Los días de gloria de Pablo Milanés
El cantante fue una de las figuras más representativas de la Nueva Trova, que marcó una generación que se debatía entre dictaduras y añoranzas democráticas
POR JUAN MARTÍN FIERRO
EL TIEMPO/GDA
Fue gracias a la biografía de Sofronín Martínez, que publiqué a finales de 2014, que conocí a Pablo Milanés en su estudio de La Habana, en abril del año siguiente. A través de Ivette Cepeda, amiga y extraordinaria cantante cubana que se presentó en el homenaje a “Sofro” en el Teatro Adolfo Mejía de Cartagena, logré enviarle a Pablo un ejemplar del libro, acompañado de una carta en la que le pedía una entrevista. No tenía muchas esperanzas porque, me decían, Pablo estaba cansado de que le preguntaran siempre lo mismo: que si tal canción era o no una oda a la Revolución Cubana, que si apoyaba o no al régimen que todavía gobierna la isla, que si la tal Yolanda fue o no el gran amor de su vida.
En realidad, yo no quería preguntarle nada relacionado con la Nueva Trova, el movimiento musical que ayudó a fundar con otros grandes artistas hace 50 años, sino con su extraordinaria y poco conocida discografía dedicada al bolero filin, al que dedicó seis volúmenes entre 1980 y 2008. Para mi sorpresa, Pablo aceptó esa entrevista y yo tomé un avión rumbo a la capital cubana.
El resultado de ese encuentro quedó plasmado en una entrevista publicada en la revista El Malpensante bajo el título de “La inmortalidad del bolero”, que constituye uno de los momentos más felices de mi trabajo como periodista musical. Pablo llegó en punto, muy serio, y se sentó en una poltrona delante de un cuadro maravilloso de Manuel Mendive. Pidió un café y se lo tomó en silencio. Su asistente me dijo que tenía media hora para hacerle preguntas, pero hablamos casi dos. Se sentía tan a gusto evocando sus orígenes en la ranchera mexicana y el bolero, que hasta cantó apartes de dos canciones maravillosas: “Qué infelicidad”, del gran Meme Solís, y “Cada vuelta que se logra”, una composición suya que descubrí en esa charla y que se convirtió en una de mis favoritas. Esa vez, le recordé que su canción “Mis 22 años”, una de las piezas fundacionales de la Nueva Trova, estaba cumpliendo 50 años. “La tristeza en mí vivía/ viniendo el dolor a veces/ a acompañarme en la búsqueda/ del camino hacia la muerte…”. El tema fue compuesto en 1965, pero lo descubrí en el primer volumen de Filin, de 1980.
Tras la entrevista, nos invitó a Sandra, mi esposa de entonces, y a mí a celebrar sus 72 años en una gran fiesta que ofrecía en su casa. ¿Qué le regalamos a Pablo?, nos preguntamos. Sandra siempre llevaba café colombiano cuando íbamos a Cuba. Y eso le dimos al gran Pablo Milanés. Al llegar, no podíamos creerlo: Jorge Perugorría, “El Ambia”, Eduardo Ramos, Carlos Varela, y un sinfín de figurones de la cultura cubana vitoreaban a uno de los suyos. La rumba, tocada y bailada, nos envolvía en delicioso jolgorio. Cuando empezó a seleccionarse un grupo de invitados para el remate, en el comedor de la casa, Pablo y Carlos Varela apuraban vinos y tequilas mientras cantaban “Habáname”, a dúo, guitarra en mano. De ahí pasamos al estudio donde Pablo se sentaba largas horas a escuchar música entre montañas de cedés apilados, y en una de ellas descubrí el disco de Sofronín que le hice llegar. No sólo había leído su biografía y escuchado aquella antología; también ponderó la preciosa filigrana de nuestro genio pasacaballero.
Volvimos a vernos en Colombia un par de veces más, la primera en Bogotá, en septiembre de 2015. Al final de su concierto pasé a saludarlo al camerino y lo noté cansado. Me dijo que estaba agripado y que el frío y la altura de mi ciudad lo habían afectado. Nuestro último encuentro fue en Barranquilla, en 2018, donde actuó con el maestro Martín Rojas, uno de sus grandes amigos y guitarrista insigne de la época dorada del filin, en La Habana de los años 60. Juntos, interpretaron esos boleros antológicos que marcaron su juventud: “La gloria eres tú”, “En nosotros”, “Palabras”, “Tú, mi delirio”, entre muchos otros. Marta Valdés, lo mismo que Omara Portuondo y Elena Burke eran para él figuras mitológicas, imposibles de encasillar dentro de ningún estilo de ninguna tendencia. Ya en tono más jocoso, contaba que no sólo reemplazaba a José Antonio Méndez en el legendario Pico Blanco, sino que lo imitaba muy bien. Con César Portillo de la Luz tuvo una relación más distante, más filosófica, de mucho café y mucho cigarro. Justo el pasado mes de octubre se conmemoró en Cuba el centenario del nacimiento del compositor de “Contigo en la distancia”.
Su amor por la música tradicional
Más allá de su consagración en el ámbito de la canción en lengua española gracias a la enorme influencia que tuvo la Nueva Trova entre mediados de los 70 y comienzos de los 90, Milanés dedicó muchos años y varios álbumes a géneros, cancioneros y compositores, que a su juicio y como solía decirlo, “estaban siendo injustamente olvidados”. Además de su preciosa antología de boleros, cubanos, mexicanos y puertorriqueños, también dejó notables registros de la tradición sonera y de la trova de antaño junto a grandes maestros como Luis Peña, Octavio Sánchez y Cotán “El Albino”, entre otros. “Veinte años”, de María Teresa Vera, “La Bayamesa”, de Sindo Garay; y “Juramento”, de Miguel Matamoros, hacen parte de estas producciones. Todo aquello ocurrió mucho antes del boom del Buena Vista Social Club que relanzó mundialmente viejos éxitos cubanos. De hecho, para componer “Los caminos”, otra de sus grandes canciones, Pablo se sumergió en la raíz afrocubana y viajó a los orígenes del guaguancó, al que aporta elementos contemporáneos.
Dentro de los hitos de la carrera musical de Milanés (nacido en Bayamo, el 24 de febrero de 1943) se destacan su rol como fundador, en la misma corriente de la Nueva Trova, del Grupo de Experimentación Sonora, en 1969, y la grabación de cerca de 50 álbumes a lo largo de más de 60 años de carrera, sin contar sus colaboraciones con artistas de todo el mundo, entre los que figuran Milton Nascimento, Chico Buarque, Mercedes Sosa, Andy Montañez y Fito Páez. Aunque nunca tuvo como prioridad el circuito comercial de la música, recibió condecoraciones como el Premio Mar de Músicas (2017) y fue nominado al Grammy Latino en el año 2000 por el álbum Vengo Naciendo.
Sobre el valor de su obra, ha dicho el historiador y musicólogo cubano Helio Orovio: “Pablo Milanés ha realizado un aporte considerable, puesto que ha conseguido fundir los elementos de la nueva canción con elementos muy cubanos. En lo ritmático y en el tratamiento vocal. El músico cubano se ha apoyado mucho en el son y en géneros como la guajira y el guaguancó. Y ese guaguancó, por ejemplo, suena nuevo, no como lo haría un creador como Gonzalo Asencio —Tío Tom— o Santos Ramírez o Chano Pozo, sino que ha sido actualizado, cosa que no es nada fácil de lograr (…) por lo que opino que es Pablo el que más ha logrado fundir los elementos de la tradición musical nuestra con otros de la música contemporánea”.
Por extraño que parezca, la Nueva Trova llegó tarde a los estudios de grabación y fue en sus inicios una música de pequeños círculos. Es importante añadir que, además de Silvio Rodríguez y del propio Milanés, convocó a un sinnúmero de jóvenes talentos entre los que se cuentan magníficos cantautores como Noel Nicola, Sara González, Augusto Blanca, Vicente Feliú y Miguel Porcel.
En este largo listado de mujeres y hombres trovadores, fueron Silvio y Pablo los de mayor alcance y mayor arraigo fuera de Cuba. El movimiento se fundó en 1972 y caló no sólo por la altísima calidad de sus intérpretes y compositores, sino porque llegó a convertirse en la banda sonora de una generación y de una Latinoamérica que se debatía entre golpes militares, dictaduras, utopías socialistas y añoranzas democráticas. Algunas canciones del cantautor como “Son de Cuba a Puerto Rico”, “Yo pisaré las calles nuevamente” y “Canción por la unidad latinoamericana”, son postales de una región convulsionada política y socialmente. Lo fascinante de estas composiciones es que siendo forjadas en la individualidad definen lo solidario, y siendo tan cubanas describen la realidad de muchos países.
Esa mirada transversal que desde la isla de Cuba se extendía a toda una región, también facilitó a Milanés un diálogo constante con otras expresiones musicales como el jazz, la música antillana y los ritmos de Brasil. Sus encuentros con la canción española le dejaron grandes amistades y un puñado de grabaciones memorables, junto a Víctor Manuel, Joaquín Sabina y el gran Joan Manuel Serrat. España, país que lo acogió hasta sus últimos días junto a Nancy, su amada esposa, representa uno de los capítulos más dulces de su vida.
A Milanés también hay que celebrarlo en sus canciones de amor, erotismo y desamor, aspectos que abordó con amplitud y delicadeza, enalteciendo siempre a la mujer. “Amor”, “Siempre te vas en las tardes”, “Comienzo y final de una verde mañana”, “Ámame como soy”, “De qué callada manera”, “Intercambio”, “El breve espacio en que no estás”, “Para vivir” o “Años” son sólo algunas de esas canciones—o quizá debiera aquí decir poemas— que nos dijeron, como nadie más ha podido ni podrá, que antes de hacerlo hay que pensarlo muy bien; que el tiempo pasa y nos vamos poniendo viejos.
Me habita también un Pablo metafísico, uno de mis predilectos, que sobrevuela la futilidad cotidiana de los calendarios y sus días extraviados e inútiles, acaso olvidados. “El tiempo, el implacable, el que pasó”; “Ya se va aquella edad”; “No ha sido fácil”, “La soledad” y “Los días de gloria”, son testimonio de su hondura y precisión al componer desde un lugar que casi siempre elude la palabra o que, aceptándola, la oculta en los confines de aquello que muchas veces somos incapaces de verbalizar: “Perdí mi guitarra / se perdió en la bruma / donde pierdo el habla y te pierdo a ti / Los días de gloria se fueron con todo lo que un día fui”.
La soledad, dice en su canción homónima, “es un pájaro grande multicolor que ya no tiene alas para volar / y cada nuevo intento da más dolor (…) La soledad inventa la más bella aparición / remueve los rincones del corazón / para quedarse sola la soledad / con su niñez, su mocedad, con su vejez / para llorar, para morir, en soledad”.
La noticia de su muerte me desveló. Me dolía no volver a verlo, sentir que con él también se iba una parte de mí. Porque casi podría contar mi vida a través suyo, decir dónde estaba, qué edad tenía y qué me estaba pasando cuando escuché tal o cual canción. De alguna manera, siento que todos los que admiramos su obra hemos cultivado una relación directa y profunda con él. Que hay un Pablo Milanés para cada quien y eso de alguna forma me consuela. La fuerza de su obra se impone y hace que nos aferremos a ella para sobrellevar su ausencia física. Él nos enseñó que la palabra es un viaje, una posibilidad, un atrevimiento. Un secreto compartido. No es casual que sus dos primeros álbumes, Versos de José Martí cantados por Pablo Milanés (1973) y Pablo Milanés canta a Nicolás Guillén (1975) estén dedicados a dos grandes poetas de Cuba.
Pablo se nos adentró de una callada manera, así, sonriendo, como si fuera una primavera que canta, como un gran pájaro multicolor que al fin ha levantado el vuelo. Es un rastro de luz y no ese “andar a tientas tras una sombra vaga” que hace de la muerte un suplicio banal, como escribió Guillén.
Aquí estaremos, Pablo querido: admirándote en la soledad de nuestro cielo particular. Escuchándote adentro y en todas partes. Cantándote para vivir.
FOTO: En los últimos años, Milanés criticó al régimen cubano y su represión contra los disidentes/ EFE/Alejandro Ernesto
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