Los amigos de Filosofía y Letras II

Jun 25 • Conexiones • 4924 Views • No hay comentarios en Los amigos de Filosofía y Letras II

Un alumno de Faulkner

POR HUBERTO BATIS

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En agosto de 1957, cuando entré a la Facultad de Filosofía y Letras, la Universidad era bellísima (por fortuna lo sigue siendo y en 2007 fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco). La habían inaugurado en 1955 y todavía estaban en construcción algunas facultades. Había dos torres principales en el campus: una era la Torre de Humanidades I, que quedó en la entrada de la Facultad. En el primer piso de la Torre había un café con balcón hacia el jardín. Tenía un piano que se trajeron del edificio de Mascarones. A cualquier hora podías estar en clase y escuchabas los cantos. A un costado estaba la Biblioteca y un pasillo que daba a un jardín que hoy se llama Rosario Castellanos. Todavía hoy está la estatua de Alonso Gutiérrez, conocido como Fray Alonso de la Vera Cruz. Está abandonado y deteriorado por la lluvia ácida. La Torre II estuvo entonces dedicada a las Ciencias. Luego los científicos lo cederían a los de Humanidades y la Torre I pasó a ser de cubículos compartidos de profesores de Filosofía y Letras. Los científicos emigraron a Cultisur (Centro Cultural Universitario).

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La Facultad de Filosofía estaba limpia y poco habitada, no como ahora que es multitudinaria y un tianguis, sobre todo en el llamado “aeropuerto”. Mi amigo Arturo Enciso me alojó un tiempo en casa de su familia, pero perdí ese favor una vez que tocaron el Himno Nacional en la televisión. Toda la familia se puso de pie, hasta la mamá, que era una ancianita. Pero yo me quedé sentadote. Cuando terminó el Himno me reprobaron y me dijeron que ya era indeseable en esa casa. Hasta la fecha no me pongo de pie cuando oigo el Himno en privado. En público hasta lo canto en posición de firmes.

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Una de mis primeras clases fue de Español Superior, que daba don Julio Torri. Todo mundo lo consideraba aburrido y lento. A mí me pareció un hombre sabio, brillante y ameno. Un alumno fósil, mayor que nosotros, lo estuvo molestando con preguntas capciosas hasta que don Julio lo corrió de su clase. Como el hombre no se salía, Torri lo agarró de las solapas, lo levantó y lo sacó del salón a empujones. Eso nos dejó atónitos, pero vimos que le asistía la razón, porque era un “alumno” como me han tocado muchos, que se dedican a molestarme hasta ver si logran hacerme estallar.

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Mis compañeros de primer año se veían muy dedicados y amables; rápidamente empecé a hacer amistades. Recuerdo que antes que nada me hice amigo de jóvenes que como yo, venían de provincia: Monterrey, San Luis Potosí, Mérida, Veracruz, y de extranjeros: de españoles hijos de “refugiados”, de argentinos, de gringos, de cubanos, de puertorriqueños, era un tutti frutti. Me gustó mucho una muchacha judía a la que empecé a cortejar. La acompañaba a su casa hasta que un día su mamá me dijo: “Tú eres cristiano y nosotros somos judíos. Va a ser muy difícil que puedan seguir hasta el matrimonio”. Nos hizo prometer que sólo nos veríamos como amigos, pero a la salida de su casa, en el Parque México, el hermano de la joven me encaró. Él iba con su pandilla y me dijo que no volviera por ahí a buscar a su hermana. Así me enfrenté por primera vez a la discriminación.

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Otro judío amigo mío fue Jacobo Chencinsky. Él era muy cercano del dueño de una fábrica de dulces que hacía unos calendarios anuales muy bonitos, de arte, preciosos. Jacobo nos invitaba a una casa que su amigo tenía en Cuernavaca, con grandes jardines a un costado de un barranco, donde una vez un alacrán picó en un pie a Juan García Ponce.

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Otros amigos míos fueron Federico Álvarez Arregui, esposo de Helena, hija de Max Aub. Federico era un notable escritor y activista revolucionario. Durante los primeros años del gobierno de Fidel Castro vivió en La Habana y a la caída de Franco, regresó a España; finalmente volvió a la UNAM. Enrique Alatorre y yo compartimos la amistad de James Irby, actualmente profesor de Literatura Latinoamericana en Princeton.

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También disfruté de la amistad del puertorriqueño José Luis González, que era funcionario de la Facultad, quien me consiguió una plaza de medio tiempo como profesor de Teoría Literaria. Luego descubrí que trataba de “lavar” el encumbramiento de unas jovencitas alumnas de Luis Rius, a quienes nombraron profesoras de carrera recién recibidas; yo llevaba 17 años como profesor por horas. Esa clase de Teoría me la heredó Agustín Yáñez porque cuando terminó su gubernatura en Jalisco regresó a la Facultad, pero después lo nombraron secretario de Educación en el gobierno de Díaz Ordaz. Era un hombre alto, inescrutable de semblante, tenía el pelo largo peinado para atrás, y se le paraba como cacatúa. También heredó la materia de Crítica Literaria a José Luis Martínez, que luego fue director del INBA, del FCE y de la Academia Mexicana de la Lengua, premios a sus solícitas habilidades burocráticas.

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La vida según Faulkner

En aquellos años era director de la Facultad un alto funcionario de la Secretaría de Gobernación: Salvador Azuela, hijo de don Mariano, autor de Los de abajo y de una novela que me llamó mucho la atención porque estaba protagonizada por unas estudiantes de provincia que venían a la Universidad y se corrompían a tal grado que terminaban prostituyéndose. Don Mariano la había escrito para que los padres de familia de provincia no dejaran a sus hijas venir a la Universidad Nacional en la capital. ¡Qué absurdo! Es bien sabido que en otras universidades del mundo muchas estudiantes se pagan los estudios prostituyéndose. Yo tuve amigas en la UNAM que se ganaban la vida de esa manera porque no tenían otros medios.

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Recuerdo que en un viaje que hice a San Antonio, Texas, con el Poeta del Alba, Vicente Alverde (†), invitados por su cuñado Manuel Orozco Uruchurtu. Nos hicimos amigos de las hostess de un bar. Los parroquianos se sentaban en mesas y sillas muy bajitas, de tal manera que debajo de las minifaldas de las meseras quedaban a la vista sus ornamentadas y floridas pantaletas. Vicente y yo nos ligamos a dos de ellas. Cuando cerraron el bar nos llevaron en un Mustang a un fraccionamiento moderno y elegante en donde vivían en comunidad con otras “muchachas”. De pronto llegó un joven, al que le dijeron en español: “Tráenos unas cervezas”. El muchacho resultó que era de la Madre Patria. Había llegado como nosotros, invitado por las hostess y se había quedado para siempre a lavarles los platos, la ropa, a prepararles la comida, “con derechos”. Recordamos a William Faulkner, quien aseguraba que un escritor debería trabajar en un burdel: ahí tendría casa, comida, amores gratis y tiempo para escribir. Se nos antojó esa vida envidiable, pero nos resistimos.

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Años después esas gringas nos hicieron pasar un susto: se presentaron en México y nos hablaron: “Venimos a pasarla con ustedes”. Nos causaron muchos problemas porque ambos ya estábamos casados. Tuvimos que despedirlas lo más pronto posible para que se regresaran a San Antonio.

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FOTO: Fotografía de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM/ Archivo EL UNIVERSAL.

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