Los días forestales
El idilio campestre es un tema recurrente en la literatura, desde Horacio y su encomio a la vida del campo, hasta el moderno Thoreau, quien decidió habitar por un tiempo en el bosque
POR BENJAMÍN BARAJAS
La tradición occidental suele atribuir al poeta Horacio la idealización de la vida del campo, por contraste al ruido de las metrópolis, a los estragos de la política, los excesos de los poderosos y, sobre todo, la corrupción de las mentes y los cuerpos que, a menudo, se someten a los excesos. En este sentido, la ciudad es equiparable a la civilización, y la civilización pareciera el territorio de la barbarie; espacio donde impera la edad de hierro, y no la edad dorada, como consigna Hesíodo en Los trabajos y los días, y siglos más tarde retoma don Quijote en su célebre discurso a los cabreros.
El “Beatus ille”, o el elogio de la vida retirada, cobró fuerza en el Renacimiento, en el ámbito de la poesía bucólica que celebra la sencillez de las costumbres campiranas, donde los pastores cantan canciones inspiradas, mientras apacientan su ganado que, según pareciera, disfruta de la gozosa melancolía de sus amos. Garcilaso de la Vega es un digno representante de aquella gloriosa prédica y nos obliga a recordar “El dulce lamentar de dos pastores”, verso inicial de su égloga primera. Tiempo después, fray Luis de León festeja la vida del que “sigue la escondida senda, / por donde han ido/ los pocos sabios que en el mundo han sido.”
Concluidos los siglos de oro de la literatura española, sobreviene el neoclásico, movimiento que preconiza los estilos griego y romano pero, sobre todo, la mesura de los afectos, el gusto por las proporciones y el imperio de la razón; entonces la naturaleza se subordina al jardín domesticado por las diestras manos de los jardineros, quienes complacen a la nobleza con la proximidad del bosque, aunque no metan la nariz en él. Pero fue hasta el siglo XVIII, con el surgimiento del romanticismo, cuando se reivindica el monte y se devuelve la sacralidad a las selvas y a los espíritus que las habitan. Rousseau habla del buen salvaje, aquel hombre primitivo que, sin someterse al contrato social, lleva una vida de buenas costumbres.
Este antecedente es fundamental para los hombres y mujeres del nuevo mundo, quienes se enfrentan a una naturaleza exuberante que tiende a asilvestrar a los mejores espíritus. Y este pareciera el caso de Henry David Thoreau, filósofo que renuncia, por intervalos, a su pueblo natal, Concord, para internarse en el bosque y sentir, en carne viva, la palpitación de la flora, la fauna y los elementos naturales. Hacia 1845, construye una cabaña cerca del lago Walden y durante dos años lleva un modo de vida forestal, el cual le permite conjeturar, como el autor del Emilio, que la libertad total solo se vive en la naturaleza y, por oposición, la sociedad civil encarna mil trampas de sujeción que lesionan nuestros más puros instintos. En tiempos de pandemia, bien valdría la pena un recorrido por la obra Walden o la vida en los bosques de Thoreau.
FOTO: El filósofo y poeta Henry David Thoreau/ Crédito: Especial
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