El limbo entre la desaparición y la cárcel en países árabes
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Las historias sobre los prisioneros en las cárceles árabes tienen en la ficción una herramienta fundamental para narrar los horrores de esos lugares sin límites ni leyes
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POR CARLOS MARTÍNEZ ASSAD
Mucho se ha dicho o escrito sobre la represión o las cárceles en los países del Medio Oriente, las de Bachar al-Asad en Siria o las de Egipto o Israel, lo mismo que en otro país árabe como Libia. No son pocos los testimonios y las novelas construidas en ese amplio espectro de países, Tahar Ben Jelloun transmitió la soledad, el sufrimiento y el silencio del encierro de un preso político en Marruecos en Sufrían por la luz (Seuil, 2000). Está también la película Expreso de media noche de Alan Parker con guion de Oliver Stone (1978), con supuestos propagandísticos sobre los terribles trances de los presos en una cárcel en Turquía cuando aún no adquiría los matices ideológicos de los últimos tiempos.
“El infierno está en las cárceles sirias”, ha dicho el politólogo belga Pierre Piccini (El País, 4 de junio de 2012), un observador profundo de lo acontecido luego de las primaveras árabes. Para él “Si hay un infierno en la tierra está en los centros de detención en Homs y Damasco”, lugares de Siria donde estuvo semanas observando lo que sucedía allí hasta que fue expulsado del país. Él mismo fue encarcelado por mostrar sus simpatías con el Ejército Sirio de Liberación; pudo presenciar algunas torturas a presos hacinados compartiendo su suerte con refugiados sudaneses, palestinos y afganos. Debido al apoyo solidario de los presos pudo conseguir un teléfono para comunicarse con un amigo que dio parte al gobierno belga, quien logró que fuese liberado.
Apenas transcurría ese proceso en el que se puso mucha atención pensando en que se abrían espacios democráticos en los países más autoritarios de la región que, por lo que ha sucedido desde 2011 hasta ahora, solamente en Túnez ha tenido más repercusiones sociales y políticas lo que comenzó allí bajo el enunciado de la Primavera árabe. Entonces no se preveía lo que sucedería en Siria con una guerra sin cuartel inicialmente en contra del régimen, transformada luego en un campo de batalla de numerosos grupos radicales islámicos herederos de Al-Qaeda, el surgimiento del temible Daesh y del juego de las potencias extranjeras.
El sirio Yazan Awad de 30 años, contó a El País (10 de junio de 2018) los días de su cautiverio en una prisión militar donde le destrozaron la pierna con un garrote y otros tormentos según contó en un proceso realizado en Alemania contra el gobierno de al-Asad. Varios expedientes fueron sustraídos discrecionalmente para demostrar las atrocidades de acuerdo con un paquete de 26 mil 948 fotografías de los cuerpos sin vida presuntamente de los detenidos por el régimen sirio. “Las imágenes prueban el patrón de abusos sistemáticos, la cruel cotidianidad y las condiciones infrahumanas de las prisiones sirias. Amnistía Internacional cifra en al menos 17 723 las víctimas mortales de los centros de detención”. Cuenta Awad que en Alemania contactó al abogado Anwar al Bunni, quien estuvo preso entre 2006 y 2011, como también sus hermanos lo han estado. Junto con el abogado Mazeb Darwish, apoyado por el Centro Europeo para los Derechos Humanos y Constitucionales, se han dedicado a un “litigio estratégico” para llevar tras las rejas a sus torturadores y ya ha logrado que se gire orden de detención internacional contra Jamil Hassan, director de inteligencia militar de al-Asad.
Son muchos los relatos que se han dado a conocer sobre los procedimientos de países donde los derechos humanos pueden ser violentados sistemáticamente. El dramaturgo Wajdi Mouawad ubicó Incendios –llevada al cine por Denis Villeneuve en 2011–, obra central de la tetralogía “La sangre de las promesas”, en una prisión en el sur de Líbano manejada por Israel a principios de la década de 1980. Da cuenta de los horrores padecidos por una reclusa que se atrevió a vengar a su pueblo de las afrentas del poder. “¿Qué dejaremos al mundo que nos sobreviva, a nosotros que recibimos un mundo tan incomprensible?”, dijo el autor a propósito de Nuestra inocencia, su obra más reciente.
Entre los testimonios relacionados con ese mundo carcelario, destaca el del relato de Mustafa Khalifa, El caparazón. Diario de un mirón en las cárceles de al-Assad (Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, España, 2017). Con lujo de detalles, el protagonista –un árabe cristiano– cuenta su detención luego de su llegada a Damasco en un vuelo que tomó en París para regresar a su país motivado por las añoranzas recreadas desde el exilio.
Musa escribió en el diario que desde que respiró el aire de Siria en la escalerilla del avión agentes de seguridad le condujeron a algún sitio en el centro de la ciudad. Tenían información sobre algunas palabras pronunciadas por Musa en contra del presidente Bashar en una discusión en casa de un amigo; lo cual demuestra los alcances de la denuncia de la vida privada a la que recurren los regímenes autoritarios. Algo tan elemental no impidió que fuera sometido a los métodos violentos que comenzó a padecer, mayores por la falta de solidaridad de los presos que, por ser cristiano, lo consideraron un infiel. Cuanto más insiste en develarse como cristiano, buscando eximirse –como si el conflicto fuese exclusivamente religioso y no político–, los reclusos lo verán como un renegado de su condición en la feligresía del islam, cultura en la que no hay mayor agravio que negar su creencia.
Es casi imposible la lectura de un escrito con inimaginables torturas físicas y la sangre fría de quienes las aplican. Así a Musa no le queda otra que soportar los terribles castigos propios del imaginario más brutal sobre el infierno, además de la dificultad de vivir la cotidianidad: la escasa comida, los retretes sucios, las enfermedades. El repertorio de atrocidades entre aquellos seres sumidos en la degradación, el abandono, la suciedad, los malos olores provocan náusea al seguir día a día un relato construido como un diario sobre lo que puede hacer la autoridad para acabar con la dignidad humana.
Por ejemplo una jornada dedicada al afeitado, los 300 reclutas del barrancón debían formarse para llegar al barbero en medio de dos guardias colocados a los lados de las puertas:
Cada uno llevaba un látigo. Apenas llegaba el preso a la puerta, comenzaba a correr: le llegaban los latigazos de la fila derecha de la policía por delante, y los de la izquierda lo perseguían por detrás. Quien se tropezara o caía podía morir, ya que había roto la melodía y el ritmo de los golpes. Toda la fila se detenía detrás y los latigazos se cebaban en él. Si era de complexión fuerte y podía levantarse a pesar de la lluvia de azotes, estaba salvado. Al débil, los latigazos lo dejarían pegado al suelo ad infinitum”.(p.58)
La variedad de seres que han sido hacinados en esa cárcel sin asomo de mínimo humanismo incluye médicos, abogados, albañiles, trabajadores fabriles, intelectuales con miedo a hablar de algún tema que no esté relacionado con el Corán. Musa recuerda una ocasión en que algunas personas, entre quienes se encontraban dos discapacitados, discutieron a propósito del diálogo entre la civilización islámica y la occidental. Y al referirse a la democracia que otros países pretenden llevar a la región, uno de ellos contó que la bala que le atravesó la espina dorsal se fabricó en Francia y las esposas que le ataban sus manos fueron hechas en España, quien lo detuvo llevaba un revólver belga y los oficiales que supervisaron su interrogatorio habían sido entrenados en Estados Unidos, en Gran Bretaña y en Rusia.
Mientras lucha en contra del hambre y las condiciones de su aislamiento, hace un hoyo en la pared por el que observa todo lo que sucede a su alrededor, cubriéndose con una manta; y como tortuga oculta su miedo dentro del caparazón de su refugio solitario por su condición, hasta que después de mucho tiempo el resto de los prisiones se familiariza con su presencia y acepta compartir su experiencia. Logra salir de la prisión, después de varios años en cautiverio sin que se le demostrara delito alguno, gracias a la rueda de la fortuna que ha colocado a un familiar en un puesto burocrático. Pero la experiencia de la cárcel le acompañará siempre como al enterarse del suicidio del mejor amigo que hizo en esos años aciagos cuando se ocultaba en ese caparazón en una prisión en medio del desierto, sufriendo el calor y el frío, siempre con la misma ropa desgarrada, acaso cubriéndose con las hilachas de lo que fue una manta. Las experiencias transcurridas le acompañarán en las pesadillas de una vida atrapado en el recuerdo de la vileza y la infamia a la que puede llegar un régimen político.
Ocupa un lugar importante la escritura de Hisham Matar, nacido en Nueva York de padres libios, que creció entre Trípoli y el Cairo, y vive en Londres. Escribió la conmovedora novela El regreso (Salamandra, 2017), para contar la historia de su padre desaparecido en 1972 bajo el régimen de Muammar Gaddafi. Es un relato del regreso con su esposa y su madre a Libia en 2012 buscando aclarar el misterio del padre ausente, después de haber sido secuestrado y llevado a alguna de las cárceles donde fueron confinados los enemigos o simplemente críticos del dictador. Jaballa Matar fue un diplomático y culto empresario, que los egipcios pusieron a disposición de Libia en 1990 mientras se encontraba en El Cairo; por supuesto el gobierno egipcio negó haber participado en su secuestro. Treinta y tres años después, Gadafi ha caído y eso permitió a la familia abrigar nuevas esperanzas.
Regresa en la disyuntiva: “Si vuelves te enfrentarás a la ausencia o a la desfiguración de los que amabas” o en lo que ha aprendido de Boris Pasternak, Dimitri Shostakóvich y Naguib Mahfuz: “[…] nunca abandones la patria. Si te vas, tus conexiones con la fuente se cortarán. Serás como un tronco muerto, duro y hueco”. Y es que, como Telémaco, el hijo de Odiseo, es fácil perderse en el territorio que separa a los padres de los hijos.
La ausencia del padre ha marcado la vida de la familia que lo ha buscado por distintos lugares, ha seguido todos los testimonios, los indicios, las voces de quienes lo vieron o creyeron verle. Alguna fotografía deteriorada junto con otros presos, incluso algunos familiares, que generó discusiones interminables respecto a si era el padre por lo envejecido, la barba crecida y las canas de la persona identificada. La pérdida del padre hizo decir a su hijo: “me colocó en un lugar no mucho mayor que la celda en la que lo encerró”.
En su novela muestra el itinerario de la familia en su búsqueda y los trámites que él mismo ha hecho desde Londres, la capital de un país que acogió los negocios y las finanzas de los más poderosos capitalistas de Libia. Eso puede explicar en parte que el país ayudó para devolver disidentes a Libia. Como estudiante del doctorado en la London School of Economics logró contactar a Seif el Islam Gadafi, hijo del dictador, que se las daba de liberal y en sus cargos lidiaba con asuntos de derechos humanos. Todo quedó en posibilidades que nunca se concretaron.
Sin perder las esperanzas, después de varios años, viaja a Libia para continuar su búsqueda y al menos encontrar el cuerpo del padre para darle sepultura. Pero la duda está allí y siempre se vuelve a la idea obsesiva de encontrarlo vivo aunque la realidad se va imponiendo para darse cuenta de lo improbable de un resultado optimista. Así transcurre ese relato imaginando el sufrimiento del padre en cualquiera de las cárceles del régimen libio que cargan con la fama de las condiciones infrahumanas que padecen los reclusos. No hay, como en otras novelas, quien relate la vida detrás de las rejas pero el autor imagina lo que sucede en ese encierro; lamenta el sufrimiento de ese padre sensible, culto y disidente que en el exilio en El Cairo frecuentaba a un grupo de amigos con los que compartía críticas al régimen.
La ausencia del padre ha marcado, la literatura de Hisham Matar desde su novela Solo en el mundo (Salamandra, 2007), con la cual llamó la atención, desde que la voz del niño Solimán contaba las condiciones en las que se vivía en Libia. El padre ya era vigilado por las fuerzas de seguridad y aparecen los vecinos delatores, especie que abunda en esos países porque están también en otras novelas de escritores de la región.
En la novela Historia de una desaparición (Salamandra, 2017), el mismo autor no solamente ha consolidado su narrativa sino que al volver a la historia del padre, que naturalmente ha marcado su vida como ya nos la ha contado, lo hace de forma depurada con una ficción donde cautiva al lector el mundo imaginado por el niño. Algo semejante al estilo de la mejor literatura romántica; Nuri el Alfi acompaña a su padre Kamal en unas vacaciones en Alejandría, a la orilla del mar. Allí irrumpe la hermosa Mona, de quien el padre se enamora mientras el hijo observa y vive los arrebatos de confusos deseos respecto a la joven.
Desde el comienzo sabemos que el padre ya ha desaparecido y es en un encuentro posterior a esas vacaciones que Mona y Nuri lo recuerdan con la nostalgia de las emociones que les producía su presencia. Esas vacaciones en Alejandría cambiarían todo porque Kamal y Mona se enamoraron y el romance terminó en matrimonio ante los deseos encontrados del hijo que rivaliza con los del padre. La misma mujer es el objeto que buscan alcanzar padre e hijo. Como si Telémaco estuviese obligado a proteger a la mujer del padre. En este caso, no es la madre (porque ha fallecido) y el padre ha vuelto a casarse. Y en esta novela, el secuestro ocurre en la habitación que ocupa el matrimonio.
Así, entre la ausencia y la cárcel hay muchas historias que hilvanan las vidas de quienes han decidido participar en las luchas para enfrentar los regímenes dictatoriales, con sus guerras incluso las que libran frente a los asedios de países extranjeros. Con todo y tratarse de las vivencias individuales resultan de gran valía porque son indicadoras de la incapacidad de pensar siquiera lo que pueden ser esas cárceles ahora con miles de reos producto de las guerras en las que han participado terroristas de la calaña de Daesh, de otras organizaciones radicales, conviviendo con presos colocados tras de las rejas por una variedad de motivos. Y todo eso ha marcado las vidas de ciudadanos que buscaron vivir como cualquier otro, pero que podían disimular la mirada ante la insidia del poder que ha trastocado sus sociedades.
Aunque la muerte es y ha sido muchas veces el único final –como se desprende de la narrativa peculiar de estos países– el limbo es apenas el breve espacio que les separa del infierno que está en este mundo. Así el lugar que separa a los vivos de los muertos en los países árabes es una constante como lo ha expresado una literatura que, aunque no ha encontrado la difusión de otras, tiene atributos que la emparentan con la universalidad alcanzada por Dostoyevski, Víctor Hugo, Thomas Mann y, desde luego, Naguib Mahfuz.
ILUSTRACIÓN: Dante de la Vega
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