Líbano: entre la realidad y el cine

Dic 15 • destacamos, principales, Reflexiones • 4131 Views • No hay comentarios en Líbano: entre la realidad y el cine

Su relevancia geopolítica ha hecho de Líbano un punto de tensiones entre potencias regionales y globales. La marginación y los conflictos étnicos y religiosos son abordados en El insulto y Cafarnaúm, dos cintas recientes que confrontan al espectador con el día a día de los habitantes de este país del Medio Oriente

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POR CARLOS MARTÍNEZ ASSAD

 

La polarización sunitas-chiitas
A los 75 años de su independencia obtenida el 22 de noviembre de 1943, Líbano es más que un milagro. Ha soportado siete años de guerra en Siria, país con el que tiene su más larga frontera y con el que le unen milenarias historias compartidas. Siete años con franjas conflictivas, evitando que la guerra traspase sus fronteras.

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Por increíble que parezca, Líbano ha resistido las batallas entre sunitas y chiitas, de disidentes contra el gobierno, de las tropas leales contra todos los radicalismos —desde los herederos de Al-Qaeda hasta los hijos de Daesh o el mal llamado Estado Islámico con el padrinazgo de Arabia Saudita o de Irán para Hezbollah—, así como los intervencionismos de Estados Unidos, los países europeos y Turquía.

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En ese mapa dibujado con encono y mucha insidia, el aporte de Líbano es Hezbollah, una fuerza militar con capacidades políticas cada vez mayores y determinante para la eventual posición triunfadora de Bachar El-Asad. Apoyada por Teherán, la milicia chiita surgida al calor de la resistencia contra Israel en el 2000 en el sur de Líbano, se ha impuesto en una insurrección que había sido dominada por los sunitas sirios.

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Por si no fuera suficiente con este cuadro apocalíptico —si vemos el estado en que han quedado las ciudades emblemáticas de Damasco, Alepo, Palmira, Mosul y tantas otras—, se calcula en más de seis millones los sirios que han sido expulsados. Un millón y medio han encontrado refugio en Líbano, por lo demás un país que alberga ya a 400 mil palestinos.

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La migración sacude todos los componentes comunitarios del país, para encontrar ahora que de sus cinco millones de habitantes, el 35 por ciento es de cristianos y casi el doble de musulmanes —con 30 por ciento para sunitas y chiitas respectivamente—, sumando un 60 por ciento, y 5 por ciento de drusos (Alain Franchon, “Le ‘cas’ libanais”, Le Monde, 19 de octubre de 2018).

 

El obispo católico melquita Elie Bechara Haddad de Saida afirmó que el odio comunitario cada vez más polarizado entre sunitas y chiitas es más agudo que el de la antigua confrontación entre cristianos y musulmanes. Elementos todos ellos que podrían hacer detonar una nueva guerra en Líbano.

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Incluso si el país ha escapado a la tormenta siria, permanece en el corazón del conflicto con Irán de un lado, y Estados Unidos, Israel y el mundo árabe sunita del otro. Hezbollah está allí no para lanzar misiles contra Israel sino para defender la línea de fuego de Irán en caso de que Estados Unidos e Israel acuerden una operación contra la República Islámica, por el temor que suscita su desarrollo nuclear. Todo esto considerando las reacciones recientes del presidente Trump cancelando el pacto nuclear que puede complicar más ese campo.

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La ofensiva árabe saudita contra Líbano se ha intensificado, como se evidenció desde el 4 de noviembre de 2017 cuando el presidente del Consejo libanés, Saad Hariri, fue obligado a dimitir por las presiones del rey y de su hijo, Mohamed bin Salman. Buscaba detener la creciente influencia de Irán, molestos los sauditas por el pacto nuclear del julio de 2015 en Viena, que mostró la degradación del clima de confianza por las decisiones del gobierno de Barack Obama. En la dimisión que presentó entonces Hariri ante los medios debió acusar la influencia ejercida por Irán y Hezbollah en Líbano. Un mes más tarde volvió de nuevo a sus funciones, quedando clara la posición de Riad, pero igualmente que el gobierno libanés no se dejaría impresionar fácilmente y menos teniendo a Francia de soporte. Y desde entonces, los sauditas no han insistido en sus objeciones respecto a Hezbollah que desde diciembre de 2016, con el nuevo gobierno de Hariri, ha adquirido mayor presencia.

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Líbano, rehén
El tema de las relaciones de Líbano con Arabia Saudita es muy importante, toda vez que 300 mil libaneses viven en el Golfo, de los cuales 160 mil habitan en el territorio de ese país. Los empleados allí aportan el 60 por ciento de las transferencias financieras hacia Líbano, representado el 14 por ciento del PIB. Y 20 por ciento de las exportaciones libanesas van hacia los países del Golfo, que le resuelven a Líbano el asunto de los hidrocarburos. La posible cancelación de esos contratos de trabajo evidentemente resultarían un rudo golpe contra Líbano (Xavier Baron, “Liban: une longue lutte d´influence entre Riyad y Téhéran”, Moyen-Orient, julio-septiembre de 2018, pp. 80-85). Todo esto influye, sin duda, en las dificultades actuales de Hariri para formación de gobierno, dada la creciente influencia de Hezbollah.

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Líbano es el rehén en todo este escenario, como ha sucedido en otras ocasiones. Para entender a Líbano hay que poner todas sus piezas en los ámbitos local y regional. Y hay que considerar que, pese al escenario conflictivo, Líbano no ha cedido al contagio sirio. Coinciden en la cohabitación los partidarios de un chiismo iraní, sunitas apadrinados por Riad, cristianos que coinciden con Hezbollah y los otros cristianos que se le oponen.

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En medio de tan drástico escenario, los libaneses viven y el Estado funciona mal, salvo por la seguridad. La economía está en receso mostrando abismales desigualdades sociales y el peso de los migrantes apenas se mitiga con la ayuda esencial de la ONU.

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Los libaneses han mantenido distancia respecto a Siria porque en su memoria no pueden desaparecer los 15 años de involucramiento en las guerras entre 1975 y 1990. La clase política se compone de mandarines comunitarios, cada uno con sus razones y apoyos regionales.

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A través de las pruebas vividas, la libanidad como un sentimiento de pertenencia nacional no sólo se mantiene, sino que se ha reforzado. Líbano vive, sin embargo, la dialéctica complicada entre el sentimiento nacional y la identidad comunitaria. Ese cemento que ha unido lo más posible los ladrillos que han erigido ese edificio es la comunidad, que a los ojos de los analistas occidentales resulta el obstáculo a la construcción de un Estado moderno. Así se ha expresado en los últimos meses en que no se ha podido conformar gobierno porque sobre las metas generales, no solamente para el desarrollo sino para la supervivencia del país, predominan los intereses particulares.

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La representación en el cine
Dos películas recientes de libaneses ya muy conocidos por su influencia en ese ámbito resultan tanto lección de historia como análisis sociológico de lo que ahora acontece en Líbano. Ziad Doueiri, muy conocido por su inolvidable West Beirut, va al encuentro con la memoria que resulta tan difícil de afrontar por la mayoría de los libaneses en su película El insulto (2018). Por su parte, Nadine Labaki cambia el rumbo discursivo de sus aclamadas Caramel y Y a dónde vamos ahora para confrontarnos con la miseria de Beirut en nuestros días con el aditamento de los migrantes sirios, para contar una historia de la marginación urbana y como relato de cine-verdad expresar en Cafarnaúm (2018) un futuro nada halagüeño para el país.

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Después de haber incursionado en su película El atentado (2012) —sobre un exitoso profesionista palestino en Israel que se enfrenta a una comunidad, representada por la misma esposa, que no acepta la convivencia y paz con ese país—, Doueiri vuelve con El insulto a las dificultades —y aún a la imposibilidad— de una cohabitación entre diferentes. El personaje Toni Hanna es un joven cristiano que representa a la primera generación después de la guerra que vive, sin resolver, las versiones de los enfrentamientos de la década de 1970. Escucha una y otra vez los discursos explosivos de Bachir Gemayel de aquella época cuando expresaba por televisión: “Los palestinos no son más bienvenidos en Líbano”, o “cómo se comporta un refugiado palestino que va por la vida arruinando todo”, o “lo importante es que no se queden aquí”.

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Como cristiano conservador, Toni continúa simpatizando con las Fuerzas libanesas y, por supuesto, su trato con el palestino Yasser Salameh, desemboca en un conflicto desmesurado cuando sólo se trataba inicialmente de una diferencia vecinal. Y es que el asunto de una cañería conlleva también elementos de la memoria, de lo que se ha trasmitido de una generación a otra sin procesamiento y más bien exacerbando las diferencias.

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Por eso resulta incompresible el discurso de odio que aflora con mucha facilidad cuando Toni insulta a Yasser llamándolo parte de un “pueblo de bastardos” y se pone aún más hiriente al agregar: “Tal vez Sharón debió exterminarlos a todos,” en alusión a aquellos terribles días de 1982.

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Así el comportamiento vengativo de Toni no es solamente el de un individuo sino el de una sociedad que no logra procesar esa historia que, aunque en parte ha sido impuesta, debe hacerla propia y vivir con ella. Lo cual no debe ser fácil, pero lo importante de la película de Doueiri es que coloca el asunto en la discusión de nuestros días cuando Líbano debe hacer frente también a la migración siria.

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El proceso judicial de Toni contra Yasser desemboca metafóricamente en un discurso que rebasa las fronteras del país. Y la explicación para entender la actitud irreconciliable de Toni llega cuando su abogado defensor relata su niñez, cuando vivía plácidamente a la sombra de los platanares de Damour y el pueblo fue asediado por fuerzas de izquierda unidas con palestinos entre el 9 y 21 de enero de 1976. Cinco mil milicianos atacaron el pueblo provocando la muerte de muchos cristianos. Los supervivientes se refugiaron en diferentes campos.

 

De allí que la pregunta que atraviesa la película es ¿quién tiene la exclusividad del sufrimiento?, porque de acuerdo con la biografía de Toni y su familia ellos tuvieron que experimentar ser refugiados como lo ha experimentado también los palestinos. No podemos cambiar el pasado pero sí recordarlo, con inteligencia, para procesarlo y evitar las repeticiones que suelen conducir a un callejón sin salida. Aunque, a decir verdad, la tarea es de los libaneses, quienes viven el día a día en este país.

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En la película de Labaki el título Cafarnaúm es emblemático porque al final de la historia resulta engañoso. Es en este puerto pesquero del mar de Galilea donde, según el Antiguo Testamento, nació el profeta Naúm y, según los Evangelios, Jesús realizó el milagro de multiplicar el pan y los peces.

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El Cafarnaúm imaginado por la directora no es más el pueblo de residencia de Jesús, sino la antesala del Infierno de Dante, donde el niño Zain, migrante sirio de las familias que han llegado a Líbano, recorre las calles más pobres de un reconocible Beirut, buscando la supervivencia entre los vagos, los sin trabajo y los narcotraficantes.

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La violencia familiar ha expulsado a Zain del seno familiar, imposible de entender sin la miseria y la indolencia en que vive, lo cual obliga a los padres a regalar a la hija de apenas 13 años para convertirse en mujer de un hombre mayor.

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Nada resulta fácil en la calle para Zain. Por el contrario, cuidará de un bebé, hijo de la inmigrante etíope Rahil, quien a cambio le dará albergue. Así se convertirá en su custodio: debe sacarlo a la calle para encontrar su manutención a través de improvisados y degradantes trabajos como es el narcomenudeo con fórmulas imaginativas al alcance de los marginados.

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La degradación de los dos niños los precipita al infierno cuando la migrante Rahil es detenida por la policía y aislada, y Zain —de apenas 12 años—, al creerla perdida, intenta salvar al bebé. Así, por más que se resiste, termina por caer con un traficante a quien le entrega al pequeño cambio de un documento que le permita salir hacia Turquía o Grecia. Por supuesto, todo termina en un fracaso, con Zain en la cárcel e involucrado en un juicio donde acusa a los padres, nada más y nada menos, de haberlo traído al mundo. No hay otro reclamo sino el de la irresponsabilidad de sus padres por no plantearse lo que puede ser el futuro.

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El drama individual no es sino una metáfora de lo que los migrantes y, en general, los pobres deben enfrentar en ese país que aparece formado principalmente por villas miseria, habitadas por los desheredados de la tierra. Es importante resaltar que allí los valores comunitarios se diluyen. No hay alusiones a las religiones que confrontan a la sociedad libanesa y el gobierno es apena aludido como una lejana entelequia.

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La laureada directora, reconocida internacionalmente, confronta al espectador por medio de un relato veraz, como si se tratara de cine documental, para mostrar lo que sucede en las barriadas pobres de Beirut. Sin ninguna esperanza, sus habitantes se mueven solamente para sobrevivir.

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Lo que queda claro al final es que no hay milagros posibles y Cafarnaúm no es más el lugar donde Jesús hizo multiplicar los panes y los peces.

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FOTO: Imagen de la película Cafarnaúm, de Nadine Labaki, sobre la marginación urbana y la vida de los refugiados sirios en Beirut./Especial.

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