Los altos hornos del romanticismo en William Ospina
POR CLAUDIA POSADAS
Si bien la pregunta sobre la razón y la naturaleza como fuerzas en tensión para explicarse al mundo es una constante en la obra poética, ensayística y narrativa del colombiano William Ospina (Padua, Colombia, 1954), el equilibrio entre ambas categorías, pero sobre todo el privilegio de lo sensitivo, del silencio ante el misterio de las potencias naturales es la visión que permea su obra. Baste para demostrarlo su trilogía en torno a la conquista del Amazonas conformada por las novelas Ursúa (2005, Alfaguara), El país de la canela (Norma, 2008, Premio Rómulo Gallegos 2009) y La serpiente sin ojos (2012, Grijalbo Mondadori), donde el conflicto de hondura que enerva los hechos es la profanación de un mundo primordial, en sincronía con las fuerzas del universo, por parte de un orden de suma violencia, de absoluta desigualdad e intemperie que condenaba a los seres a la peste y bajeza y donde la naturaleza es el protagonista silente, invisible, aunque poderoso, ante el cual ni el más agraciado de los varones de conquista, Pedro de Ursúa, sale triunfante pues es destruido al seguir los espejismos de una barca dorada surcando la serpiente sin ojos, como los indígenas llamaban al río Amazonas.
Esta sensibilidad proviene de atender un llamado del que surge la poesía más auténtica y definitoria del autor conformado por “las voces del viento”, misma que se vierte en esplendor en su poemario El país del viento (1992), y alcanza su desarrollo en los poemas de Con quién habla Virginia Woolf caminando hacia el agua (1995). Se trata de voces invisibles que tienen su referente real, o son historias o paisajes naturales y anímicos colaterales o inexistentes de la Historia, de los sueños: el Coloso de Rodas, Parténope, los primeros hombres en el Continente Americano, las deidades primordiales, Einstein, Woolf, Lucila Godoy, Lope de Aguirre, Juan de Castellanos…
Así, en apariencia, la reciente novela El año del verano que nunca llegó (Grijalbo Mondadori, 2015) estaría alejada de estas visiones y sin embargo es una Piedra Rosetta para descifrar las fuerzas que signan la literatura de Ospina.
La obra se ubica en 1816 en el marco de ciertos acontecimientos atmosféricos que provocaron un invierno volcánico en el hemisferio norte y que ocasionaron desastres y fenómenos anómalos, por ejemplo y particularmente, tres días de penumbra que privaron en los Alpes suizos. La trama se sitúa en esa región y en esos días, en una casa cerca de Ginebra a orillas del lago Lemán, donde un grupo de huéspedes, azoradas las almas por la noche interminable y el frío, vertieron para Occidente sus pesadillas de inmortalidad más profundas.
La anécdota no rebasaría el ámbito de lo excéntrico si no fuera porque el anfitrión era Lord Byron, la casa se llamaba Villa Diodati, los invitados eran Percy Bysshe Shelley, Mary Shelley y John William Polidori, entre otras figuras y allegados del romanticismo inglés, y las pesadillas que estos autores compartieron en esa noche liminar se materializaron en la figura de Frankestein y del vampiro.
Novela-ensayo-crónica, El año del verano… es una indagación sobre “los hornos” del romanticismo, fe del autor quien ya la había reivindicado desde los ensayos de Es tarde para el hombre (Norma, 1994) como un espíritu vital para entenderse con la existencia. Para Ospina, la razón no sería suficiente percepción para asumir el mundo ya que allí, donde se acaban sus vientos, “y nos deja la evidencia de que nunca sabremos plenamente el significado, el origen, la composición y los propósitos del universo, (…) allí comienza lo divino, y la función del arte es revelarlo”.
Y esto lo entendieron muy bien los románticos, justo a comienzos de la edad moderna, “cuando ya crecían los desiertos del utilitarismo y del sin sentido (…) para que algo sagrado y poderoso pudiera acudir en nuestra ayuda a la hora de los grandes eclipses”.
Este magma es lo que podemos encontrar en esta reciente novela de Ospina, vasto heredero de esta fe desde la cual ha procurado las voces del viento como forma de confrontar los eclipses de este inicio de siglo secular.
En esta novela participa la voz del ensayista, del viajero y del escritor en busca de sus pistas, a la par de las voces de los personajes. ¿Cómo es esta estructura?
Me interesa contrariar la rigidez de los géneros y quiero que esta novela por momentos tenga algo de ensayo, de crónica personal y libro de viajes. Entre otras cosas la obra narra el relato de una persecución que he realizado de unos acontecimientos hasta el punto en que al perseguir la historia a veces sentía que ésta era la que me perseguía. Se trata de unos fenómenos geológicos que ocurrieron en Suiza a comienzos del siglo XIX que tuvieron consecuencias notables en el mundo de la literatura y la imaginación humana.
¿Cómo es esta imbricación de hechos meteorológicos con cimas del arte y criaturas del inconsciente?
Los hechos tienen que ver con 1816, un año que no hubo verano en el hemisferio norte, ni en Nueva Inglaterra, Europa y China. Esa anomalía fue alarmante para los habitantes de aquella época porque no tenían una explicación de lo que estaba pasando; sólo un sabio norteamericano que en ese entonces ya había muerto, Benjamín Franklin, tuvo un atisbo de qué era lo que podía haber ocurrido porque lo dejó escrito en sus diarios y que fue el asociar esos fenómenos con la actividad volcánica. Justo eso era lo que había ocurrido: una serie de erupciones volcánicas en la isla de Sumbawa (Indonesia) fue coronada por la erupción del monte Tambora. Ésta fue de tal magnitud, que la ceniza arrojada envolvió el cielo en el verano siguiente y no dejó pasar los rayos del sol. Ese clima de oscuridad y de frío que cubrió todo el hemisferio norte produjo tragedias, inundaciones, tsunamis en la región de oriente, epidemias de cólera en la India, cosechas perdidas, hambrunas, conflictos en el oriente medio, y una oscuridad que cubrió a Europa en junio de 1816 y que se hizo más evidente en los Alpes suizos hasta el punto en que Ginebra hubo prácticamente tres días de oscuridad. Lo que yo quiero contar, que ha sido tratado por muchos autores, aunque ésta es una visión muy personal, son unos hechos que ocurrieron en una casa cerca de Ginebra a orillas del lago Lemán llamada Villa Diodati en esos tres días. Me interesa indagar qué efectos produjo la noche del volcán en el alma de unos viajeros ingleses que estaban allí. Más que repetir los hechos trato de encontrar el tejido profundo de las causas que los movieron y la manera en que se gestaron en su espíritu unas pesadillas que se volvieron parte del patrimonio de la humanidad. También es un esfuerzo por entender cómo fueron los hornos de pasión, de ilustración y de angustia en que se formó el romanticismo Europeo a comienzos del siglo XIX.
¿Cómo es el tejido, el entrecruzamiento de hechos entre los personajes en la indagación de estas forjas?
Los protagonistas de estos hechos fueron algunos de los personajes más notables del movimiento romántico europeo, por ejemplo Lord Byron, Percy Bysshe Shelley, Mary Shelley, John William Polidori, Matthew Lewis, y por supuesto otros personajes que giraban alrededor de ellos. Por ejemplo Mary Shelley había conocido de niña a Samuel Taylor Coleridge y a William Wordsworth en la tertulia de su familia, ya que era hija de la gran feminista Mary Wollstonecraft, quien hizo la primera proclama del feminismo mundial, y de William Godwin, el gran teórico del anarquismo; Wollstonecraft había sido muy amiga de William Blake y todo esto está completamente imbricado: cada uno de estos personajes tiene relación con otros, hasta con el mismo Polidori, que estaba en esa casa esa triple noche y que parecía un advenedizo italiano en el mundo de la literatura inglesa.
Ha dicho que es una visión personal de una historia contada. ¿Cuál sería el fundamento?
Todos son personajes históricos; lo único que hago es tratar de alcanzar los trasfondos y ramificaciones de esta historia y también sus ramificaciones posteriores porque se han escrito muchos libros que tratan un aspecto distinto. Por ejemplo hay un libro titulado Bravoure, de Emmanuel Carrère; hay películas que se han hecho, una de Ken Russell que se llama Gothic. Esa historia ha sido perseguida y asediada desde muchos ángulos y yo trato de hacerle un rastreo a todo esto porque me parece que se ha ido convirtiendo en una suerte de saga, como la materia de Bretaña, o como el Ciclo de Rolando. Creo que en esta época existe el ciclo de Ginebra, o lo que podríamos llamar la Saga de Villa Diodati.
Si bien la obra parecería alejada de su trilogía, ha mencionado que en ella vuelve a una constante en su obra, a esa pregunta por la razón y la emoción. ¿Cómo es esta relación?
Siempre me ha sido importante el romanticismo; mucho antes de que comenzara a escribir mi trilogía sobre el Amazonas había escrito Es tarde para…, libro de ensayos sobre la sociedad contemporánea donde reflexiono sobre la importancia del romanticismo como movimiento artístico y como espíritu vital de una época y sobre lo necesario que será en una edad de sordidez y de basura como ésta que vivimos hoy.
Precisamente cabe recordar que en su poesía esta tensión entre fuerzas es vital. Por ejemplo, poemas como “Oración de Albert Einstein” es un preguntarse por las leyes de la existencia desde el racionalismo del siglo XX, aspectos que dominan el libro que lo incluye, Con quien habla Virginia Woolf…, contrariamente a la voz de lo ancestral que permea El país… ¿Cómo es este contrapunto?
Desde mis veinte años, la lectura de Hölderlin me llevó a un sentimiento profundo de la necesidad de lo divino, que está presente desde entonces en lo que escribo, menos como una certeza que como una pregunta. Tal vez el libro que mejor lo expresa es precisamente Es tarde…, pero todo se condensó primero en mi ensayo “Hölderlin y los nuevos dioses”, que está en el libro Esos extraños prófugos de Occidente (Norma, 1994). El sentimiento de que hay algo divino, o de que todo es divino, como querría Spinoza; la meditación sobre el modo como el Cristianismo desacralizó la naturaleza para sacralizar sólo el espíritu, la necesidad de un retorno de lo divino a impregnar de nuevo la totalidad del mundo, forma parte central de mi búsqueda literaria, pero porque forma parte central de mi búsqueda como ser humano y como ciudadano. No niego que me interesa mucho la política, pero que mi ideal en la política es la construcción no de un tipo de gobierno sino de otro tipo de civilización, donde la política y la poesía no sean reinos incompatibles. Se verá que en El año del verano… que parece alejarse totalmente del tema de la trilogía sobre el Amazonas, como hemos dicho, vuelve esa pregunta por la razón y por la emoción como dos maneras de acercarse al misterio del mundo, cada una llena a la vez de virtudes y de peligros. La razón y la naturaleza, la técnica y el planeta, son las grandes preguntas de la época. Y desde América Latina las vivimos de un modo muy distinto a como pueden vivirse en Europa o en los Estados Unidos. Aquí tenemos unas mitologías sepultadas que nos proponen otras metáforas y otras síntesis.
Es preciso recordar que su poética más definitoria vertida en El país… proviene de un espíritu sensible a “las voces del viento”. Es una especie de conciencia y/o memoria de la especie y la tierra. ¿Cómo es esa red de voces sin tiempo y espacio?
En el caso de El país… quería hacer un viaje por la historia milenaria del continente, y registrar las voces de muchas personas, sobre todo seres anónimos de distintas épocas. Después, a medida que escribía, fui advirtiendo que ciertas imágenes volvían, por ejemplo el arpón, la punta del arpón, la punta de la flecha, que tratan de alcanzar al pájaro, al animal, a los planetas. Y surgió una intemporalidad sugestiva. El que habla puede ser un indígena que va con su arpón a cazar una ballena, o un astronauta que va en esa suerte de punta de arpón que es una cápsula espacial, viajando hacia la luna. Esas correspondencias, esas formas que vuelven, hacían más grata y más misteriosa la reconstrucción de ese mundo.
Esa poética del viento, donde le da habla a esas voces del “país del viento”, diría Aurelio Arturo, es la misma voz de su trilogía, que se manifiesta no sólo en el tema, sino en la narración, al dar cuenta de las voces de la selva, de los sueños de oro de los conquistadores, las voces de la confrontación de conciencias. ¿Cuál fue el proceso?
Desde el comienzo he sentido la necesidad de buscar, de oír, la voz de la naturaleza. Quizás fue Aurelio Arturo, “Este poema es el país del viento”, “Todos los cedros callan, todos los robles callan”, “He narrado el viento, sólo un poco de viento”. Yo sé que en la literatura la voz de la naturaleza habla desde nosotros, o a través de nosotros. Pero como sugerí anteriormente, el Cristianismo quiso hacernos sentir que no somos parte de la naturaleza, que somos ángeles caídos de un cielo mejor, y yo le creo más a Kafka, un día nos despertamos convertidos en monstruosos insectos, gracias a los racionalistas y a Darwin. Y esa monstruosidad es apenas el asombro del descubrimiento de nuestros humildes orígenes. Reconciliados con nuestro ser natural, convertidos en respetuosos postcristianos, podemos encontrar la naturaleza en lo que somos. Es lo que intentan todos mis poemas, mis ensayos y mis novelas. Me alegra que se observe que hay una continuidad, para no decir una unidad, en tantas obras de géneros y temáticas tan aparentemente distintas.
¿Qué significa su nueva novela, en el sentido de ir a las raíces de esta conciencia?
Esta reconstrucción de los hornos donde se forjó el romanticismo es mi toma de partido estético por una de las expresiones de la cultura contemporánea más fecundas, me parece a mí, en propuestas estéticas, filosóficas e incluso políticas para el porvenir; y además porque estas naciones nuestras nacieron a comienzos del siglo XIX, en el mismo momento en que nacía el romanticismo europeo, y nuestros grandes fundadores estaban hondamente marcados por ese romanticismo de Rousseau y de la Revolución francesa hasta el grado de que Lord Byron estuvo a punto de embarcarse para América a enrolarse en las tropas de Simón Bolívar en las luchas de la Independencia.
¿Cuál es el hallazgo al explorar la forja de este espíritu que le es tan preciado?
Esta reconstrucción de ese horno romántico es también una muy apasionada búsqueda de ese momento en el que puede haber muchas luces para enfrentar esta época en la que yo siento que la juventud está ansiosa de encontrar un horizonte de imaginación y de pasión que le permita escapar a la cárcel del mero consumo, del industrialismo, del saqueo del planeta y de lo que se llamaría la prisión tecnológica que tiende a convertir al mundo en un delirio de ciencia ficción o como lo llamaba Henry Miller, en una pesadilla provista de aire acondicionado.
*FOTO: Tras su trilogía en torno a la conquista del Amazonas, William Ospina publica El año del verano que nunca llegó, que se interna en un momento clave del romanticismo inglés ocurrido en 1816./Especial
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