Leonora Carrington: recordando a la hechicera irónica
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“Todo el arte de Carrington es una batalla, alegre, diabólica y persistente, contra la ortodoxia, que vence y dispersa con la imaginación, siempre múltiple y singular, una imaginación que comunica con orgullo amoroso”, escribió Carlos Fuentes de esta creadora
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POR GERARDO LAMMERS
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El próximo 6 de abril se cumplen cien años del nacimiento de Leonora Carrington (Lancashire, 1917), una de las pintoras más imaginativas y enigmáticas del siglo XX —escritora de Memorias de abajo, entre otros libros—, avecindada en nuestro país desde 1942 y hasta su fallecimiento, ocurrido en la Ciudad de México el 25 de mayo de 2011. A propósito de este aniversario, me encuentro con el poeta y académico Gabriel Weisz (Ciudad de México, 1946), uno de sus dos hijos.
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En el interior de esta casa del pueblo de Coyoacán, al sur de la capital, se respira un ambiente colorido y acogedor. No faltan los gatos, cuatro, afinidad heredada de Leonora, quien amaba a los animales. El muro principal de la sala está repleto de libros y, hurgando un poco, van apareciendo otras huellas de la autora de La tentación de San Antonio (1946), uno de sus cuadros más conocidos: a mis espaldas, una escultura en bronce de un personaje (Rabbi Loew) con sombrero de bombín, metido en una bañera. Y, en el rellano de la escalera, esto lo descubrí casi al despedirme, una pequeña pintura, quizá un óleo, del sótano, con la cama revuelta, que habitó Leonora en una de sus estancias en Nueva York. Como se sabe, el poeta mexicano Renato Leduc ayudó a Carrington, mediante un matrimonio por conveniencia, a escapar de la guerra en Europa, y su primer destino fue Nueva York, en 1941. Pocos años después, ya en México, Carrington se divorciaría de Leduc para casarse, en 1946, con Emerico (Chiki) Weisz, un fotógrafo húngaro, que había llegado a México huyendo de la persecución nazi.
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Su relación con el artista alemán Max Ernst, también perseguido por el gobierno de Hitler, la vinculó con el grupo de artistas surrealistas de París, encabezado por André Bretón, quien llegó a visitarla, años más tarde, en su casa de la calle Chihuahua, en la colonia Roma de la Ciudad de México. Fue en esa casa, la misma que emocionó por su sencillez y su desorden al coleccionista inglés Edward James —que terminaría estableciéndose en Xilitla, donde construyó su célebre morada— y que solía recibir, entre muchos otros, a la pareja de Benjamin Péret y Remedios Varo, su gran amiga, la casa en la que Gabriel y su hermano Pablo crecieron.
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De Chiki, su padre, Gabriel dice que nunca se asumió como artista, sino como un fotógrafo cuya función era captar la realidad lo mejor que podía a través de sus reportajes.
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“Con mi madre era distinto: uno no sabía realmente lo que iba a pasar de un momento a otro. Recuerdo la gran sorpresa que me dio cuando, estando yo en el colegio (Westminster, ubicado en la avenida Álvaro Obregón) anunció que nos íbamos (un año) a Europa. Dejamos la escuela con la directora completamente enfurecida porque se interrumpían las labores escolares. Pero para mi madre eran mucho más importantes las experiencias que íbamos a tener nosotros en Francia y en Inglaterra, que lo cotidiano del colegio. Leonora era así. Había siempre la posibilidad de aventurarse en algo. Lo inusitado la caracterizaba. En sus ideas, en sus actitudes, en su humor. No era una persona que uno podía definir de manera absoluta, concreta, porque de pronto cuando tú creías que ya la tenías muy bien conocida, te daba la vuelta y se te aparecía por otro lado: otra persona, otro ser”, cuenta Weisz, hombre de cejas selváticas.
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—¿Y eso qué te provocaba?, ¿desconcierto?
—No precisamente. Me parece que ella me educó en el sentido de aborrecer todo lo que pudiera ser convencional o absoluto o bien pensado o bien reflexionado, todas estas cosas que en un momento dado se toman como atributos de algo y que en la casa no lo eran.
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Los más remotos recuerdos de Gabriel están asociados a la escasez. Sabe, por lo que le han contado, que nació envuelto en una sábana de la beneficencia española. “Libres de los cuidados tradicionales del hogar, unidos por una pobreza peligrosa, y cierto grado de aislamiento cultural (sobre todo para aquellos que no hablaban español), los emigrados surrealistas formaron un grupo muy unido que se distinguió por un alto grado de estimulación intelectual y experimentación creativa”, escribe Susan L. Aberth en Leonora Carrington. Surrealismo, alquimia y arte (2004).
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—¿En qué momento te diste cuenta que tu madre era artista?
—Era muy difícil no percatarse que ella hacía actividades que ninguna otra mujer, por lo menos ninguna de las madres de mis compañeros, hacía. Evidentemente no era la ama de casa, no era la madre común y corriente, y eso empezó a distinguirla en cierta manera en mi mente. Y luego, lentamente, fuimos construyendo una amistad muy cercana. Colaboramos, hicimos cosas juntos.
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Se sabe que la maternidad transformó a Leonora Carrington. Con la llegada de sus dos hijos, aunado a sus búsquedas artísticas, a su contacto con el círculo surrealista mexicano (que incluía, entre muchos otros, a Alice Rahon y Gunther Gerzso), a lecturas como La diosa blanca de Robert Graves —ensayo sobre culturas matriarcales y mitologías de Europa— , y a experiencias cotidianas tan simples como ir a un mercado (a Carrington le encantaban los mercados mexicanos) o conversar en la calle con un vendedor de hierbas medicinales, su estudio, el taller donde pintaba y escribía, se fue convirtiendo en una cocina alquímica.
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Artista prolífica, su onírica pintura está entrelazada por referencias, lo mismo a obras clásicas (Brueghel, El Bosco), que a asuntos mitológicos y esotéricos, o, incluso, a su propia familia, como se puede apreciar en el cuadro And Then We Saw The Daughter of the Minotaur [Y entonces vimos a la hija del minotauro], de 1953, en el cual aparecen Gabriel y Pablo de niños, Chiki —transmutado en toro sacerdote— y ella misma, como una vidente.
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En una entrevista de 1985 publicada por la revista española El Paseante, Paul de Angelis, su agente literario, le preguntó si el hecho de convertirse en madre influyó mucho en su arte.
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“Eso no lo sé, pero sí sé que fue una gran conmoción. No tenía ni idea de que iba a poseerme un instinto maternal tremendamente fuerte, no había tenido ningún indicio de ello antes de que nacieran mis hijos, pero fue algo que emergió de las profundidades”, respondió Carrington.
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Como madre, Carrington llevó su arte a los aspectos más cotidianos.
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“Leonora”, cuenta Gabriel, “no se retiraba a su torre de cristal para crear. Ella era muy poco solemne en ese sentido. Fue la persona más modesta que he conocido, desde el punto de vista artístico. Hasta casi de ignorar lo que hacía y la enorme importancia que tuvo. Sus talleres, como en algún momento ya los describió Edward James, eran talleres pequeñitos, oscuros a veces. Y, bueno, en algún momento Edward me hizo reír bastante al describir cómo pintaba Leonora: en el suelo estaba durmiendo un perro y por el otro lado había un gato y un niño aullando, probablemente yo. No era éste un ámbito protegido, sacro, del arte purísimo. Todo lo contrario: era un arte contaminado por lo cotidiano, aunque las imágenes que de pronto sacaba no tenían nada que ver con lo cotidiano”.
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“Yo siempre seguí pintando”, escribió Leonora, según cita Aberth en su libro, “aun cuando los niños eran muy pequeños. Sólo cuando se me enfermaban lo dejaba todo y ellos se convertían en mi primera preocupación. Pero a menudo le decía a mi amiga Remedios: ‘Necesitamos una esposa, como las que tienen los hombres, para poder trabajar todo el tiempo y que otro se encargue de la cocina y de los niños’. ¡Los hombres están muy mal acostumbrados!”.
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—Cuéntame sobre estas pequeñas cosas que Leonora hacía con ustedes cuando les hacía algún dibujo o cuando se disfrazaban todos para alguna celebración —le pido a Gabriel, quien, bajo el saco lleva un collar de colorines, regalo de su hijo Daniel.
—Bueno, había un clima de participación. Leonora quería entrar en la vida. En su vida, en la vida de Chiki, en la mía. Quería ser parte. Colaboraba. Construía. Una de las cosas que yo aprendí de Leonora fue a no tomarme en serio. Me ha servido enormemente. Frente a la enorme solemnidad que había y que hay todavía en el mundo intelectual, en donde todo el mundo se siente un poco más alto que el otro.
—¿Y cómo se manifestaba su sentido del humor?
—Era muy sofisticado. Creo que tenía que ver más bien con un estado anímico interno y que ella reflejaba con gran elegancia. Su sentido del humor no era, digamos, el del pastelazo, ni de las bromas pesadas.
—¿Y el humor de tu padre?
—Era mucho más recatado. Había sufrido tanto, que francamente yo creo que le quedaba muy poco espacio para el humor. Lo que no quiere decir que no se riera, y que no buscara en ciertos momentos también hacer bromas y eso. Tuvo una infancia muy trágica, en donde estuvo la mayor parte del tiempo viviendo en un orfanatorio, y luego tuvo que escapar de Hungría por los horrores políticos del momento. En fin, estuvo huyendo continuamente de cosas y sufriendo lo indecible.
—¿Qué ocurría cuando ya teniendo un poco más de conciencia, te dabas cuenta de los dibujos, de las pinturas, de Leonora, y descubrías todas esas mitologías que luego los especialistas han relacionado con tradiciones como la celta o la maya, entre otras?, ¿hablaban de eso?
—No, lo que hizo mi madre en gran medida es que me enseñó a imaginar. Así, sencillamente. Se dice fácil, incluso hay gente que dice: bueno, yo imagino esto y lo otro. Sí, pero esas imágenes son imágenes pobres, gastadas, que provienen, quizá, de la televisión, o no sé de dónde. Hemos vulgarizado el imaginario, lo hemos destruido. Siento que uno de los más grandes legados de mi madre fue ése: el que yo tuviera la capacidad de imaginar. Imaginar es un trabajo.
—¿Cómo te enseñó a imaginar?
—Primero, con su presencia, con sus conversaciones. Pero luego, al ir a los museos. Ella me preguntaba: ¿qué ves ahí? Y entonces de pronto yo me interesé por el museo. Al principio yo tenía un pavor de ir al museo. Decía: me voy a aburrir, qué voy a hacer yo con tantas cosas ahí colgadas, no tienen ningún significado para mí. Pero todo eso cambió enormemente cuando se volvió un juego.
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En el año del centenario de su nacimiento, Gabriel Weisz, su esposa Patricia Argomedo, y su hijo Daniel han trabajado, a través de la Fundación Leonora Carrington A. C., para la consecución de la exposición “100 años de una artista: Leonora Carrington”, que se inaugura el 6 de abril en la Biblioteca de México (La Ciudadela, Centro Histórico), la cual reúne fotografías, esculturas, libros y correspondencia, e incluye un panel y una serie de talleres. Para el año próximo el Museo de Arte Moderno, en conjunto con el Museo del Palacio de Bellas Artes preparan una exposición pictórica.
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“Leonora se volvió alguien que la gente quería de una manera espontánea (en México). Provocaba esa sensación de cercanía en muchas personas. Pese a que siempre quiso regresar a Inglaterra”, dice Gabriel Weisz, quien, a petición expresa, termina esta sesión leyendo unos versos de The Dark Book, libro-objeto, libro-juego, que construyeron Leonora y él.
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La casa dormía en estado latente,
respirando con calma
antes de atacar
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FOTO: La pintora y escritora de origen inglés y naturalizada mexicana, cuya obra es asociada al movimiento surrealista./© Estate of Leonora Carrington / ARS
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