Los alimentos de la mente
La lectura y la escritura han sido actividades que han supuesto diversas metáforas; la primera, por la maestría que implica su creación; la segunda, porque conlleva una necesaria descifración
POR BENJAMÍN BARAJAS
La escritura y la lectura se han traducido, a lo largo del tiempo, con diversas metáforas que parecieran diversificar su sentido y utilidad social. Escribir es una operación de alta costura, pues implica hilvanar, tejer, bordar y zurcir textos; y leer presupone, en principio, descifrar, encontrar las claves, los códigos secretos para traspasar la muralla de los signos y descubrir los significados ocultos.
Pero leer es también una forma de nutrir el espíritu o alimentar la mente, como lo expone el escritor inglés John Ruskin, para quien la lectura excede la percepción de los signos verbales e incluye toda aquella simbología que constituye el arte y, en términos contemporáneos, diríamos que este autor victoriano se anticipa a una lectura semiótica, que combina lo visual con los demás sentidos corporales, al menos esta sensación nos produce su obra Sésamo y lirios, vertida al español por Javier Alcoriza.
Sésamo y lirios recoge tres conferencias, en las cuales Ruskin diserta sobre la educación, la lectura, los libros y la apreciación de las obras artísticas. La primera de ellas recibe el subtítulo “De los tesoros de los reyes”, cuya metáfora dispone la consabida oposición entre los bienes materiales y los del espíritu. Los reyes acumulan riquezas, pero los nobles de corazón y entendimiento coleccionan libros, o sea, las palabras de la sabiduría antigua.
Ruskin celebra las bondades de las obras escritas, ya sean clásicas griegas y latinas o de tradición judeocristiana; en su elogio recordamos a Ricardo de Bury, su lejano compatriota del siglo XIV, quien compuso el Filobiblón, o sea, una elaborada declaración de amor por los libros. Para Ruskin, los libros de “la hora”, hoy diríamos los bestsellers, nos pueden entretener, pero sólo los grandes libros están destinados a permanecer, y será tarea de los buenos lectores reconocerlos y leerlos.
La segunda conferencia, “De los jardines de las reinas”, es de un tono conservar, muy ajeno al contexto en que vivimos; en ella Ruskin festeja la educación diferenciada entre hombres y mujeres, pues al varón corresponde la conquista del mundo y a la mujer el gobierno del hogar. Por ello, las muchachas deben leer libros que no inciten a la locura, al ocio o quizá a la vanagloria. Esta parte, con pesar, nos recuerda La perfecta casada de fray Luis de León, donde se caracteriza a la mujer hacendosa con un libro de oración en mano.
Pero la fortuna de Ruskin debe asociarse a Marcel Proust, su lector más devoto, quien lo tradujo con decoro al francés, asimiló y aplicó sus doctrinas sobre el arte a sus novelas inmortales. Se cumplió, en este caso, la célebre idea borgiana de que el pasado es inestable, y los escritores de antaño cobran notoriedad en las revisiones presentes; sólo así podemos leer a los precursores de Kafka, gracias a las huellas que se vislumbran en las obras del autor checo.
FOTO: El escritor John Ruskin/ Especial
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