La narrativa portuguesa más allá de José Saramago y António Lobo Antunes
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Además de José Saramago y António Lobo Antunes, la literatura contemporánea en lengua portuguesa tiene en Agustina Bessa-Luís, Mário Cláudio, Vergílio Ferreira, Lídia Jorge y Maria Velho da Costa a cinco pilares. A propósito de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL) que tiene a Portugal como país invitado, ofrecemos este panorama sobre la narrativa portuguesa contemporánea
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POR ISABEL CRISTINA RODRIGUES
Académica de la Universidad de Aveiro
“Vela que va por delante alumbra dos veces” es un proverbio inscrito en la memoria colectiva de la lengua portuguesa, un proverbio en el que se insinúa el predominio radiante de lo que va por delante en relación al (más discreto) potencial centelleo de lo que viene atrás. De este modo, aplicando el referido proverbio a la geografía analítica de la narrativa portuguesa, será fácil asociar a los nombres de José Saramago (1922-2010) y António Lobo Antunes (1942) la llama de un candil que vale por dos, tomando en consideración tanto la posición de vanguardia que ambos ocupan en el recibimiento de sus lectores, como la integración de estos dos novelistas en el pódium de ese museo imaginario al que, a falta de un mejor término, también podemos llamar canon.
En efecto, el sello de esa llama doble que se adhiere como una segunda piel a los nombres de Saramago y Lobo Antunes, proyecta alrededor una luz parecida a la de un faro, difundiendo, por medio de objetos ficcionales ajenos a su propio quehacer literario, el sentido proyectivo de un destello que a su vez ellos mismos parecen haber recibido de otros. Me refiero por ejemplo al ascendente literario de un autor como el Padre António Vieira (1608-1697) en José Saramago y de un Fernando Pessoa (1888-1935) en António Lobo Antunes, pese al disgusto de este último. De este modo, la centralidad de la obra saramaguiana en el canon narrativo portugués permite, justamente, difundir su potencial de irradiación hacia escritores más jóvenes, como es el caso de Ana Margarida de Carvalho —por ejemplo, en su aclamada novela No se puede vivir en los ojos de un gato (2016)—; lo mismo sucede entre Lobo Antunes y una novelista de la misma generación de De Carvalho, Dulce Maria Cardoso —véase sobre todo la novela de ésta última intitulada Mis sentimientos (2005).
No obstante, la elevada calidad literaria de algunos novelistas más o menos contemporáneos tanto del autor de Memorial del convento como del autor de Manual de inquisidores —confiriéndoles el respectivo revestimiento canónico que les corresponde en el sistema literario portugués— acaba justamente por inviabilizar el entendimiento de las obras de Saramago y Lobo Antunes como candiles de doble llama, una vez que caminando, de hecho, al frente de tantos otros escritores, no les es posible alumbrar dos veces si son acompañados tan de cerca por otras velas de certera luz como son, por ejemplo, Agustina Bessa-Luís (1922), Mário Cláudio (1941), Vergílio Ferreira (1916-1996), Lídia Jorge (1946) o Maria Velho da Costa (1938).
Lo verdaderamente común a estos cinco autores (pese a sus estimulantes diferencias) se sostiene, sobre todo, en la manera en la que sus novelas, nunca desviando la atención reservada al enorme trabajo del lenguaje, se muestran capaces de devolver al Hombre un retrato objetivo (fuera de su aprensión cognitiva) de sus propias inquietudes, inseguridades, instantes de fulguración y de sus conmociones, todo lo cual también pertenece frecuentemente a la Historia en la que nuestro camino y el de ellos se completa.
A pesar de su parcial inclinación hacia el recurso psicologizante de la novela, en el cual Vergílio Ferreira, aunque de manera diferente, encontraría su morada más estable, Agustina Bessa-Luís (quien pasó a habitar desde temprano el palco donde se expandía la escena literaria portuguesa, concretamente desde 1954, cuando publicó la aclamada novela La sibila) cedió todavía a la solicitud narrativa de la Historia y de las convulsiones político-sociales de un país en busca de sí mismo, aspecto éste que fue posible confirmar en 1980 con la publicación de su novela El monasterio y en 1983 con la de Los niños de oro. Es necesario igualmente subrayar, a propósito, la solidez y la fascinación de una obra como la de Lídia Jorge, que nos abre los límites de nuestra visión hacia lo ilimitado de un universo absolutamente singular, profundamente humanista y siempre atento, de un modo tal vez más ético que ideológico a las pequeñas-grandes convulsiones de la Historia. Entre ellas figura sin sorpresas el largo trauma de la Guerra Colonial —tratado en la novela La costa de los murmullos (1988)—, tanto como el convulso momento de la Revolución de 1974, al que la autora recientemente regresó por medio de su novela Los memorables (2014). Sin embargo, aun en sus libros más avasalladores, como es el caso de El viento silbando entre las grúas (2002) y sobre todo en su ópera prima El valle de la pasión (1998), hay en la obra de Lídia Jorge una especie de tono optimista de la ligereza capaz de conjurar el peso de la ideología pura en nombre de un valor puramente humanista.
Ciertamente, es verdad que las novelas de Agustina, tan frecuentemente dedicadas a la problematización de lo femenino, tienen una pulsión cinematográfica irrefrenable —nótese que sus obras Fanny Owen (1979) y Valle Abraham (1991) fueron adaptadas al cine por el cineasta portugués Manoel de Oliveira, dando origen, respectivamente, a las películas Francisca (1981) y Valle Abraham (1993)—. Se vuelve igualmente oportuno subrayar la orientación biográfica de algunos de sus textos, como por ejemplo, Florbela Espanca (1979) (sobre la poetisa portuguesa con el mismo nombre), o Sebastián José (1981), que busca exponer frente a la despiadada luz de la escritura la controversial figura del Marqués de Pombal.
En este aspecto en particular (el de la fascinación por el ejercicio eminentemente problematizador de la biografía), Agustina Bessa-Luís acabará por encontrarse de modo bastante fecundo con el quehacer literario de otro maestro de la lengua literaria portuguesa, Mário Claudio, cuya Trilogía de la mano —constituida por las novelas de tono biográfico Amadeo (1984), Guillermina (1986) y Rosa (1988)— busca aclarar, oscureciendo por medio de la aclimatación ficcional de las respectivas narrativas, las figuras del pintor portugués Amadeo de Souza-Cardoso, la de la violonchelista Guilhermina Suggia y la de la ceramista Rosa Ramalho. Un poco como lo había hecho Agustina con respecto al universo femenino, también Mário Cláudio promueve en muchas de sus obras la implosión de ciertas verdades instituidas que, no es de extrañar, funciona como instrumento de la transgresión de cualquier orden, sea esta literaria, de género u otra, principio éste que estará en el origen, por ejemplo, de novelas más grandes de la literatura portuguesa como son Las batallas del Caia (1995), Tiago Veiga (2011), Osa mayor (2000) o recientemente Los naufragios de Camões (2017).
Maria Velho da Costa adoptó, en su búsqueda de una visión implosiva y transfiguradora de la realidad portuguesa bajo el yugo del salazarismo, distintas formas de transgresión, de las cuales las novelas Maina Mendes (1969) y Casas pardas (1976) son la cristalina prueba; sin olvidar, evidentemente, la denuncia en forma de grito femenino que la autora publicó en 1972, en colaboración con María Teresa Horta y María Isabel Barreno (me refiero a Nuevas cartas portuguesas). De cierto modo, el experimentalismo compositivo de María Velho da Costa parece caminar razonablemente a la par de la orientación experimental legada por Vergílio Ferreira al perfil fisionómico de la novela en la segunda mitad del siglo XX. La novela vergiliana, marcada por la inspiración reflexiva del ensayo y por la consciente tentación del lirismo, fue, por lo menos desde Nítido Nulo (1971), terreno abierto a múltiples experiencias en lo que concierne a las formas de organización compositiva del texto y en relación a las cuales las novelas posteriores a Para siempre (1983) (sobre todo Hasta el fin, En nombre de la tierra y En tu rostro) construyeron una especie de gran prueba ciega.
Sin embargo, más allá de las ficciones irrepetibles que Agustina, Vergílio, Lídia Jorge, Mário Cláudio y Maria Velho da Costa nos dejaron, considero que sería ciertamente difícil que comprendiéramos el momento de la agonía del salazarismo, el de la revolución de abril de 1974 y la época que le siguió más tarde, sin la mirada desconfiadamente atenta de estos cinco escritores, sin su sabiduría vigilante, sin su capacidad de darnos a conocer lo que a nosotros se nos escapa.
Además, y a semejanza de tantos otros escritores que han dicho sensiblemente lo mismo, Vergílio Ferreira vino a recordarnos que hay, de hecho, dos formas de escribir mal, escribir efectivamente mal, con errores de sintaxis y faltas de ortografía, y escribir demasiado bien, ahogando la escritura en una especie de nuevorriquísmo verbal que no puede generar otra cosa más allá de un discurso sofocado por el propio exceso. Ahora bien, lejos de la sobreexposición estilística, la escritura de estos cinco magníficos reinventa las medidas intocables de un Pushkin, esa especie de orfebre de lo literario que en una entrevista inspiró a António Lobo Antunes las siguientes palabras: “Dicen que cuando Pushkin usa la palabra ‘carne’ la gente degusta aquel sabor en la boca”. Ciertamente, como recuerda todavía Lobo Antunes (girando en ese momento el espejo hacia sí mismo), “la palabra carne es siempre la misma, depende de las palabras que se ponen antes y de las que se ponen después. Para que las personas sientan el sabor en la boca, yo tengo que trabajar como un perro hasta encontrar las palabras exactas antes y después”. Incluso desconociendo si los escritores a quienes me he referido aquí trabajaron como perros, la verdad es que la escritura de sus textos nos sabe siempre a plomada de exactitud, a ese rigor inventivo y solar al que llamamos literatura. Es pues por el esplendor del lenguaje que recogemos de sus textos que nos sentimos (usando las palabras de Bernardo Soares, el semiheterónimo de Pessoa), en presencia de una grande certeza sinfónica. Como dice Bernardo Soares, a propósito de la lengua literaria del Padre António Vieira, esa misma con la que Saramago se muestra tan en deuda: “No lloro por nada que la vida traiga o se lleve. Existen, sin embargo, páginas en prosa que me han hecho llorar. Recuerdo, cómo si lo estuviera viendo, la noche en la que siendo todavía un niño leí por primera vez en una antología el episodio célebre de Vieira sobre el Rey Salomón […] Y fui leyendo hasta el final, temeroso, confundido; después rompí en llanto, feliz, como ninguna felicidad real me hará llorar, como ninguna tristeza de la vida podrá imitar. Aquel movimiento hierático de nuestra clara lengua majestuosa, aquella expresión de ideas en las palabras inevitables, corriente de agua que yace en un declive, aquel asombro vocálico en el que los sonidos son colores ideales, todo eso me cubrió de instinto como una grande emoción política”, y dice, “lloré; hoy recordando, aún lloro. […] es la añoranza de la emoción de aquel momento, la tristeza de no poder ya leer como la primera vez aquella grande certeza sinfónica”.
En mi calidad de lectora encantada y fiel de los cinco autores a quienes aludí, considero se impondrá la defensa de que José Saramago y António Lobo Antunes, dos innegables velas de frondosa y certera luz, no alumbran dos veces (en este caso cuatro, puesto que ellos son dos), porque en el dominio de la literatura la vela que va adelante, que con justa razón comprobará su avance luminoso, alumbrará ciertamente más lejos, con una luz tal vez más extendida en el campo proyectivo de la visión, pero alumbrará siempre por sí misma.
Traducción de Diana Alcaraz
ILUSTRACIÓN: Ángel Boligán
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