El estado de peste de Manzoni a Camus

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Clásicos y comerciales

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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL

Debo al filósofo Josu Landa, en un esclarecedor artículo ajeno a las teorías de la conspiración estos días tan virulentas, el concepto de “estado de peste”, capaz de alterar la vida humana sobre la tierra de una manera distinta a la de la guerra, la súbita catástrofe natural o la hambruna, en su carácter de un “macroevento situacional”. El estado de peste, no ha cambiado gran cosa desde cuando se instituyó –sigo a Landa en El economista del pasado 25 de marzo– frente a la peste negra del siglo XIV y su esencia es la cuarentena de la población.

 

En estos meses seremos actores o sobrevivientes del mayor confinamiento en la historia de la humanidad y cualquiera quedaría como un estúpido si dijera que, para bien o para mal, nada cambiará. Pero descreo –con Landa– de aquellos herederos de Foucault que ya ven al “biopoder” anotándose su triunfo decisivo sobre los “cuerpos vigilados” en nombre de la salud pública y universal. Como supuesta víctima de una psicosis colectiva inducida por quienes aduciendo la cura perpetuarán una esclavitud, la nuestra, cuyo cencerro es el teléfono inteligente, prefiero pensar en términos “de individuo y no de género”, como diría la feminista Gisela Kozak Rovero. Y siendo uno más de los numerosos lectores de Juan de Mairena, “no hallo la manera” de sumar individuos. Porque no confundo la obediencia confuciana con el patriotismo democrático, prefiero seguir buscando, en la literatura, a esos seres únicos e irrepetibles. Lo siento: la adivinación teorética escapa a mis entendederas.

 

Picando entre las raíces religiosas de la actitud del escritor ante la peste, hace un par de semanas apuntaba yo aquí que Daniel Defoe, en su Diario del año de la peste (1722), consideró que el flagelo caído sobre Londres del que se fingió testigo, no admitía –obra de la predestinación agustiniana– pregunta alguna al inescrutable Altísimo. Entre Defoe y Camus, quien en La peste (1947) toma del nutrido repertorio francés de curas de aldea al jesuita Paneloux, para quien la tragedia de Orán se debe al castigo divino, me faltaba, al menos, una pieza: Alessandro Manzoni (1785-1873). El novelista italiano –con frecuencia omitido al enlistar a los grandes de aquel género cuando esplendía– dedicó tres capítulos de Los novios (1842) a la peste milanesa de 1630 y no contento con ello publicó ese mismo año la sobrecogedora Historia de la columna infame, uno de los grandes alegatos, tras los de Montaigne y Voltaire, contra la tortura. No habría yo regresado a Manzoni de no ser por un “toque” del novelista chileno Carlos Franz, lo cual prueba que la sobredosis de vida digital a la que somete el siglo XXI a sus apestados, tan criticada, no está exenta de conversación.

 

Manzoni, nieto del ilustrado jurista Cesare Beccaria, quien le habría trasmitido su creencia en la proporcionalidad de las penas y su horror ante el Estado homicida, creció apenas afecto al catolicismo. Se casó con una calvinista ginebrina, absteniéndose del rito católico hasta que en 1810 ocurrió el controvertido “miracolo di San Rocco”. Casi aplastado por una turba borracha festejando las nupcias de Napoleón con María Luisa, Manzoni perdió de vista a su esposa y en aquella iglesia consagrada a San Roque en la Rue Saint-Honoré, recobró, por el susto, la fe católica. Aunque Natalia Ginzburg (La famiglia Manzoni, 1983) da por buena la anécdota, lo más probable es que la “reconversión a la gracia” del novelista –como llaman los católicos a ese rubor– haya sido un proceso más dilatado, en el cual intervino el abate jansenista Eustachio Degola, preceptor de los Manzoni y además sectario amigo de nuestro fraile Servando Teresa de Mier. Como fuese y habiendo muerto Manzoni casi beatificado, Los novios transcurren con un trasfondo jansenista –lo más cerca del protestantismo que podía estar en ese entonces un católico– donde la Divina Providencia opera en lugar de la predestinación, llevando a los prometidos hacia el final feliz, probados por la maldad humana y la peste divina.

 

Quiso Manzoni que su descripción de la peste bubónica fuera irremediablemente dantesca y lo logró. Basándose en el testimonio contemporáneo del canónigo Giuseppe Ripamonti, el novelista milanés mete a la epidemia en Los novios con ansiedad de converso. Semejante intrusión didáctica torna inolvidable su libro pero unas décadas más tarde habría sido rechazada, más depurado el género de su origen bastardo en los siglos premodernos, por los retóricos naturalistas.

 

Las víctimas de la peste se niegan a creerla castigo divino y como hoy día los teóricos de la conspiración “biopoderosa”, la atribuyen a la perfidia humana. Los milaneses, según el vulgo, han sido inoculados, como los enfermos del coronavirus, por malhechores de distinto calado. Manzoni responsabiliza a Dios y quienes vemos al virus como una obra de la naturaleza que va más allá de la perfectibilidad científica (aunque sea ésta la que al final de la pandemia nos alivie), somos, tanto él como nosotros y en ese aspecto, ilustrados: poco puede el Progreso contra el arquitecto del universo o contra sus muy sorpresivas e incontrolables reglas, por lo que tienen de agnósticas. Por ello a Manzoni le es imprescindible ese apéndice, la Historia de la columna infame, narración jurídica o novela sin ficción, tan alabada por Leonardo Sciascia, donde se cuenta cómo dos inocentes, Guglielmo Piazza y Giangiacomo Mora, fueron acusados de actuar en funciones de “untadores pestíferos”, es decir, inficionando adrede las murallas de Milán. Son sometidos a la tortura legal, traída desde la otra península por el Santo Oficio de la Inquisición. El informe manzoniano denuncia el indicio, ese terror humano ante lo inexplicable, aquel “atentado quimérico” que hacía, del tormento, la norma y no la excepción. Leer la Historia de la columna infame es imaginarse que podría ocurrir en poco tiempo, más allá de la vejación y si el coronavirus no se apaga, con las enfermeras bañadas con cloro, hace días en Guadalajara, por trogloditas representativos, aunque adelantados, del pueblo bueno.

 

Si el estado de peste, en Manzoni, interroga a lo divino, era obvio, una vez finalizada mi relectura de La peste que Camus, saliendo de la Segunda Guerra, apelaría a lo humano. Las comedidas reservas de Rieux ante Paneloux son las habituales del agnóstico ante el creyente y remiten –palabras más, palabras menos– a la polémica de Celso contra los primeros cristianos: si su Dios tolera el mal, no es omnipotente y si lo permite, es el Mal. El jesuita llama a la prueba, presume que su religión, en tiempos de la peste, no es confortable ni clásica. Si muere apestado, el cristiano se eleva como portador de una virtud teologal. Pero Camus, a su jesuita, ni siquiera le ofrece las ansiadas palmas del martirio. Su heroico doctor Rieux no se cree capaz de diagnosticar si la enfermedad del clérigo, en medio de la epidemia, es peste. Muerto, lo clasifica como “un caso dudoso”, destino de pobre diablo ante su majestad, el estado de peste.

 

Termino este segundo y (espero) último apunte pestífero, dialogando con otro amigo, el crítico Filippo La Porta quien en su visión de la pandemia, desde Roma, anotaba en Letras Libres, que la clausura del estanque de las aguas milagrosas en el Santuario de Nuestra Señora de Lourdes, ordenado por las autoridades eclesiásticas en estricto apego a las disposiciones sanitarias, dice más sobre la irremediable secularización del mundo que tantísima bibliografía. Autorizando una Semana Santa en cuarentena, el cristianismo, o al menos el regido apostólicamente por el papa romano, ha demostrado una vez más, como lo han señalado desde hace algunas centurias los estridentes tradicionalistas, su carácter sólo ético y ecuménico, su indiferencia ante lo sobrenatural. Sospecho que el operático Alessandro Manzoni y el muy existencial Albert Camus, una vez escondidas sus respectivas santurronerías, se habrían sentido más a gusto en un mundo despojado de lo sagrado.

 

FOTO: Alessandro Manzoni, poeta y narrador italiano, autor de la novela Los novios. / Especial

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