Llegó Quintana Reyes

Jun 13 • destacamos, Ficciones, principales • 4131 Views • No hay comentarios en Llegó Quintana Reyes

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Un ajuste de cuentas puede tardar años en concretarse, justo porque hay personas más calculadoras que otras. Aun así, la premeditación no es garantía de que la empresa vengadora satisfaga al agraviado

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POR ANTONIO MORENO

 

Para mis tíos Carlos Moreno y Hugo Corzo.
El primero me contó esta historia.
El segundo me la desmintió.

 

Fui de los pocos que lo vio en vida ese día. Entre tanto, con su llegada, otro viento, invisible y fatídico, volvió a rozarme la cara. Contar esto equivale a juntar trozos rotos. Tenía menos de veinte años cuando mi abuelo me narró sus peripecias; a su retorno al pueblo, ya alcanzaba yo los cuarenta años, tenía una hija casadera y me había convertido en un viudo prematuro. He sido herrero desde que tengo uso de razón. Estaba en la forja cuando vi llegar a Quintana Reyes. Me desentendí un poco para evitar cualquier efecto eléctrico. Se apeó de una bella bestia, un tordillo ceniciento, tirando a mosqueado, con una lentitud deliberada. La apersogó del palenque y caminó hacia mí, con el sonido dominante de las espuelas de por medio. Pensó mucho para elegir las palabras. Me dijo, y de inmediato, no sé por qué, pensé en las bolsas de carbón repletas y apretadas que apilo al lado de la fragua, que si podía darle agua a su caballo, un poco de pastura y que le cambiara las herraduras. Como que le costaba hablar. Como que tenía años de no usar las palabras. Las mías salieron con la misma obsequiosa complacencia con la que acostumbro saludar a mis clientes. Me pagó por adelantado diez veces más de lo que solía cobrar. Me advirtió que llegaría en tres horas. —¿Con quién tengo el gusto, patrón?, dije a media voz, para aclarar mi figuración. —Me llamo Quintana Reyes. A sus órdenes, dijo y se marchó de mi negocio. Alcancé a verle las cachas de sus revólveres, como de hueso de venado.

 

Eran casi las 4 de la tarde de un domingo que, contrario a la costumbre, había perdido su sorda e inalterable armonía. La llegada del jinete me dejó completamente perplejo. Luego de salir al patio a orinar, de madrugada, ese primer soplo de aire que me golpeó la mejilla, demasiado frío, venido de la montaña, pareció indicarme el ímpetu acumulado de un derrumbe, de una catástrofe que está a punto de ocurrir. Fue como una premonición. Era el día para comer tarde, de prolongar las pausas muertas, menos yo, que nunca he dejado de trabajar. Las pocas calles del pueblo quedaban vacías, como los pasillos de un monasterio. En tanto yo desensillaba su caballo, me percaté que se había echado a andar hacia la casa del maestro Canchola, a quien llamábamos de cariño don Paco, porque nos enseñó a leer y a escribir, como a casi todos los del pueblo. La bestia se amusgó cuando le hice flexionar una de sus patas. Me monté a pelo para dar un paseo, a ver si así se tranquilizaba. Surtió efecto. Poco a poco empezó a bajar las orejas. Era un animal espléndido. Quintana Reyes volvió por su caballo a la hora indicada. Como yo terminaba de trabajar hasta entrada la noche, había encendido la bombilla de la calle. Entró a la herrería y se quedó parado. Sacó un cigarrillo, lo encendió y barrió el lugar con la mirada. La luz de la bombilla proyectó una sombra alargada de sí mismo, que llegó hasta mis pies. Se acercó a la bestia, escudriñándola al modo de los gitanos comerciantes; posteriormente, con la mano extendida recorrió su largo cuello en señal de caricia y dirigiéndose a mí, me dijo: —No está mal.

 

Mi abuelo era primo hermano de don Carlos, quien resultaba tío mío, un hombre respetable, sereno y también, como Quintana, de muy pocas palabras—mucha gente del campo es así; cuando habla, sus palabras hacen eco, no desagradan porque se escuchan, allá, de vez en cuando, y suenan de la misma manera después de que alguien tira adrede una piedra en una noria. Mi abuelo era dicharachero y contaba las cosas de un modo tal que siempre te hacía pensar, por su tono contenido, en hechos espantosos. Me dijo que Quintana, después de haber mantenido distancia durante años, había visitado el pueblo para matar a don Carlos y que él no tenía idea de lo que estaban preparando a espaldas suyas la propia esposa junto con su amante. Nadie dudó del maestro que impartía las lecciones privadas en el rancho, a tres kilómetros de aquí. En lugar de que los niños se desplazaran hasta el pueblo, don Carlos convino con don Paco que las clases las daría éste en el rancho. Por eso don Carlos mandó a construir en semanas un salón amplio, aireado y con todo lo necesario para que sus seis hijos y los hijos de sus trabajadores tomaran allí las clases, a cambio de un pago que él se encargaría de cubrir mensualmente. Además, doña Julia, la esposa de don Carlos, la mujer más hermosa que hayamos visto en mucho tiempo, se encargaría de darle la cena.

 

Quintana era más conocido como amansador de caballos y mi abuelo le hacía las monturas y los botines charros, de gamuza. No fueron amigos, aunque de su parte, me consta, mi abuelo siempre manifestó admiración por sus habilidades. Se desconocían muchas cosas de él. Mi abuelo comentaba que tenía un pequeño rancho aledaño al de Jaime Natarén, dedicado a la vaquería y, al igual que Quintana, conservaba un carácter amenazador; después de la emboscada en El paso de las cotorras, supimos que se había dedicado a cumplir encargos que poca gente podía pagar, y recibir por cada trabajo una buena tajada que compartían ambos. De no haber sido por la muerte de Natarén, torturado y después acribillado a mansalva, nadie se habría enterado de dos rumores que pasaron de boca en boca: de que eran medios hermanos y que era él quien se encargaba de negociar los trabajos y recibir las instrucciones, que luego transmitía a Quintana, y éste, las ejecutaba, como todos sabemos, sin margen de error. En una de las alforjas traía un anticipo y una carta para Quintana. El comisario ejidal se encargó de trasladar el cadáver de Jaime Natarén al pueblo. Como nadie lo reclamó, fue velado en la casa del pueblo. Yo estuve allí y lo vi tendido sobre una mesa grande, rodeada de veladoras que puso un grupo de rezanderas. Tenía la frente amplia y había marcas en ella parecidas a la viruela. Me sorprendió que un paliacate rojo le cubriera la boca. Mi abuelo me explicó que sus asesinos se la habían destrozado al tratar de meterle sus propios testículos.

 

Pasaron años para que Quintana Reyes se dejara ver nuevamente. Ante su ausencia, los rumores volvieron a levantar polvo. Se decía que había huido pasando las montañas, que un gringo lo había contratado como vaquero y se lo había llevado con todo y chivas, o que doña Amelia, la bruja de la Ermita, lo había envenenado por encargo de los dueños de El Carmen. Pero mi abuelo siempre sostuvo lo contrario: Quintana jamás se mudó del rancho. El caso es que nunca pisó el pueblo durante mucho tiempo, por eso imaginamos toda clase de posibilidades. Las lavanderas y las molineras juraban haberlo visto montado en un alazán cruzando el río Pando y que antes de huir a tropel, piafaba la bestia, sacaba la fusca y echaba bala. Más sensato parecía lo que ocurría cada fin semana en la única cantina del pueblo, los borrachos le compusieron un corrido en su honor, que, curiosamente, no tenía una letra fija, cada que vez que lo cantaban, añadían nuevos sucesos. La última versión era siempre mejor que la anterior.

 

Empezó como un rumor. Cuando mi abuelo me dijo que Quintana Reyes participaría en el marcaje de los terneros en Palmira, un rancho aledaño al pueblo, y después que sería el jinete del Bandido en las carreras parejeras de las fiestas patronales, todo se diluyó por completo, como si nada hubiese ocurrido años atrás. El overo que montaba Quintana era una animal tan chulo que no habíamos visto algo igual, parecía sacado de la imaginación de los artesanos de la montaña. Nadie se acordó de la muerte de Jaime Natarén ni de las sospechas hacia Quintana, con todas esas historias que lo terciaban en crímenes. Tan curiosa como era la Lucinda, que en paz descanse, me convenció, para nuestra mala suerte, de que la llevara a la carrera de caballos. Cometí un gran error que siempre me reprocho todos los días. Seguramente, seguiría viva. Durante el trayecto, sobre una pequeña carreta cubierta con un toldo y tirada por bueyes, la Lucinda me dijo que por el ajetreo había empezado a sentirse mal, un poco de basca y dolor de cabeza; y yo le dije que mejor nos regresáramos a la casa, pero ella insistió en que quería ver correr al Bandido. Me dio las gracias viéndose y frotándose la barriga de siete meses de embarazo. Hacía mucho calor y el sol que caía como una estaca, pese al toldo, nos partía el lomo. Quién iba a decir que a mitad de la carrera que ella quería ver, la Lucinda se tambaleó antes de desplomarse sin que yo pudiera hacer algo. Traté de reanimarla echándole aire con el sombrero, diciéndole palabras de cariño. Cuando noté que ya no reaccionaba, que esa mirada suya de brillo suave se volvía ciega y sin imaginación, comencé a gritar de desesperación. De no haber sido por Quintana Reyes, mi hija habría muerto junto con su madre. Siempre le pedía a mi abuelo que me contara esa parte porque de ese suceso, sin su relato, no recordaría nada de nada. Una vez que Quintana cruzó la meta se acercó adonde estábamos nosotros, decía mi abuelo que mis gritos le llegaba al resto de la gente como llegan las voces a través de una tormenta o los de alguien que se sabe atrapado en una cueva y teme lo peor. Al caballo y su jinete les salieron alas. Quintana Reyes se enfiló a todo galope hacia la casa del médico de la clínica del pueblo para sacarlo de su comodidad, montarlo en ancas y traerlo a la carreta donde la Lucinda se moría poco a poco, tensaba los músculos y su lindo rostro se contraía, haciéndosele más largo y adquiriendo por instantes un tono cetrino.

 

La Nicolasita se salvó gracias a Quintana y a la velocidad del Bandido, de eso nunca he tenido la menor duda. Me pesa no haberme atrevido a darle las gracias cuando se me presentó la oportunidad, como la de esa tarde y tampoco pude devolverle el dinero al momento de regresar por su caballo. Salí a la calle para contemplar al jinete que se marchaba, en medio del agónico resplandor pardo de la tarde, hacia el rancho de don Carlos.

 

Contaba mi abuelo que Quintana Reyes llegó de noche al rancho de don Carlos, donde éste había pasado todo el día en la faena con sus trabajadores. Había una casa grande con amplios corredores, jardines y árboles frutales. Desde la entrada al rancho hacia la casa, a esas horas, el visitante podía observar, siguiendo un sendero empedrado, las luces de los quinqués y las lámparas de gas como si fuesen estrellas huidizas que titilaban hacia arriba, en un cielo cada vez más oscuro. Aunque la luz eléctrica había llegado al pueblo desde hacía varios años pero don Carlos uno de los gestores para que conociéramos la modernidad, se opuso a instalarla en su propiedad. El ruido de los cascos del animal alertó a los perros y a los trabajadores; especialmente, al caporal, cuya casa estaba justo al principio del sendero.

 

Salió a recibir al jinete con un Winchester en una mano y en la otra una linterna; no eran horas de visita, a menos que estuviera perdido. Pero un hombre de campo difícilmente se extravía en el campo. De las pequeñas casas se asomaron los trabajadores entre intrigados y alertas. Mi abuelo lo contaba como si él hubiese estado allí. El mismo don Carlos se asomó por la puerta principal de la casa grande, en mangas de camisa aún, interrumpiendo la cena. Le ordenó al caporal que se hiciera cargo de la bestia y preparara en el tejabán contiguo al granero un colchón hecho de paja para que el jinete pasara la noche después de cenar algo caliente. Esperó a que se apeara y se acercara hacia él para decirle en el mismo tono con el que había dado la orden, mientras se escuchó el chasquido del caporal arreando al caballo: —¿Qué te trae por acá, muchacho?—. Las personas de pocas palabras siempre hablan en el mismo tono, de lo contrario sería difícil conocer el bruñido de las palabras. Quintana Reyes respondió con una sonrisa vacilante y la humanidad de don Carlos, su alta estatura, la mirada como si nunca hubiese parpadeado y la voz severa, terminaron por aturdirlo. No se asustó, lo sabía porque no sintió el vuelco en el estómago antes de que pasara lo que tuviera que pasar, pero asumió, y lo aceptó con calma, que no volvería a contemplar los amaneceres de la montaña que tanto le gustaban.

 

El cadáver de Quintana Reyes cruzó la calle principal al día siguiente, antes del mediodía, en el lomo de su propio caballo. La gente empezó a salir de sus casas, asombrada. Algunos hombres, picados por la imprudencia, se acercaron para identificarlo. Como si el caballo conociera de memoria el camino, se detuvo frente a la casa del pueblo. Enterado de antemano, el comisario Morales y dos guardias con sus pesadas carabinas 30-30 de la época de la revolución, esperaban los restos mortales de Quintana Reyes. Me hice cargo de los gastos del funeral. Compré el ataúd, muchas flores y le di suficiente dinero a tía Bere, la rezandera, para que se encargara de todo lo que fuera necesario. Se sirvió abundante aguardiente y café para aquellos pocos hombres que me acompañaron en la velación, que duró un día y una noche. Después del entierro me fui directo a la cantina. Les dije a todos los que estaban allí, que no eran muchos, los mismos acólitos de siempre, que me pasaran la guitarra porque cantaría, y ellos conmigo, el corrido que había escrito en los últimos días:

 

El corrido de Quintana Reyes

 
 

Con la guitarra en la mano

Vengo a cantarles, señores

Lo que ocurrió en la montaña

Por el amor de una ingrata

 

Corría el 2 de diciembre

Con un par de pistolas

Montado en brioso caballo

Llegó Quintana Reyes

 

Para matar a don Carlos

En villana traición

Para matar a don Carlos

El gran benefactor

 

Pero Quintana Reyes

Era hombre de valor

Fuerte lo digo, señores

Para que nadie lo calle

 

Llegó Quintana Reyes

Montado en brioso caballo

Para matar a don Carlos

El gran benefactor

 

Chasqueó el rebenque

Alboroto tan infame

Don Carlos lo desarmó

Ya no había salvación

 

Antes de morir,

Quintana Reyes confesó

Que hubiera querido

Matarlo a buena ley

 

Dicen las malas lenguas

Que la mujer de don Carlos

Con el maestro don Paco

Lo mandaron a matar

 

Me despido, señores

Con la guitarra en la mano,

Que aunque asesino,

Quintana era hombre de valor.

 
FOTO: Especial

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