Los propios y los extraños
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¿De dónde surge el rechazo al extranjero en un país fundado por migrantes? Para el escritor mexicano Luis Arturo Ramos, la historia reciente de Estados Unidos y de algunos de sus ciudadanos “convocados por trompetas apocalípticas”, parecen mostrarnos que miedo y odio no comparten origen etimológico, pero siempre coinciden en el mismo lugar común: la xenofobia
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POR LUIS ARTURO RAMOS
“Make America…”
Para ser realmente americano (utilizo a propósito el término con el que ellos se reconocen) es importante parecerlo. Para muchos, no basta haber nacido cobijados por el gentilicio desde el origen; tampoco haber adquirido la categoría mediante los distintos medios que la legislación pone al alcance de los interesados. Es importante parecer americano porque la imagen facilita la consideración de uno mismo al subrayar las diferencias co n el recién llegado; esto es, con el extranjero.
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Cabe recordar que extranjero y extraño comparten la misma raíz etimológica. En algún momento del tránsito de colonia subordinada a país independiente, lo extranjero devino extraño, a tal extremo que los colonizadores terminaron confundiendo las causas con los efectos. La prolongada convivencia entre ambos términos, contribuyó a elaborar la mentalidad americana. Un inasible concepto que sin embargo diferenciaba a los supuestamente propios, de los evidentemente extraños o definitivamente ajenos.
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La idea de ajenidad quedó colmada con la simplificación obligada por las generalizaciones, base de todo estereotipo. Aunque todos los clichés se montan sobre superficialidades fenomenológicas, sobre todo en un país construido por migrantes, hay de estereotipos a estereotipos. Algunos son celebrados; otros, los más, resultan peyorativos; mas todos elaborados a partir de la conveniencia y estimación de quien los acuña. No obstante, para pertenecer del todo al Club debe uno parecerse a sus miembros más conspicuos y, definitivamente, contar con una invitación de ingreso. La aquiescencia de los propios determina el estatus social de los extraños. Desde que el ser humano se define a sí mismo con base en las diferencias, el estereotipo recabó carta de naturalización en la psique individual y colectiva de los habitantes de los territorios-destino.
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La mentalidad americana abrevó de los beneficios del extranjero semejante y se precavió contra el advenimiento del extranjero definitivamente ajeno, pero económicamente necesario. A partir de tal categorización, el americano explicó y luego sobrellevó el exterminio de los pueblos originales, vueltos extranjeros en su propio territorio. Con el mismo sentido práctico, prorrateó el control y acceso de otros flujos migratorios, forzados o voluntarios. Para todos los recién llegados dispuso un gueto territorial y luego jurídico: la ausencia absoluta o parcial de derechos.
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Desde entonces, un entonces diluido a lo largo del tiempo, la estrategia de construcción de ese país llamado “América” ha consistido en la idea de poner al extraño, al extranjero, al ajeno, al recién llegado, en el lugar que le corresponde mediante distintos grados de rudeza, eficacia y tolerancia.
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“ … Great Again”
El 11 de septiembre del 2001, los kamikazes violentaron las puertas territoriales, amenazadas ya por el espectro de la migración indocumentada. El enemigo, identificado con un nombre y una cara, resultaba sin embargo el de siempre. El acontecimiento de septiembre despertó el año primero del milenio, antiguos miedos y reactivó conciencias adormecidas por la abulia. El enemigo reaparecía ahora; pero siempre había estado ahí, cobijado tras la indiferencia, la cobardía y la debilidad. Con las pruebas de las estadísticas en la mano y el ennegrecido perfil de las Torres Gemelas como telón de fondo, la extrema derecha convocó a luchar por una neoindependencia amenazada. Quince años después, el discurso de campaña de Donald Trump desataría el patriótico empeño. Convocados por la trompetas apocalípticas, muchos americanos rompieron el silencio, hasta entonces sometidos por la mordaza impuesta por la circunstancias y la corrección política. Los enmascarados se desenmascararon a sí mismos y salieron a las calles para recuperar la Historia.
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No obstante, las conductas xenófobas presentes en Estados Unidos no resultan exclusivas del régimen ni de la época de Trump, ni caracterizan al país que preside. Sería irresponsable, pero sobre todo peligroso, considerarlo así. Trump perdió el voto popular por cerca de tres millones de votos y muchos de quienes sufragaron a su favor lo hicieron por razones más económicas que racistas. La xenofobia vociferante recae en grupos más activos que numerosos, cuyas manifestaciones discursivas o físicamente violentas, reciben mayor cobertura y atención por parte de los medios informativos. La tolerancia no es noticia. Tampoco lo que no sucede; mas conviene tomarlo en cuenta.
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El nacionalismo americano se apoya en la premisa de que lo que creían ser más allá de toda duda fue traicionado por la porosidad cómplice de una frontera sur agobiada por los extraños: “No hay país sin fronteras”, insiste Trump. El “ahora” que vive “América” es el tiempo de la traición; una traición cuyos efectos ameritan ser sometidos por los americanos auténticos y por ende patriotas. Y así como el mito de la traición nutre los nacionalismos extremos, la ambigüedad legal e identitaria que envuelve a la condición de migrante estimula la imaginación de sus antagonistas y dificulta la defensa de quienes favorecen su ingreso.
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El huevo de la xenofobia sigue ahí y lo incuba el siempre palpitante temor americano a dejar de ser lo que siempre han creído ser. Un temor que cohabita con el anhelo de seguir representando ante el mundo los ideales de justicia, democracia y libertad que asumen los significa. Ambos supuestos resumen y a la vez conflictúan la psique americana. En esta paradoja se asienta el debate entre quienes defienden o se oponen al proyecto migratorio de Trump.
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El punto conciliador pareciera quedar representado en el reiterado llamado a la tolerancia. Mas para muchos de los que sostienen el principio, “tolerancia” no significa respeto al derecho irrenunciable a ser diferente; sino la sutil y nebulosa condescendencia que sólo transparenta la obligación de los extraños, a aceptar el sitio que le conceden los propios en la sociedad que los acoge. Construir el respeto al Otro, más que pugnar por una tolerancia hipócrita, podría ser el principio del fin de la xenofobia.
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Ilustración: Rosario Lucas