Llegó la Navidad al caribe colombiano
POR MARISOL RODRÍGUEZ
“Aquí hospedóse Simón Bolívar en 1827 y 1830”, reza una inscripción en el exterior del Colegio Nacional Pinillos de Mompox, ciudad valerosa, primera de Nueva Granada en declarar su independencia total de la corona española en 1810 cuando era la ciudad portuaria más importante de la región caribeña colombiana. Ninguna de las ocho ocasiones en que Bolívar se hospedó en Mompox fue Navidad.
Es el final de un noviembre típicamente caluroso cuando recorro la calle principal del pueblo que me recuerda en su arquitectura al Paseo Montejo de Mérida, en México. Las casonas meridianas, producto de la riqueza latifundista que perduró hasta entrado el siglo XX, se han transformado poco a poco en modernas mansiones ocupadas principalmente por artistas y extranjeros –o artistas extranjeros– mientras que en Mompox la riqueza de otrora se ha coloreado con las cicatrices que deja en los muros el tiempo y la humedad del Río Magdalena, legendario tanto por su belleza como por su decadencia.
Desde el vaivén de sus sillas mecedoras, los momposinos contemplan el contínuum sin accidentes tan propio del trópico insular: una mañana calurosa, una tarde calurosa, una noche calurosa. Una llovizna. Un aguacero. Y de vuelta al calor. Tal vez la única variación en el paisaje se dé precisamente en estas fechas en que los locales se recrean a fuerza de termoplásticos la ilusión que la naturaleza les negó: la de una blanca Navidad.
“Hoy hace fresco”, me dice un momposino al reconocer los casi 30 grados con que nos abraza el sol de medio día; pero no lo dice con alivio, sino con alarma, porque para él, casi hace frío. El casi frío y, sobretodo, la llegada inminente de la segunda quincena de noviembre, indican que es tiempo de desempolvar los adornos del año pasado y actualizar el arsenal en comercios como La Principal, un almacén donde Yeyson le ofrece a sus clientes el último grito de la moda en China: el árbol de Navidad rosa y morado con foquitos LED en las puntas de las ramas plásticas.
Más allá del centro histórico de Mompox, donde no llega la traza del mapa turístico ni el pavimento, me encuentro con la familia Villanueva Navarro inmortalizada en hierro, él con sombrero de copa, ella con vestido ampón y ambos montados en un coche jalado por caballos. Hace tanto que se fueron a Medellín que lo único que queda de su altura social es la plaquita que marca la puerta en la propiedad que ahora rentan. Adentro, Maryury ha vestido su hogar con tres cromos de papel en los que se ve a un sonriente hombre de nieve en distintas etapas de una alegría desbordada. Un árbol navideño verde con foquitos está encendido bien cerca de la puerta, para que los vecinos y los curiosos podamos espiar a gusto. Si no fuera por los adornos, la estancia de Maryury estaría casi vacía, con un sillón y un par de sillas de plástico en el piso de concreto pulido sobre el que gatea su bebé.
La arena que recubre el camino de la albarrada se vuelve más espesa mientras avanzo hacia el noroeste de la ciudad. El sonido de las pisadas sobre la tierra apisonada se sustituye por el de las chanclas arrastradas por el camino polvoriento; el tamaño y los adornos de las casas se reducen y los árboles que franquean ambos lados de la calle ciernen sus sombras sobre las moradas más humildes. La Navidad ya es asunto colectivo a la altura de “el parque”, obra inacabada “del alcalde Víctor Serrano Rubio” de la que queda solo un tramo de barda y una plataforma de concreto que algún día sostuvo “un quiosco muy bonito”. En el muro, un estrambótico Santa Clós pintado a línea alza el puño derecho más en actitud combativa que en gesto amigable. Detrás, el Feliz Navidad escrito con pintura de recubrimiento café está firmado al estilo rupestre con palmas de manos, de muy chicas a grandes.
Lo más cercano que tiene el Caribe a la nieve polar que se invoca en las populares estampas navideñas son los costales de cal desinfectante con que se cubren las fachadas de Mompox, lo que no impide que el colombiano sueñe. En Cartagena, ciudad que visito antes de partir hacia el Magdalena, alcanzo a ver sobre el tapete plástico de un vendedor ambulante que ofrece a los turistas pulseritas y morrales, una esfera de nieve, o ese traste tan característicamente gringo que en español nos hemos habituado a llamar “un snowball”. Un snowball de Cartagena. La fantasía nacional hecha suvenir.
La Navidad es un asunto sensible de la política colombiana. En el 2012 el iluso alcalde de Cali quiso ahorrar recursos energéticos y presupuestales presentando una versión austera del alumbrado navideño. Con los 30 mil millones que vale su instalación se podrían haber construido 37 parques, argumentaba el infiel. No cayó bien su falta de espíritu festivo y tuvo que disculparse al año siguiente: “Yo pensaba que el alumbrado en la ciudad todavía era como cuando yo era pequeño, que cada quien alumbraba su casa y vivía la Navidad en familia”. Acompañaba el perdón con la instalación de experiencias de realidad aumentada navideña, de un inmenso pesebre y de “unas estrellas… y árboles gigantescos de los deseos”.
De vuelta en Mompox, los habitantes no esperan que los políticos actúen cuando se avecina diciembre. Doña Cata tuvo visión de largo plazo cuando hace cuatro años mandó pintar los tres tramos de muro exterior de su casa con un Santa Clós, un hombre de nieve y un bastón rojo y blanco con hojitas de pino en la base. Ahí se han quedado las ilustraciones, felicitando al peatón todo el año mientras se desvanecen bajo el sol recalcitrante.
Del otro lado de la ciudad, en el barrio de La Cruz, frente al “parque bonito”, Ruth está terminando de instalar los adornos en su casa de dos pisos. Apenas es 21 de noviembre pero ya cuelga de su balcón un maniquí regordete que, más parecido al Ladrón pintado por Botero que al Papá Noel, se aferra a una escalerita de luces con un saco a cuestas. Su ropa no es roja sino azul. “Es que me gusta cambiarle el trajecito cada año”, dice la maestra de educación básica que pagó 400 mil pesos colombianos (unos 130 dólares) hace dos años por el muñeco, el más antiguo del repertorio que actualiza cada año. “Lo del año pasado lo regalo”, me cuenta orgullosa mientras me hace pasar a su casa de pisos de azulejo decorado. Una guirnalda de brillante tela morada entretejida con foquitos multicolor ribetea el techo “y combina con el azul del Santa”. Sí combina.
No se notan tanto las natividades en las estancias momposinas, acaso porque la imagen de Jesús en el humilde y desértico pesebre no genera tanta expectativa como la visión de una tormenta de nieve en un poblado húmedo donde las temperaturas a la sombra pueden alcanzar con frecuencia los 36 grados. Pero ni la imaginación provincial americanizada ni los ritos católicos de antaño pueden competir con una de las mayores tradiciones de Colombia: los apagones de electricidad.
Llevamos más de diez horas sin luz para cuando el campanario anuncia las seis de la tarde. Los gatos y los humanos que han pasado el ardiente domingo inmóviles, contemplando con ojos entrecerrados la quietud del pueblo, se sacuden al fin y salen a orearse pasado el ocaso. La plaza frente a la Iglesia de la Concepción se va llenando de vida conforme se vacía de luz y ya en total oscuridad solo la colorean las ráfagas que emiten las llantas en los juguetes de los niños, unas velitas en las mesas de un restaurante, y una lámpara de neón que sombrea dramáticamente las caras de los parroquianos en un bar.
La luna brilla lo suficiente para que se distinga a lo lejos la otra orilla del Río Magdalena y una infinidad de siluetas feroces que me hacen pensar en algo que leí, una visión que antes imaginé y que envuelve mis sentidos en el temor reverencial que provoca ser un citadino en lo que percibe como la real naturaleza salvaje.
La anónima secularidad de la noche está por salirse con la suya en toda la región cuando en la hora 16 del apagón se alza sobre Magangué un cálido resplandor. En el poblado ubicado a 40 minutos en lancha desde Mompox, una turba enfurecida, posiblemente en pleno síndrome de abstinencia navideña, le ha prendido fuego a las oficinas de Electrocaribe, la compañía de luz.
Mientras Magangué arde, avanzo por los Portales de la Marquesa, primero en silencio y luego entre las ráfagas de polvo y ruido que levantan las motocicletas en su camino hacia los parques de arena de la Carrera 1. Los momposinos se las han arreglado de algún modo para tener energía y no la malgastan en foquitos y Papás Noel sino en alimentar distintos sets de amplificadores que le vomitan a la oscuridad salvaje todas las cumbias y los vallenatos del mundo en un coro distorsionado bien colombiano, bien caribeño, bien caliente.
Simón Bolívar visitó ocho veces Mompox; ninguna fue Navidad. De la que se perdió.
*FOTO: La iluminación es una de las formas con que los colombianos expresan su fervor por las fiestas decembrinas. En la imagen, el decorado de la Iglesia de la Virgen de Guadalupe en el cerro de Monserrate, en Bogotá/AFP.
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