Leopardi, Cioran y la vanidad

May 6 • destacamos, principales, Reflexiones • 3444 Views • No hay comentarios en Leopardi, Cioran y la vanidad

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL 

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Una de las más extrañas, a veces gratas y en otras ocasiones desconsoladoras experiencias literarias es encontrarse con libros que uno hubiese querido escribir pero que otro autor, cuando la prueba está en nuestras manos, ya escribió. Me ocurrió hace años con Nocturno de Chile (2000), de Roberto Bolaño, el drama de un crítico literario asociado al poder y me está ocurriendo con Mario Andrea Rigoni (Asiago, 1948), escritor de aforismos y cuentista italiano, además de ser editor y traductor, nada menos y respectivamente, de Leopardi y de Cioran. Pues bien, la Vanidad (Ai Trani, 2017), de Rigoni, publicada originalmente en 2010 y traducida al español de manera exacta por Fabrizio Cossalter, parte de los supuestos intelectuales y filológicos con los que yo hubiese querido escribir, al final de mis tiempos, un tratado sobre la vanidad literaria. De hacerlo –la vanidad es terca– lo haría ahora partiendo de Rigoni y muy en especial de la pequeña antología sobre el tema (no incluida en la edición mexicana de Vanidad), donde aparecen sentencias clásicas sobre la vanidad como las de Montaigne, Pascal y Chamfort, originadas todas en el Eclesiástes, pero también las de Cicerón y Marco Aurelio, así como otras, entre ellas el poema de Thomas Hardy sobre el hundimiento del Titanic que días antes de leer a Rigoni, por otro motivo, había yo descubierto.

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Mi profunda empatía por la obra de Rigoni –en buena medida, la suya, una conservación en vida con Cioran y con Leopardi a través del libro de los muertos–, no me oculta (si es que ello importa), el hecho de que yo hubiera procedido de manera distinta, la del tratado spinoziano, con pretendidas demostraciones geométricas pero sazonado, al gusto de Thackeray –otro de los vanidosos concurrentes en Rigoni– con el anecdotario, salaz y simpático, que se le presenta a un crítico de tiempo completo. En Vanidad, Rigoni lleva a la perfección lo pretendido en un libro anterior, Variazioni sull’imposible (2006), prologado por Tim Parks, acaso –para mí– más interesante que Vanidad pues en él veo a un Rigoni en agraz, es decir, abriéndose camino en un arte que sólo puede devenir perfecto: la escritura de aforismos. Es fatuo escribir aforismos de joven. Es un género de madurez. Se me objetará con que tanto Leopardi como Cioran los escribieron pronto y con genio (tenía poco menos de cuarenta años cuando el rumano publicó su primer libro en francés) y los sentenciosos del Gran Siglo tampoco eran demasiado viejos cuando regresaron de las cortes y de las guerras para ejercer el arte de la sentencia.

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Quienes conocieron al rumano –su muy cercano amigo Rigoni acaso me conceda el punto– lo pintan como un optimista a la Diógenes ejerciendo profesionalmente de pesimista y a mí, leerlo, lejos de tentarme con el suicidio como les ocurre a sus malos lectores– me llena de júbilo existencial. La lucidez vivifica. Y antes de hablar de Leopardi, confieso la enorme sorpresa que me causó saber que Cioran, gracias a Rigoni, conocía poco al genio del Zibaldone, lo cual, una vez digerido el asunto, encuentro lógico. A Cioran le bastaba con algo de Leopardi, lo esencial, para hermanarse con él y llegar a sentirse, jocoso, plagiado por un escritor muerto 74 años antes de su nacimiento.

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Leopardi y Cioran comparten la misma ontósfera. Su tema, para decirlo escolarmente, es la decadencia de Occidente y, para decirlo con Valéry, es la muerte de todas las civilizaciones. Son, empero, muy distintos. El horror rumano, del cual fue protagonista arrepentido de manera vicaria, permitió a Cioran hacerse de la lengua francesa como de una purga, llegando a una prosa cuyos antecedentes preceden, al menos, al siglo XIX, mientras que mi Leopardi es barroco. Cioran es agua clara y amarga; mientras que para llegar al muchacho enfermo de Recanati hay que abrirse camino en una selva que puede ser, como la de Quevedo, un desierto, es decir, un bosque desprovisto de humanidad. Una ermita y no un vecindario. “Schlegel”, escribe Rigoni, “afirmaba que las obras antiguas son fragmentarias por las destrucciones causadas por el tiempo; que las modernas ya lo son al nacer”. No sólo leer a Leopardi en italiano es arduo sino lo es encontrar la médula su pensamiento. En él, el aforismo se desprende, cae como una recompensa. Es fruto prohibido con el cual nos es dado pecar, es decir, conocer.

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Más que edad, se necesita una temperatura del espíritu como la de Rigoni para encontrarse con el aforismo. No es un epígono de Cioran. Me da la impresión –y a un aforista, como a un poeta, hay que probarlo muchas veces y yo apenas empiezo– que Rigoni, aunque tiene singularidades raras en un europeo (como su comprensión, adivino, tan antieuropea de la cultura de Estados Unidos), es, a diferencia de Cioran, un pesimista clásico preocupado por ser enterrado con vida, uno de los motivos de su Vanidad. No podía ser de otra manera. El apocalipsis esperado por Cioran, su no-lugar, ya ocurrió y un italiano (o un mexicano), no puede sino saberlo, sufrirlo y resignarse. Leyéndolo vivo, lo escuché desde ultratumba. Es más un desengañado amenazado por la vecindad sureña, inútil e inmortal, del Reino de las Dos Sicilias que un vagólatra por el alguna vez severo y justo Barrio Latino. Dice Rigoni, traducido por Cossalter: “Si tuviésemos que escoger un animal–emblema que represente el tipo del esnob, podríamos pensar en la urraca: se lanza sobre todo lo que brilla, ya sea oro, plata o papel de aluminio”.

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A Mario Andrea Rigoni le gustan el azar, la poesía lírica, las ojeadas sobre países extraños antes que las investigaciones minuciosas, el póker, el cigarrillo (cuya exaltación comparte con otro pesimista, Barbey d’Aurevilly), jugar de extremo derecho en el confín más remoto de la cancha y, practicando el atletismo, según entiendo, lo suyo es el velocismo puro. Ha leído a Sor Juana Inés de la Cruz y hoy está, en lengua española con Vanidad, entre nosotros, denigrando, como ella, a la esperanza, “loca y homicida”. La próxima vez que lo encuentre volveré sobre la vanidad literaria y apostaré por comenzar, juntos, con el sevillano Miguel de Mañara, ese falso agente de la caridad, padre unigénito de todos nosotros, los esclavos de la vanidad.

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FOTO:  Vanidad, Mario Andrea Rigoni, México, Ai Triani, 2017.

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