Los jugadores de cartas
POR GABRIEL BERNAL GRANADOS
Quizá la sensación de irrealidad, de desconexión, viene simplemente de la costumbre diaria, transformada en crónica, del té de menta y tilo.
Peter Handke, El peso del mundo
Catorce años después de que Thomas Eakins terminara de pintar su cuadro sobre dos jugadores de ajedrez, Cézanne comienza una serie de pinturas, de tema afín, sobre jugadores de cartas.
En el cuadro del Musée d’Orsay, el más emblemático de los cinco que pintó Cézanne, dos hombres sentados, vistos de perfil, juegan a los naipes. Entre el ajedrez y las cartas, sin embargo, existen diferencias sustantivas: el ajedrez responde a las demandas del cálculo y la estrategia; en cambio, el juego de cartas se acoge a los imperativos del azar y la malicia.
El cuadro de Cézanne comporta una sublimación del espacio que en el cuadro de Eakins se vuelve enunciado e historia. En la visión de Cézanne, lo importante es la elección de los colores y su disposición armónica en cuanto masas sobre la superficie de la tela. La suntuosidad con la que Eakins pintó la escena de sus jugadores de ajedrez, en Cézanne se transforma en una aspiración a lo simple y lo rotundo. Los jugadores de Cézanne, lejos de parecer personajes históricos, son dos hombres comunes y corrientes, distintos entre sí porque uno, el del sombrero de copa y la pipa colgando bajo el bigote, es mayor que el joven ensimismado y de rostro apacible que baraja su juego con un hieratismo mudo. Son dos obreros quizás, cuya vestimenta no traiciona ninguna debilidad en su carácter, pero tampoco ningún tipo de ambición en la vida. En el fondo, se trata de dos hombres que han recibido el tratamiento pictórico de efigies.
Son pocos los elementos de que consta el cuadro: una botella de vino se yergue sobre el mantel anaranjado de la mesa de madera, acentuando el hieratismo de los jugadores. La voluntad con que la botella se pronuncia parece un eco —un paralelo estricto— del filo del respaldo que soporta el peso y el volumen del hombre de la pipa. La pintura misma está construida con base en líneas verticales y horizontales: las patas de la mesa, el respaldo de la silla, la botella de vino, la madera apenas insinuada al fondo y que recubre el muro del establecimiento donde estos dos hombres juegan a las cartas; el marco de la ventana a través del cual se vislumbra un paisaje, sugerido por manchas de colores blanco, azul y negro; los brazos de los jugadores, la pipa en diagonal. El cuadro es entonces una red de líneas horizontales y verticales, interrumpida apenas por el volumen corporal y expresivo de dos figuras sentadas a una mesa. El juego de lo inanimado (los objetos) y los animado (los dos jugadores de cartas) parece parte sustancial de la semántica del cuadro.
El hombre de la pipa tiene la espalda erguida (se le forma una joroba, que más bien parece un puente entre el cuello y el respaldo de la silla), y su rostro ajado carece de la audacia de quien quisiera ganar una partida a toda costa. El joven tiene la espalda ligeramente echada hacia delante, y parece jugar como parte de un hábito propio de una ciudad de provincia: matar el tiempo. Ambas figuras están volcadas hacia su propio juego. Podría decirse que, pese a compartir un mismo espacio, ambos están volcados hacia sí mismos. El hieratismo y la mudez de ambos cancela cualquier anécdota que pudiera desprenderse de la contemplación del cuadro. No hay diálogo, en el mismo sentido en el que tampoco hay narrativa. Pese a que Cézanne trabaja con la perspectiva y coloca la botella en el punto de fuga del cuadro, las figuras tienden a fusionarse con el todo: el sombrero de copa del viejo se recorta contra el paisaje del fondo; un paisaje que su vez se fusiona con la pared de la tienda donde estos dos hombres juegan a las cartas. Todo se confunde con todo, al mismo tiempo que todo posee la distinción necesaria para hacernos pensar en la representación de una escena que tiene lugar en un pueblo del Midi francés.
Pero, ¿qué fue lo que llamó tan poderosamente la atención de Cézanne respecto al juego de cartas, y que lo llevó pintar cinco telas con este tema? Es difícil saberlo; sin embargo, hacia las fechas en que Cézanne estaba pintando estos cuadros (1890-1895), Stéphane Mallarmé preparaba la publicación de la primera y única edición, en vida del poeta, de su Golpe de dados. Un golpe de dados se publicó por primera vez en la revista Cosmopolis, en 1897, en una versión diferente de la que conocemos ahora. Lo significativo, sin embargo, no se encuentra en las fechas ni en las diferentes versiones del poema, sino en el hecho de que Mallarmé, al igual que Cézanne, estuviera tratando casi al mismo tiempo el tema del azar y el accidente.
En Mallarmé, el azar es el detonante que propicia el devenir del poema. El enunciado que da título al poema va separándose de sí mismo, partícula a partícula, y va formándose en abánico a lo largo y a lo ancho del espacio que establece la duración del poema: “UN GOLPE DE DADOS NO ABOLIRÁ EL AZAR”. Si bien el destino es fijo, el azar o lo imprevisto no puede eliminarse de la composición del poema. No parece haber contradicción entre una realidad y otra. La razón universal en torno de la cual gravitan todos los poemas —el lenguaje— está fisurada, y el momento en que estas grietas pueden manifestarse y contaminar la producción del poema es imponderable. La ultima ratio del poema se encontraría, por tanto, en sus fallas, antes que en la cualidad pulida o espejeante de sus perfecciones.
En el cuadro de Cézanne es mucho más difícil establecer la pertinencia del azar o el accidente. Si bien sus cuadros no están acabados, en el sentido clásico del término, y rehúyen a toda costa el retoque y la depuración, la pincelada es en ellos lo suficientemente enérgica como para cancelar cualquier atisbo de duda o perplejidad durante la ejecución de los mismos.
Los valores de los cuadros de Cézanne son todos ellos afirmativos y, aunque haya cabida para el error y lo imprevisto, la pintura termina imponiéndose mediante la sola certeza de que la pintura sabe lo que hace y hacia donde se dirige. La pintura es, por encima de las veleidades de la mirada y de los valores subjetivos que pudieran atribuírsele en un apriori.
No obstante, los hombres juegan a las cartas. Dada su condición, estos dos hombres no parecen preocupados por su porvenir —se encuentran, en un sentido literal, sustraídos del tiempo—. Puede que el viejo sepa que va a morir y que al joven tampoco se le escape que va a morir como el viejo; uno es reflejo del otro. “Como te ves me vi, y como me veo te verás”, dice el dicho. Probablemente por eso ambos juegan a las cartas, y dejan que el tiempo fluya despreocupadamente. Su destino es un valor fijo, que no admite alteración de ninguna especie.
Cézanne ha puesto la mirada en estos dos señores que juegan a las cartas en una pequeña ciudad de provincia, y se ha sentido conmovido por lo que ello implica. El destino lo ha llevado hasta allí, y se ha convencido de que vale la pena pintar una escena sosa que se produce todos los días, a una misma hora y un mismo lugar. ¿Será que la repetición, como dice Peter Handke, vuelve las cosas extrañas? Como en el caso de la montaña Sainte-Victoire o los paisajes de L’Estaque, Cézanne se ha sentido conmovido por algo que sólo a él le incumbe. Y al llevarlo a la tela lo ha transfigurado y ha obrado el milagro de la congelación de una escena en un espacio-tiempo (el de la pintura) ajeno al espacio-tiempo de la historia.
Dos hombres ordinarios se convierten en efigies que nos incomodan con su indiferencia. Ambos formulan, o constituyen en sí mismos, una interrogación existencial, humana. Si bien son sumisos a su condición y destino, hay una dignidad secreta en la soledad espejeante de sus cuerpos, distanciados entre sí por el carácter afirmativo y limítrofe de una botella de vino.
*Imagen: La pintura del Musée d’Orsay.
« Soriano en libertad Juan de Pareja, el esclavo que pintaba »