El cerebro, protagonista en la vida de un escritor

Sep 8 • destacamos, principales, Reflexiones • 20834 Views • No hay comentarios en El cerebro, protagonista en la vida de un escritor

/

¿Cuáles son las funciones neuronales que se activan en el cerebro de un escritor durante el momento de la creación? ¿Existe la inspiración o así llamamos románticamente al proceso neurológico de la sinestesia? Este artículo, con un pie en la divulgación de la ciencia, es una invitación a la lectura de varias obras clásicas de la literatura universal: Pedro Páramo, Lolita, En busca del tiempo perdido, El gran Gatsby, entre otras

/

POR ELIZABETH HERNÁNDEZ APRÁEZ
La literatura es hija del cerebro. En este misterioso órgano, de consistencia gelatinosa, blando como el paté, que pesa menos de dos kilos, que se halla enroscado y oculto bajo los huesos del cráneo, se encuentra todo lo que un escritor necesita para escribir: las palabras, las emociones, la creatividad, la imaginación, las historias y la memoria. A través de esta masa encefálica, del tamaño de una coliflor, con forma de nuez y llena de neuronas, el autor describe el mundo que le rodea.

 

“El arte nace en el cerebro, y no en el corazón”, decía Honoré de Balzac. Y el escritor francés tenía razón. Precisamente, entre los siglos XVIII y XIX, cuando Balzac vivió, el cerebro ya empezaba a ser protagonista del cuerpo humano. Antes no. Aunque al parecer despertaba gran curiosidad en la humanidad. Los hombres del periodo neolítico, por ejemplo, practicaban la trepanación, técnica quirúrgica que consistía en agujerar el cráneo y que se realizaba en aquella época por razones místicas, pero también para dar alivio a algunas enfermedades. Los griegos no fueron conscientes de que el cerebro era el órgano de la mente. Aristóteles tenía una mala corazonada, creía que el corazón era la sede de los sentimientos y pensamientos, incluso llegó a afirmar que el cerebro era simplemente el refrigerador de la sangre y que no realizaba ninguna función superior.

 

En el siglo II d.C, el médico Galeno de Pérgamo hizo vivisecciones con animales, pero no logró saber con certeza si la mente estaba en el cerebro o en el corazón. En tiempos de Andrés Vesalio se disecaban cadáveres humanos para estudiarlos. Era el siglo XVI y el gran mérito de este sesudo médico belga fue publicar una importante obra de la historia de la medicina: La fábrica del cuerpo humano. En este libro apareció una de las primeras anatomías del cerebro.

 

La lista de científicos que después fueron descifrando algunos de los misterios del cerebro es larga. La ciencia se encargó de darle a este enigmático órgano su lugar. Gracias a ellos, hoy se sabe con certeza que un buen escritor debe escribir con el cerebro y no con el corazón. Realmente el corazón no tiene nada que ver con el ejercicio literario.

 

 

Amantes de las palabras
Los escritores son los eternos amantes de las palabras. El cerebro es el celestino de este romance entre los narradores y el lenguaje. Desde la primera hasta la última letra de un libro viene de la cabeza del autor, más exactamente de dos regiones llamadas Broca y Wernicke.

 

La región de Broca fue descubierta en 1860 por Paul Broca, un librepensador francés cuya vida bien podría ser contada en una novela. Cirujano, neurólogo y antropólogo, Broca fue un niño genio. Estudió al mismo tiempo literatura, matemáticas y física, logrando graduarse en las tres disciplinas. A los veinte años ya era médico y cuando tenía treinta y seis realizó su mayor hallazgo: descubrió el área del lenguaje y lo hizo a través de un paciente llamado Monsieur Leborgne, conocido como Tan, porque sólo era capaz de articular una sílaba: Tan.

 

El famoso Tan era un artesano francés que había perdido el habla tras un ataque de epilepsia. Todos pensaban que era un enfermo mental, sin embargo, le gustaba leer periódicos y jugar ajedrez. Después de que murió y tras una minuciosa autopsia de su cerebro, el doctor Paul Broca descubrió que Tan tenía una grave lesión en el hemisferio izquierdo y concluyó que esa parte era la encargada de controlar el lenguaje.

 

La región de Wernicke fue descubierta por el neurólogo y psiquiatra alemán Karl Wernicke en 1874 cuando se dio cuenta de que los individuos que se lesionaban la corteza cerebral, detrás de la corteza auditiva, podían hablar, pero no entendían el significado de lo que decían, o pronunciaban frases incongruentes. “Esta zona es importante para la comprensión del lenguaje, para que eso que estamos leyendo tenga sentido, lo comprendamos. Si se lesiona esta área se presenta algo que se llama afasia de Wernicke, entonces las personas dejan de comprender, tanto lo que oyen como lo que leen. Hablan fluidamente, pero en realidad no dicen nada coherente, es una mezcla de palabras que no están coordinadas adecuadamente”, explica Beatriz Gómez González, doctora en psicología por la UNAM e investigadora del área de Neurociencias de la UAM Iztapalapa.

 

Cuando una persona lee o escribe las regiones de Broca y Wernicke se activan. Las dos zonas están conectadas por un cableado interno que lleva por nombre fascículo arqueado. “Si el escritor quiere escribir una palabra primero debe pasar por Wernicke para saber lo que va a decir; una vez que lo entiende se conecta al área de Broca y allí se encuentran los programas para elaborar la palabra que se va a expresar, eso ocurre en menos de un segundo”, dice Ángel Rojas, doctor en biología experimental de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa. En otras palabras: el área de Broca produce el lenguaje y el área de Wernicke se encarga de comprenderlo.

 

Y eso no es todo, ningún dedo de la mano de un escritor se mueve sin que el cerebro lo ordene. La corteza motora primaria, ubicada en el lóbulo frontal controla el movimiento de las manos. Todos los individuos tienen la capacidad de escribir, pero los escritores pueden incrementar dicha habilidad debido a que usan más esta parte del cerebro. A esto se le conoce como plasticidad. Lugar del cerebro que no se usa, se atrofia, como cualquier músculo del cuerpo. “De hecho nuestro cerebro es como si lo hiciéramos a mano, lo construimos día a día, cada quien tiene su propio cerebro, que si bien posee principios de funcionamientos básicos aplicables a los humanos y a todos los otros mamíferos, tiene sus peculiaridades”, agrega la doctora Gómez González.

 

A veces da la impresión de que el cerebro es como un mundo con su propia geografía en donde hay regiones y hemisferios. Muchas zonas son completamente vírgenes, no se han explorado. Si bien Broca y Wernicke son regiones que ayudan a comprender la palabra hablada y la palabra escrita es posible que existan otras áreas implicadas en estas labores. “El cerebro no se comporta como un archivero”, aclara el doctor Ángel Rojas: “no hay un cajón especial para la memoria, otro para el lenguaje y uno más para la imaginación, sino que es un todo; aunque hay regiones que se especializan en ciertas actividades, requiere de todo para poder expresarse”.

 

En este mundo llamado Cerebro, los escritores tienen su propio país: el de las palabras. Bien lo dijo el español Juan Marsé: “La verdadera patria de los escritores es el lenguaje”.

 

Ilustración: Rosario Lucas

 

La cuna de la creatividad y la memoria
La creatividad es una etiqueta que identifica a los escritores. Los juegos temporales de Joyce; las imágenes alucinantes de Rimbaud; los heterónimos de Pessoa fueron creados en las mentes de estos escritores. “¿En dónde radica la creatividad?” es la pregunta que todo lector se hace cuando tiene ante sus ojos una historia atrapante.

 

La respuesta la tiene la doctora Beatriz Gómez. Según ella, el hemisferio derecho es clásicamente considerado el centro de la creatividad, pues por medio de este pequeño sitio, no sólo se tiene la capacidad de apreciar las bellas artes, sino que además en él se puede desarrollar algunas de estas disciplinas. “No es todo el hemisferio. Hay cierta especialización cerebral, pero no se ha llegado al grado de decir ésta es la partecita del cerebro que controla la creatividad. Se ha asociado el funcionamiento de una región que se llama lóbulo frontal con el aumento en la creatividad”.

 

Pero, ¿cómo salió a la luz esta creativa área? Contrario de lo que se puede pensar, no fue examinando los cerebros de escritores, pintores o músicos como se le conoció, sino investigando a personas comunes y corrientes que en algún momento de su vida presentaron degeneración del lóbulo frontal y de repente empezaron a pintar o a escribir; eran altamente creativos por los cambios plásticos que estaban ocurriendo dentro esta zona. “Por eso sabemos que el lóbulo frontal es una de las regiones más importantes para que uno sea creativo. Pero también el lóbulo frontal izquierdo tiene que ver con la capacidad creadora; tanto la corteza prefrontal izquierda como la derecha participan simultáneamente en la generación de lo que llamamos creatividad”.

 

Y si la creatividad es una etiqueta que identifica a los escritores, la memoria es su materia prima. Ella sí que sabe meterse en la cabeza de un inventor de historias. El escritor guarda información en esa cajita llamada cerebro y la recupera cuando quiere o la necesita. Evoca acontecimientos, ideas, imágenes, emociones, olores…, todo gracias a la memoria. Cada vez que recrea experiencias pasadas se activan las neuronas que participaron en la experiencia original. Shakespeare no tenía ni pizca de científico, pero decía que la memoria era “la centinela del cerebro”. Algo de verdad había en la definición del dramaturgo inglés, pues la memoria es una función cerebral que está diseminada por todo el cerebro.

 

Dentro del cerebro del narrador la memoria es ama y señora. Anda campante por todo el territorio cerebral, en especial por el hipocampo, el lóbulo frontal, el lóbulo temporal, el lóbulo parietal, el tálamo, el núcleo caudado, el cuerpo mamilar, la amígdala, el cerebelo, el putamen…, lugares con nombres poco literarios, pero en donde ocurren sucesos memorables: desde la transformación de los acontecimientos a recuerdos hasta el aprendizaje de un nombre o un número de clave; almacena detalles autobiográficos, guarda las habilidades aprendidas (como manejar con destreza las teclas de la computadora), protege del olvido y de la pérdida de la realidad, mantiene la atención en algo fijo impidiendo la distracción, atesora emociones.

 

Muchos son los lugares por donde se pasea la memoria, pero el hipocampo parece ser su residencia más importante. Esta zona del cerebro, que tiene forma de caballito de mar, se relacionó con la memoria a partir del caso de un hombre conocido como H. M., quien se quedó sin la posibilidad de formar nuevos recuerdos. La historia de H. M. ya inspiró a un literato inglés a escribir una novela. ¿Cómo no hacerlo? Este individuo sufrió una caída de su bicicleta cuando tenía nueve años. El accidente le causó un traumatismo craneal que le hizo perder la conciencia durante cinco minutos. A consecuencia del golpe, desde los diez años padeció epilepsia severa. Al cumplir los veintisiete años de edad, el 23 de agosto de 1953, fue intervenido quirúrgicamente para reducirle los episodios epilépticos.

 

El joven H. M. fue sometido a una escisión bilateral de ambas regiones temporales mediales, que incluían la corteza cerebral, la amígdala y los dos tercios anteriores del hipocampo, que lo liberaron de los síntomas epilépticos. Sin embargo, el paciente H. M. se convirtió en profundamente amnésico, no pudiendo nunca más almacenar nueva información semántica en su cerebro. Recordaba con certeza hasta los dieciséis años, pero los otros once años (de los dieciséis a los veintisiete) eran una nebulosa y nunca pudo remembrarlos nítidamente. No podía memorizar a nadie que hubiera conocido después de la operación, ni las caras ni los nombres.

 

Después de estudiar durante cuarenta años el caso de H. M., los científicos lograron establecer que el hipocampo era importante para almacenar la memoria, pero no era decisivo para todas las clases de memoria: había una primera diferencia entre memoria de corto y largo plazo (el hipocampo es importante para transferir la memoria de corto plazo a largo plazo).

 

A su muerte en el año 2008, se supo por fin el nombre de H. M. Se llamaba Henry Molaison, y no sólo fue el caso más estudiado sobre la memoria, sino que motivó al escritor británico Steven J. Watson a escribir la novela titulada Antes de irme a dormir, que narra la historia de una mujer que se despierta cada mañana sin saber dónde está y por qué se encuentra ahí.

 

Una de las grandes obras maestras de la literatura construida con ayuda de la memoria es En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. En esta obra, el autor francés hace una metáfora de la memoria con un panecillo Madeleine de vainilla que remoja en una taza de té. El olor y el sabor de la galleta lo trasladan a su infancia en la casa de su tía Leona, de fachada gris, adornada con un jardín, al pueblo, a la iglesia; todo se llena de vida en el panecillo empapado en té. “Cuando nada más subsiste el pasado, después de que la gente ha muerto, después de que las cosas se han roto y desparramado, el perfume y el sabor de las cosas permanecen en equilibrio mucho tiempo como almas… que resisten tenazmente, en pequeñas y casi impalpables gotas de su esencia, el inmenso edificio de la memoria”, escribió Proust en alguna de las páginas de su novela.

 

Lo más sorprendente es que Marcel Proust, sin ser científico, en su quehacer literario descubrió la que él llamó la “memoria involuntaria”, es decir, esa memoria que devuelve al pasado al individuo sin que éste lo quiera. Ella permite que afloren los recuerdos que se creían olvidados y que aparecen repentinamente por medio de un aroma, un sabor, una imagen, un sonido o sensaciones táctiles. La memoria involuntaria está presente en toda la obra de Proust, por eso, es fácil encontrar en las páginas de su libro, al pasado y al presente chocando, y a veces siendo uno solo.

 

La memoria involuntaria de Proust no ha sido estudiada por la ciencia, pero le funcionó al escritor francés para escribir durante catorce años En busca del tiempo perdido, una obra dividida en siete partes. Por lo visto, algo de ciencia debe tener el acto de escribir usando como herramienta fundamental los recuerdos.

Marcel Proust a los 21 años. Retrato del pinto Jacques Émile Blanche. / Especial

 

 

Hay emociones, hay novela
La melancolía ronda por las páginas de El gran Gatsby; el miedo acecha en las narraciones de Edgar Allan Poe; la desolación cubre a los personajes de Pedro Páramo; la pasión inunda el alma de Humbert Humbert en la novela Lolita. Las emociones son la sal y la pimienta de la literatura al igual que de la vida real. Son las responsables de la personalidad de los seres humanos. Sin ellas, las personas serían monótonas e insípidas. Y aunque científicamente son difíciles de definir, su nombre viene del latín emotio, que significa agitar.

 

Para Francis Scott Fitzgerald, autor de El gran Gatsby, la escritura se compone principalmente de una necesidad emocional de expresión. “El escritor se convierte en una especie de guerrero o soldado al servicio de sus propias emociones”, decía refiriéndose a esa urgencia que tienen los narradores de manifestar todos los sentimientos que guardan dentro.

 

Y es así, las emociones están resguardadas dentro de los escritores. Viven en el cerebro, para ser más precisos en el sistema límbico. La doctora Gómez González describe este lugar como un circuito muy primitivo que se halla en organismos tan sencillos como lagartijas, peces, hasta en mamíferos superiores como el primate humano. “El sistema límbico se encarga no sólo de hacernos notar que tenemos la experiencia de la emoción, sino que al mismo tiempo se generan reacciones viscerales, características de esa emoción en particular. Por ejemplo, cuando vemos sufrir a otro o leemos en el periódico noticias desagradables de lejanas partes del mundo, o si se lee en una novela un suceso triste, nosotros experimentamos las emociones que están plasmadas allí, y quien la escribió tiene que haber experimentado la emoción para saber cómo describirla adecuadamente. Esta es una experiencia muy personal”.

 

De allí que es acertado decir que los escritores se meten en la piel de los personajes. Esta capacidad, según la doctora Gómez González, se debe a un sistema cerebral denominado neuronas espejo, las cuales “sirven para saber qué le está pasando al otro, experimentar eso que siente el otro, ponerse en los zapatos de los demás. Esto se describió no sólo en humanos, sino también en primates no humanos. Es un experimento muy bonito, pues el primate no humano se daba cuenta de lo que estaba experimentando el otro y era a través de actos tan sencillos como la comida; ese otro está comiendo, yo debería estar comiendo también. A los humanos nos pasa igual, es decir, desde muy pequeño, si un niño llora contagia el llanto a los tres niños que están al lado. Tenemos esta empatía y ocurre por las neuronas espejo, que han ido evolucionando en los mamíferos, y alcanza –o al menos eso creemos nosotros– su máxima expresión en nosotros los humanos. Cuando no funciona este sistema de empatía, normalmente las personas tienen autismo u otra enfermedad neurológica”.

 

Sobre la inspiración no se conoce ningún mecanismo cerebral que la genere. Las musas, si es que existen, se encuentran afuera. Aunque la doctora Gómez González habla de un extraño fenómeno que experimentan ciertas personas que se dedican a las artes. Se llama sinestesia. Cabe aclarar que en literatura también hay una figura retórica que lleva este nombre. Pero en neurobiología, la sinestesia es una facultad que tienen algunas personas para experimentar sensaciones de una modalidad sensorial particular a partir de estímulos de otra modalidad distinta. Los sinestésicos sufren una especie de corto circuito en la experiencia sensorial. Ellos pueden oír colores, ver sonidos, percibir sensaciones gustativas al tocar un objeto, ver colores cuando escuchan música, o sentir el sabor de las palabras.

 

Se sabe que el escritor ruso Vladimir Nabokov experimentó la sinestesia de audición coloreada, pues era capaz de ver los colores al escuchar los nombres de las letras. La F, la P y la T, eran para él verdes; la H, de tono rojizo anaranjado; la L, del color de la leche en un tazón de cereales. Él mismo relató este fenómeno en su autobiografía que tituló Habla, memoria. Así describió las tonalidades de las letras: “La A larga del alfabeto inglés tiene para mí el color de la madera a la intemperie, mientras que la A francesa evoca una lustrosa superficie de ébano. Los diptongos no tienen colores propios… En el grupo verde están la F, hoja de aliso; la P, manzana sin madurar; y la T, color pistacho. Para la W no tengo mejor fórmula que el verde apagado, parcialmente combinado con el violeta”.

 

Ahora es más fácil comprender por qué Nabokov escribió el inició de su novela Lolita de una manera tan colorida, en donde la L de Lolita es del tono blanco de la leche mezclada con cereal: “Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta.”
Los poetas Charles Baudelaire y Arthur Rimbaud también fueron sinestésicos. Este último lo reflejó poéticamente en el Soneto de las vocales: “A negro, E blanco, I rojo, U verde, O azul; / algún día descifraré vuestros nacientes orígenes”.

El cuadro Un rincón de la mesa (1872), de Henri Fantin-Latour. Segundo de izquierda a derecha (sentado) Arthur Rimbaud, considerado por la neurología como un poeta sinestésico. /Especial

 

Personaje literario
El cerebro es el protagonista en la vida de un escritor. Será por eso, que algunos narradores se han animado a convertir este órgano en personaje de novela. Oliver Sacks es uno de ellos. Este neurocientífico ha escrito sobre patologías del cerebro. Uno de sus libros más conocidos es El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, en el que cuenta la vida de un músico que padece de agnosia visual, una enfermedad que no le permite identificar caras, sólo ve ojos, nariz, boca, pero no puede saber a qué rostro le pertenecen. Para reconocer a su mujer, le compra un sombrero.

 

En Viaje alucinante, Isaac Asimov, cuenta la historia de un científico soviético que en plena Guerra Fría intenta desertar a Estados Unidas, pero es atacado, quedando en coma. Para salvarlo, sus colegas estadounidenses aplican la técnica de la miniaturización. Cuatro hombres son reducidos al tamaño de una bacteria y son inoculados en el sistema circulatorio del científico, la idea es que lleguen al cerebro para destruir la trombosis que está a punto de causarle la muerte.

 

Hay más novelas que hablan directa o indirectamente del cerebro. Pero si el cerebro fuera personaje de novela, ¿cómo aparecería? ¿Sería héroe? ¿Antihéroe? ¿Narrador omnisciente? ¿Quiénes serían sus antagonistas?

 

La doctora Beatriz Gómez González se queda pensativa. Cree que sería un personaje encantador. A ella le parece increíble que exista un órgano tan completo, que sea capaz de definir la esencia del ser humano. Fisiológicamente tendría más grasa que agua, pesaría casi kilo y medio, gobernaría el cuerpo, contaría con más de 86 mil millones de neuronas conectadas entre sí, consumiría mucha energía, se alimentaría de carbohidratos, proteínas y aminoácidos. Después de meditarlo algunos segundos, los ojos de la doctora Gómez brillan como si hubiera encontrado la mejor respuesta. Será porque de alguna parte de su cabeza le llegan estas palabras que dice sin titubear: “El cerebro sería el personaje más bello”.

 

 

ILUSTRACIÓN: Rosario Lucas

« »