Tras los rastros literarios de la Primera Guerra Mundial
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No pocos poetas se convirtieron en soldados durante la Primera Guerra Mundial, que entre 1914 y 1918 dejó un saldo de 16 millones de muertos, enfrentando a los imperios alemán, austro-húngaro y otomano con el Reino Unido, Francia, Rusia y los Estados Unidos. A propósito del centenario del armisticio, recordamos a escritores como Jünger, Graves, Owen, Apollinaire, Binyon, Brooke y Musil, entre muchos otros
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POR JAVIER GARCÍA-GALIANO
Hacia el final de El Estandarte, la novela de Alexander Lernet-Holenia, los soldados de un regimiento austríaco permanecen impávidos ante las órdenes de sus oficiales cuando la derrota parecía inminente. “Los soldados, sin osar salir de las formaciones y dejar exteriormente la posición militar, ponían de repente sus caras tan torvas como si ellos mismos tuvieran miedo de lo que hacían, y como si quisieran, una vez empezado el griterio, aturdir con más denuedo. Nosotros”, confiesa un oficial, “desconcertados de momento, no podíamos hacer otra cosa que mirarlos fijamente. Aunque habíamos adivinado algo, nunca hubiésemos supuesto que semejante cosa, tan extraña e incomprensible, algo tan espantosamente distinto a todo y hasta ahora reprimido una y otra vez, hubiera estado escondido bajo la sumisión de esta tropa. Ahora no obstante estallaba, como rebaño que se hubiese liberado de la fuerza que los domesticaba; y aunque la tropa no hacía en verdad otra cosa que prorrumpir en gritos, parecía como si con este griterío cayera de ellos y del regimiento todo lo que había hecho de ella y del regimiento lo que habían sido: un gran instrumento de poder lleno de significado y empuje, una unidad plena de sentido histórico, una herramienta de la política mundial. Era como si los cascos y uniformes, las distinciones de los suboficiales y las águilas imperiales de las escarapelas cayeran de la gente, como si se desvanecieran caballos y sillas y no quedaran más que unos cientos de desnudos campesinos polacos, rumanos o ucranianos que no veían el sentido de llevar, bajo el cetro de una nación alemana, la responsabilidad del destino del mundo”.
Sin embargo, en Tempestades de acero, Ernst Jünger recordaba que en agosto de 1918 conoció “un nuevo linaje de combatientes –el voluntario de 1918, un hombre que, por lo que se veía, aún no había recibido un barniz de disciplina, pero que era valiente por instinto. Aquellos jóvenes bravucones, que llevaban polainas de vendas y pelambreras enormes, se enzarzaron en una violenta discusión, a veinte metros del enemigo, porque uno había insultado a otro llamándolo ‘miedica’. Además juraban como lansquenetes y se mostraban enormemente jactanciosos”.
Como lo refirió en Juegos africanos, incitado por la imaginación, Ernst Jünger huyó de la escuela, de la que se abstraía leyendo descripciones de viajes africanos, cuyas hojas pasaba abajo del pupitre, y de la rutina de la casa paterna presentándose como voluntario en la oficina de reclutamiento de la Legión Extranjera en Verdún. Se proponía alcanzar de esa forma “la orilla de la tierra prometida” y luego proseguir su viaje al interior de África por su cuenta.
El 8 de noviembre de 1913, Jünger quedó acuartelado en Sidi-bel-Abbès, Argelia, como parte de la 26 Compañía de Instrucción. Sin embargo, el 13 de diciembre un telegrama de su padre le anunció que su intervención por medio de “canales diplomáticos” había logrado su licenciamiento. A manera de despedida, su padre le pedía que se hiciera fotografiar.
Todavía no había terminado el verano de 1914 y la guerra se había declarado y el primero de agosto Jünger se había presentado como voluntario en la oficina de reclutamiento.
Hacia finales de julio de 1918, luego de haber recibido heridas sucesivas y sucesivas condecoraciones, incluida la Cruz de Hierro, que se le desprendió del pecho en su último asalto, por lo que se dedicó a buscarla, aunque tiradores ocultos los “tornaban blanco de sus fusiles”, con su ordenanza Schrader, que la sacó de una mata de hierba, Jünger comprendió que se “sentía invadido por un estado de ánimo que hasta entonces me había sido ajeno. En mi interior se anunciaba una transformación profunda, consecuencia de la duración insospechada de una vida vivida con toda tensión al borde del abismo. Las estaciones del año se sucedían unas a otras, llegaba el invierno y más tarde venía otra vez el verano, y yo permanecía siempre sumido en la lucha. Me había cansado ya y estaba habituado al rostro de la guerra; pero este mismo hábito hacía que viese los acontecimientos a una luz mortecina y distinta. La violencia ya no me deslumbraba tanto como antes. También notaba que el espíritu con que había partido hacia el frente se había agotado y ya no bastaba. La guerra planteaba uno de los enigmas más profundos. Fue aquella una época extraña”.
En 1914-1918. Historia de la Primera Guerra Mundial, David Stevenson refiere que en noviembre de 1914, el canciller alemán Theobald von Bethmann Hollweg y el general Erich von Falkenhayn, ministro de la Guerra, reconocían que no habría una victoria rápida. “Falkenhayn consideraba que la única posibilidad de alcanzar una paz ‘aceptable’ era ofrecer unos términos generosos a Petrogrado, con la esperanza de que primero se aviniera Rusia y luego Francia, dejando completamente aislada a Gran Bretaña, la gran enemiga de Alemania”. En noviembre de 1918, el Imperio otomano había firmado un acuerdo de paz con los aliados que auguraba la desintegración del imperio, y Carlos I había comprendido que no podía mantener la unidad del Imperio austrohúngaro y había roto su alianza con Alemania, donde se suscitó una revolución cuando los marineros se negaron en Kiel a embarcarse en una misión suicida.
Fue “a las once de la mañana del 11 de noviembre”, escribió Stevenson, “cuando los cañones del Frente Occidental –que siguieron abriendo fuego hasta el final– por fin se silenciaron. Fue un momento excepcional, aunque celebrado con menos entusiasmo por los soldados aliados sobre el terreno que por las multitudes enfebrecidas de París o de Londres”.
En octubre, entre Berlín y Washington se había suscitado un intercambio de mensajes que derivaron en el armisticio de paz. “Más de medio millón de soldados perdieron la vida o resultaron heridos durante las semanas de conversaciones sobre el armisticio”, recuerda Stevenson. “La mayoría de ellos, incluido el poeta inglés Wilfred Owen, cayeron en el Frente Occidental”.
Letras de acero
En una de sus crónicas berlinesas, publicada en Neue Berliner Zeitung el 9 de enero de 1923, Joseph Roth recrea la historia de Richard el Rojo, que “parece un rey destronado”. Se trataba del vendedor jorobado de periódicos del Café des Westens, donde “por la tarde, cuando había tranquilidad, Richard escribía sus memorias. Esas memorias jamás se terminaron. Parece que Richard, que siempre tuvo buen gusto, dio por definitivamente inútil escribir memorias, después de que tantos incompetentes se hayan ejercitado en la materia: no estaba sediento de la gloria de ser nombrado junto a Ludendorff y Guillermo.
“No obstante, Richard tenía algo en común con todos los autores de memorias de la posguerra: durante la guerra, tampoco estuvo jamás en las trincheras. Se desechaba a los tísicos –los jorobados no se incluían en ellos–. Pero cuando se le preguntaba a Richard, con extrañeza fingida, por qué no había sido reclutado, se inclinaba sobre la mesa del inquisidor y le susurraba un secreto al oído: ‘¿Sabe usted? No lo haga correr, pero lo cierto es que tengo pies planos…’”
Sin embargo, algunos libros de memorias como Adiós a todo eso de Robert Graves, como Memorias de un oficial de infantería de Siegfried Sassoon, como las sucesivas versiones de Tempestades de acero de Ernst Jünger, han perdurado como más que un testimonio o un alegato. No pocas veces, esos libros postreros procedían de notas y diarios íntimos que no fueron los únicos géneros que se ensayaron en las trincheras. Keith Robbins ha calculado que en agosto de 1914 se escribieron en inglés medio millón de poemas; 50 mil cada día.
Los poemas de esos años belicosos pueden importar la conjunción de visiones íntimas y de una literatura compulsiva y con demasiado frecuencia desafortunada. Quizá por eso W. B. Yeats prescindió de ellos en The Oxford Book of Modern Verse 1892-1935. Sin embargo, no pocos poetas se convirtieron en soldados en ese tiempo y algunos como Isaac Rosenberg, como Giuseppe Ungaretti, como Guillaume Apollinaire, escribieron poemas que recrean la guerra cotidiana con la precisión conmovedora que puede deparar un verso.
Uno de los poemas más celebrados, sostiene Robert Giddings en The War Poets, se publicó el 21 de septiembre de 1914 en The Times: “Para los caídos” de Laurence Binyon, que conjeturaba: “fueron a la batalla con canciones, eran jóvenes” y parecía profetizar:
Ya no se confunden riendo otra vez con sus camaradas;
Ya no se sientan en casa a la mesa familiar;
No tienen mucho en nuestra labor a la luz del día;
Duermen más allá de la espuma de Inglaterra.
Incitado, como muchos, por un patriotismo que indujo asimismo a Henry Newbolt, Walter de la Mare, John Freeman a ensayar ciertos poemas no siempre exaltados, Rupert Brooke, que había concebido el soneto “Si debo morir, sólo piensa eso de mí”, experimentó una de las formas de la felicidad cuando supo que había sido elegido para dirigirse con las fuerzas de la Armada destinadas a los Dardanelos. El 18 de marzo de 1915, refiere Giddings, el primer ataque anglofrancés fracasó. Brooke rechazó el ofrecimiento de sir Ian Hamilton para unirse a sus allegados. El 20 de abril parecía feliz, dispuesto a la batalla, pero poco después de cenar se fue a dormir sin evitar quejarse de dolores en la espalda y el cuello. Tenía un fuego en el labio. La tarde posterior tenía más de 39º C de temperatura. A la mañana siguiente, su estado había empeorado. Fue internado en el barco hospital francés Dugnay-Trouin, que también estaba en Esciros. “Murió el 23 de abril, el tradicional día de Shakespeare y el del santo patrono de Inglaterra: San Jorge. Esa misma tarde fue enterrado en un olivar remoto y bello. Cubrieron su tumba con grandes pedazos de mármol blanco que estaban dispersos en los alrededores y el intérprete griego inscribió:
Aquí yace un siervo de Dios, subteniente de la
Armada inglesa, que murió por la liberación de
Constantinopla de los turcos”.
El último poema que escribió a bordo del buque de guerra en el que se dirigía al Mar Egeo se conoce como “Fragmento”. Rememora una noche en cubierta y termina con un dístico:
Perecen las cosas y fantasmas extraños –prestos a morir
a otros fantasmas –este, o aquel, o yo.
En el verano de 1916, en la batalla del Somme, murieron los poetas Alan Seever, que había pasado su infancia en México, y W. N. Hodgson. En su diario, Ernst Jünger anotó que “esa comarca tenía hasta hace poco prados y bosques y campos de cereales. Nada de eso se ve, pero nada de nada. Literalmente ni una hierba, ni una diminuta hierbecilla. Cada milímetro de suelo, removido y removido, los árboles arrancados, hechos trizas y convertidos en madera podrida. Las casas derribadas a cañonazos, las piedras pulverizadas. Las vías del ferrocarril hechas una espiral, los montes aplanados, en resumen, todo ha quedado convertido en desierto.
“Y todo lleno de muertos a los que han dado la vuelta cien veces y han destrozado de nuevo”.
Jünger fue herido en esa batalla a la que también sobrevivieron Robert Musil y Wilfred Owen.
Nacido en Oswestry, Shropshire, Inglaterra en 1893, lector devoto de Keats y de Shelley, Owen estaba en Burdeos cuando se declaró la guerra, entre otras cosas, porque era un lugar benéfico para su inveterada debilidad pulmonar. Trabajaba como maestro de inglés en el instituto Berlitz y le desesperaba carecer del tiempo necesario para escribir. Fue en la guerra cuando escribió los poemas que lo marcaron.
“Uno de los soldados británicos que combatieron los últimos días de octubre fue el poeta Wilfred Owen”, ha escrito Martin Gilbert, “que atravesó con su batallón algunas aldeas francesas de las cuales los alemanes acababan de retirarse. Owen lamentaba que los dirigentes aliados hubieran rechazado los anteriores intentos de negociación de los alemanes. ‘Aquí los civiles son desdichados, están sucios y se arrastran, algunos nos tienen miedo a nosotros y no me extraña después del bombardeo que les lanzamos hace tres semanas’ –escribió a su colega Siegfried Sassoon el 29 de octubre”.
Gilbert refiere que el 3 de noviembre los italianos entraron en la ciudad de Trento. Uno de los trescientos soldados austríacos que cayeron prisioneros en Trentino fue Ludwig Wittgenstein. Un día después, el lunes 4 de noviembre, en el ataque británico al canal del Sambre, “los disparos de artillería pesada y las ametralladoras alemanas impidieron que los ingenieros montaran un puente transitorio sobre el canal. Casi todos los ingenieros resultaron heridos y el canal se quedó sin puente. Se vio al poeta Wilfred Owen alentando a sus hombres para que intentaran cruzar en balsas. Un oficial de su compañía recordaba haberle oído decir: ‘¡Bien hecho!’ y: ‘Lo están haciendo muy bien, muchachos’. Sin embargo, las balsas resultaron ineficaces, de modo que se montaron tablas y tablones. En el borde del agua, mientras ayudaba a sus hombres en la tarea, Owen fue alcanzado por una bala”.
En su tumba, en la aldea de Ors, se inscribieron algunos versos de uno de sus poemas:
¿La vida renovará
estos cuerpos?
De una verdad
anulará toda la muerte.
En agosto de 1946, Borges escribió en Los Anales de Buenos Aires: “Para los escritores de 1918, la guerra fue lo que Tiberio Claudio Nerón para su profesor de retórica: ‘lodo amasado con sangre’. Todos lo percibieron así, Unruh como Barbusse, Wilfred Owen como Sassoon, el solitario Klemm como el concurrido Remarque. (Paradójicamente uno de los primeros poetas que destacaron la monotonía, el tedio, la desesperación y las deshonras físicas de la guerra contemporánea fue Rudyard Kipling en sus Barrack-Room Ballads de 1903). Para Guillaume Apollinaire, subteniente de artillería, la guerra fue ante todo un bello espectáculo”.
Un frente secreto
En junio de 1919, en México, la editorial Cultura, que habían creado Agustín Loera y Chávez y Julio Torri para publicar una colección de cuadernos “de buenos autores antiguos y modernos”, imprimió una Antología de poetas muertos en la guerra (1914-1918) con versiones de Pedro Requena Legarreta y un ensayo y notas de Antonio Castro Leal, que incluía poemas de poetas franceses e ingleses como, entre otros, Rupert Brooke, Maurice Bouignol y Charles Hamilton Sorley.
Como lo investigó rigurosamente Friedrich Katz en archivos de Alemania, Austria, Cuba, Francia, Estados Unidos, Gran Bretaña, Japón, en México la guerra pareció adoptar una forma de intriga internacional en la que convergieron militares aviesos como Victoriano Huerta, revolucionarios como Pancho Villa y Venustiano Carranza, aventureros mexicanos y extranjeros, diplomáticos, empresarios y espías de diversas procedencias, lords y un telegrama acaso legendario. En La guerra secreta en México, un libro inquietantemente actual, Katz se pregunta si el ataque de Villa a la ciudad de Columbus fue resultado de una conjura del gobierno alemán. Una guerra entre los Estados Unidos y México hubiera distraído a Estados Unidos de la guerra entre los aliados y las potencias centrales en Europa, y le hubiera impedido venderles armas a los aliados, pues, como le escribió en mayo de 1915 el jefe de la propaganda alemana en los Estados Unidos, Bernhard Dernburg, al futuro jefe del Almirantazgo, almirante Henning von Holzendorf: “Todos los contratos de los productores de armas contienen una cláusula según la cual los mismos quedan nulificados en el momento en que los Estados Unidos sean arrastrados a un conflicto”. Dernburg aseguraba asimismo que “un embargo de todos los pertrechos destinados a los aliados, y dado que los aliados dependen de los Estados Unidos por lo que se refiere a municiones y material de guerra, un rápido triunfo de Alemania, así como una limitación a los créditos de los aliados y además un viraje en la política de los Estados Unidos, lo cual favorecería también a Alemania”.
Octavio Paz sostenía que Alfonso Reyes había vivido escondiéndose de su demonio. Vivía en Madrid cuando se declaró la guerra, pero recordaba que se hallaba en Burdeos en 1914 cuando el gobierno de París se trasladó a Burdeos. No sin ironía, en Calendario evocó al “aviador casi niño” Guynemer, “as entre los ases”, “héroe representativo de la Gran Guerra”, “el nombre mismo de Guynemer suena como a grito de guerra”. Recuerda su regreso de Verdún: “la tierra estaba llena de hoyos, suave y deleznable como la ceniza de mi cigarro. En Fleurus, los mismos vecinos –ya de vuelta– discutían si la iglesia había estado aquí o más allá”. Rememora un almuerzo en un café en ruinas y el Rancho de los prisioneros: “Cuando daban de comer a los prisioneros recién traídos, fatigados, torpes y hambrientos aquellos soldados de cuarenta años, ya sensibles a las incomodidades del cuerpo, ya conscientes de las limitaciones del alma, se quedaban apoyados en el fusil, mudos, sin cambiar entre sí un guiño ni una mirada. Se entregaban al espectáculo: pensaban, pensaban…
“Y veían comer, en silencio, al enemigo: fríos, absortos, como se mira comer a los animales del jardín zoológico: al mono y al elefante, al ciervo y al avestruz, al zorro, a la oca. Así, con una sensibilidad renovada, virgínea, miraban comer al Hombre –que nunca hasta entonces habían visto comer”.
Alfonso Reyes también estaba en Burdeos el 28 de junio de 1919, donde le fue dado presenciar “los regocijos de la paz. Este gran día me parece que, de no pasarlo en París, hay que pasarlo en Burdeos, segundo corazón de Francia.
“En las ventanas ondean los pabellones aliados. Anoche, a mi llegada, había en la ciudad un aire de fiesta. La gente se gastaba bromas por la calle. Frente a un café, una prestidigitadora improvisada hacía maravillas con la ‘moneda china’. ‘Juego limpio, señores: aparece y desaparece’. Hay en el aire ansias de cantar: entraban por la ventana abierta”.
Huellas pétreas
Después de la guerra, la propaganda persistió como alegato, exultación, denuncia, difamación en carteles, periódicos, emisiones radiofónicas, películas, museos, libros; uno de ellos, como lo ha advertido Nicolás Sánchez Durá, fue un volumen de fotografías: Guerra a la guerra de E. Friedrich que se publicaba en cuatro idiomas: invariablemente alemán, inglés y francés, y el cuarto podía ser holandés, ruso o chino. Abundaba en fotografías, a veces retocadas, de cadáveres y mutilados con pies de foto como la frase de Hindenburg: “La guerra es para mí como un baño de aguas termales”. A Friedrich, sostiene Sánchez Durá, no le interesan las experiencias de los hombres, de los veteranos, “de los afectados de multiples maneras en sus vidas por la guerra. Si le interesan los hombres es en abstracto, en tanto humanidad”.
Ernst Jünger lamentaba “esa especie de propaganda, tal y como apareció por primera vez con el estallido de la Guerra Mundial, cuyo distintivo es la pretensión de incitar a la conciencia humanitarista. Ésta que no conoce ninguna diferencia entre las naciones, ni ningún adversario, ni siquiera conoce propiamente la guerra”. Consideraba que resultaba “más significativo que el hecho de que todo avance técnico sea a la vez un avance bélico resulta la constatación que fue la ideología del progreso, esto es, el humanitarismo civilizatorio –el cual no tiene que ver ni lo más mínimo con la humanidad–, la que también les dio a los poderes combatientes el mejor motivo para una intensificación del enfrentamiento desconocida hasta entonces”.
En 1928, Jünger fue editor de un libro de fotografías que en algo parece propaganda: Luftfahrt ist not! (La aviación es necesaria) y en 1930 editó otro libro de fotografías riguroso, con textos de diversos autores: Das Anlitz des Weltkrieges. Fronterlebnisse deutscher Soldaten (El rostro de la Guerra Mundial. Experiencias en el frente de soldados alemanes), que en 1931 se conjuntó con otro volumen también editado por Jünger: Hier Spricht der Feind. Kriegserlebnisse unserer Gegner (Aquí habla el enemigo. Experiencias de guerra de nuestros adversarios), en los que sólo se propuso estructurar las fotografías como “documentos de especial precisión”. Considera que “en absoluto se debe esperar de la fotografía algo más de lo que puede dar. Una fina impronta de lo que acontece en el exterior, similar a las huellas en la roca que nos ha dejado la existencia de animales extraños”.
En la Primera Guerra Mundial, Jünger descubrió la primera de las figuras que describió en sus libros: el Soldado Desconocido. Sostenía que “en una época de ejércitos de masas que combaten con una técnica desarrollada con todos los medios a su alcance, es más difícil tener una relación auténtica e imparcial con el enemigo de lo que fue posible en las guerras de tiempos más antiguos”. En las batallas de esa Guerra Mundial “su héroe no sólo es el soldado desconocido, pues también se disputa contra un adversario desconocido e invisible cuyos proyectiles teledirigidos no llevan inscrita ninguna dirección estable”.
Algunos historiadores, como Margaret Macmillan, consideran que la Primera Guerra Mundial fue otro error político, como lo fue el tratado de paz firmado significativamente en Versalles, hay quien advirtió en ella el fin atroz de una época, hay quien cree que importa una profecía. Menos como un testimonio que como una creación, perdura en libros y cuadros muy distintos y en The War Requiem de Benjamin Britten, que no prescinde de poemas de Wilfred Owen y que fue compuesto para la reconsagración de la catedral de Coventry, que había sido destruída en la Segunda Guerra Mundial.
Cuando regresó a Verdún en 1979, invitado por el maire para el acto del LXIII aniversario de la batalla, en la que no intervino, Ernst Jünger recordó que había estado allí por primera vez para alistarse en la Legión Extranjera, por lo que también vistió el uniforme francés, y advirtió que “casi diariamente oímos hablar de un avance en la reducción a cifras, en su numerización –nos enteramos de un nuevo movimiento realizado en el marco del ataque que amenaza con darnos jaque mate a todos. Lo que aquí está en cuestión es el reino de los juegos, la libertad espiritual, ante todo la del artista, y su fuerza creadora”.
ILUSTRACIÓN: Rosario Lucas
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