick 11), su fuente de sabiduría más allá de cualquier consejo religioso orientalista (“Debes aprender a sentirte triste sin estar triste”), su fusión con todos los perros verdes y azules del universo, y su retorno como fantasma a dos años de su deceso, para reintegrarse a esta gran obra de arte total.

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El arte total experimenta con la personalísima y detonante mezcla de materiales expresivos para conquistar el espacio onírico del más oblicuo e indirecto modo posible: a través de la imagen difuminada, la irritante aunque al final seductora/envolvente/obsesiva/absorbente imagen borrosa, en fueras de foco perpetuo y ferial, fundiendo un arranque con grabados que mimetizan el neoexpresionismo germano a lo Anselm Kiefer hasta una conclusión que recurre a una serie de infiernos nevados al estilo del flamenco visionario Brueghel, elevándose desde la inepta provocación óptica de Home of the Brave a un grado superior y ascético y supremo de la invención cinematográfica: sombras y ensoñaciones y ecos y relampagueos nada más, una suma de nimiedades que denota y connota y deviene un recóndito himno a la vida, explorando los límites del cine-ensayo visualista.

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El arte total encuentra de paso, por ejemplo, entre sus mejores segmentos desprendibles y como secuencia-eje y clave, una bella manera elocuente, tan vivencial cuan políticamente profunda e incorrecta, de agriar aún más los rituales conmemorativos del 11-S, simplemente regresando a las imágenes primigenias de los estrellamientos aéreos y los desplomes cual ballet de escombros, para documentar en seguida la paranoia que se apoderó de los gobiernos y los media estadounidenses del siglo XXI, sus persecuciones mundiales abiertas o encubiertas, pero ante todo la sobrevigilancia a que son sujetos los ciudadanos comunes por todos los medios posibles, al grado de crear en Iron Monuntain la más enloquecida zona de almacenamiento y el más colosal archivo de datos y registros personales, irreconocibles, intransitados, banales e inutilizables en su inmensa mayoría, plásticamente evocados por cifras y letras demencialmente cambiantes que rebosan y rebasan la pantalla, mordiéndose la cola al absurdo de la delación y al infinito incontrolable de un macroterrorismo instalado para combatir todos los terrorismos inimaginables (“Si ve algo, diga algo: esperemos que no sea nada”).

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El arte total demuestra que no es extraño ni por azar que su objeto fílmico se torne en última instancia una reflexión sobre el lenguaje y sus límites, allí donde el perro propugnador de los derechos caninos de Adiós al lenguaje (Godard 14) se alía a los gatos recurrentes del Sin sol de Chris Marker (82) para reclamar el privilegio de citar al Wittgenstein de Jarman (92), porque “lo que no puede hablarse, debe ser ignorado en silencio”, porque el cielo se está desplomando en pedazos brillantes, porque la lluvia de fosfenos salva de su eclipse al cerebro y porque el retrato de la cineasta y su perra en retrospectiva (con un inmostrable Moisés pueblerino escalando postes y tendiendo cables sin ser de la telefónica) prueban con Kierkegaard que “La vida sólo se entiende hacia atrás, pero se vive hacia delante”.

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Y el arte total culmina en una enlutecida meditación sobre la muerte que acomete en redundante primera persona Laurie en plan de tercera esposa (de 2008 a 2013) e inconsolable viuda reciente del exrockstar de Velvet Underground Lou Reed (1942-2013) que entona a cámara su profética-programática balada “Dar vuelta al tiempo”, mientras ella evoca el salvamento cuando niña-sin-afecto-materno de sus hermanitos mellizos Phil y Craig nadando sobre el hielo congelado, para intentar saber si “¿Alguna vez me amaste realmente?” y procurando una postrer tentativa de liberación filosófico-poética del ánima, en algo que es menos un cine-réquiem que un filme-ataúd donde todas las disquisiciones y megaverdades caben, una egocéntrica fantasía fílmica menos autoficcional que ensayo de exoficción, viendo en derredor para reconsiderarlo todo post-mortem, e incluso después, al atribuirlo todo a una “resistencia minúscula” de las que harían feliz al pensador antirrevolucionario pero radical Walter Benjamin, esa infeliz bestia moribunda-alter ego que pese a todo evita desgarrarse a la nueva púdica gran cineasta, ¿una perra vieja y ciega a imagen y semejanza tuya?, vuelta espectro amado de sí misma para el resto sus días, esfumados (y en esfumado) de antemano.

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FOTO: Corazón de perro, protagonizada por Lolabellela, rat terrier de la directora, se exhibirá hasta el 21 de septiembre en la Cineteca Nacional.

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