Los remanentes del amor: adelanto del libro “No hablaremos de muerte a los fantasmas”, de Daniel Centeno
Este cuento forma parte de No hablaremos de muerte a los fantasmas, libro recién publicado por Casa Futura Ediciones, en el que rondan los espectros de seres tan diversos como desconsolados: mascotas, asesinos y usurpadores de cuerpos
POR DANIEL CENTENO
Mi exnovio bromeaba diciendo que yo nos mataría con mi nariz inútil. En mi trabajo era la mejor, precisamente por eso. ¿No es curioso que la misma cosa dé alegrías y tristezas según la ocasión, y casi nunca dependa de ti?
Entraba a las cámaras de los fantasmas a mi cargo. Colocaba la fuente de los olores. Me quedaba de pie a observar sus gestos, muy cerca de sus bocas por si alguna vez hablaban. Que los fantasmas fueran invisibles a los dispositivos electrónicos, insonoros en su andar, apenas una luz difusa detrás del cristal de las cámaras hechas para contener el olor, hacía imposible dejarlos solos. Alguien tenía que permanecer ahí, en medio de la peste.
Ellos también debían estar cerca, lo suficiente como para estar próximos a un encuentro; por eso las cámaras tenían el tamaño de una habitación matrimonial. No se me ocurre otra forma de describirlas: ahí habría cabido una cama matrimonial, una televisión, quizás un tocador y un ropero. Sin embargo, en las cámaras de los fantasmas sólo había una mesa en el centro, visible desde afuera del cristal, rodeada por chispazos de luz como luciérnagas en pleno día. Sólo al entrar se les encontraba con su figura aún humana, todavía de pie, cerca de la mesa, aunque ahí ya no hubiese nada. Parecían esperar la nueva ofrenda, el regalo que les recordaba a un tiempo mejor.
A mí ningún olor podría recordarme tiempos mejores.
¿Quieres que lo intentemos otra vez?, preguntaba mi exnovio. Sonreía desde nuestra cama: siempre había algo nuevo en sus manos, esperando mi nariz. Yo lo sentía tan cercano, tan íntimo. Al principio, mi ex acercaba gentilmente a mi rostro toda clase de cosas, despacio, como si quisiera regalarme eso, un sentido: velas, inciensos, comida muy condimentada; a veces se ponía a saltar sobre el colchón hasta sudar, y luego dejaba que me recostara en su pecho. Este es el olor de la diversión, me decía. Cuando hacíamos el amor, se quedaba junto a mí, pegando su pecho a mi cara. Así huele el amor.
Todo cambió cuando comencé a trabajar con fantasmas.
Hueles a otro, me decía.
Yo era incapaz de engañarlo, pero su nariz le advertía del aroma de otro hombre. No era simplemente un encuentro casual: debía pasarme todo el día pegada al otro, según él, como lo hacíamos nosotros en la cama por la noche. Sólo así te impregnarías de su olor.
Gonzalo se llamaba el hombre fantasma. Aunque me lavaba las manos para arrancármelo junto a Cristina, la otra fantasma, parecía no ser suficiente. Igual que ellos, rodeando la mesa de apariencia vacía, mi exnovio se daba cuenta de que estuve demasiado cerca de otro hombre, tocando su ropa interior, comiendo con él, empapada en el aroma de toda clase de alcohol. ¿Qué pensaba que yo hacía? ¿Salir de fiesta con los fantasmas?
Una noche tomó todas las velas que me había regalado y las encendió como una sorpresa. Fue un lindo detalle: Se ven muy bonitas, le dije, pero él no quería que las viera. Meses después repitió el gesto, llenando la casa con un aroma que extinguiera el mío, aunque yo no quisiera. A mí me daba igual el aroma, pero me molestaban las pequeñas luces, encendidas todo el tiempo, a punto de un incendio.
¿Y si se quema la casa?
Yo no dejaré que nuestro hogar se venga abajo, me decía.
A veces yo dormía con miedo de que no hubiésemos apagado una vela.
¿Qué van a obtener de todo eso?, me decía, como tratando de entender. Quizá, más que su incredulidad por el estudio, le costaba trabajo imaginar que a mí me sirviera de algo un hallazgo así. Si de veras descubren que los olores son todo lo que les queda a los fantasmas, ¿entiendes lo que eso significaría? ¿Para ti? ¿Lo entiendes? Se enternecía y me tomaba de la mano en la cama, dejándome sentir algo tan nítido y visible para mí como su calor. Serías ciega en la otra vida, me dijo. Para siempre.
Cuando le hablaba de ellos, de Gonzalo y Cristina, no usaba sus nombres, pero lo convencía de que sus figuras se buscaban siempre. Porque incluso los muertos aman, le dije, aunque no alcancen la fuente del aroma. Tú podrías hallarme. Claro que la investigación no se trataba de algo como el amor, sino de sentidos atávicos, remanentes de una consciencia primaria, que sólo podía reconocer olores. Pero yo no iba a decirle eso. De haberlo hecho, le habría arruinado no sólo el amor.
Las dos cámaras contiguas de los fantasmas albergaban, cada una, a un miembro de una pareja que había muerto en un accidente. No lo supe al principio, sino hasta que me trajeron las carpetas de su caso. Es la única forma de retenerlos aquí, me explicaron.
Atrapar a un fantasma es difícil. No fue sino hasta que comprendimos que se quedaban ahí por el olor del otro, y no de ellos mismos, que la investigación avanzó. Estudiar el más allá se hace casi imposible cuando la única comunicación que te queda con los fantasmas es tan frágil. Los olores se desvanecen pronto. O, mejor dicho, la gente deja de percibirlos, aunque sigan ahí.
La pareja se había quedado en las cámaras, lo suficientemente cerca de hallarse, pero todavía lejos de un encuentro. A veces un fantasma entraba mientras el otro salía, como si percibieran un olor que ningún vivo era capaz de notar, trazando el infinito. Pero incluso si era cierto, ese aroma también era frágil.
Cuando entraba a la cámara de ella, ponía extractos de comida grasosa, alcohol y ropa sucia sobre la mesa. Estos últimos eran creados con base en el ADN de Gonzalo, tan potente que era insoportable al olfato. Cuando entraba a la cámara de él, repetía el ritual, añadiéndole las flores favoritas de Cristina. Los veía atravesando las cámaras, siguiendo estelas invisibles, fracasando en encontrarse.
Volvía a casa tan agotada del trabajo. No por el olor, que yo no percibía, sino por la tristeza. Que ellos no pudieran tocarse, que la eternidad no les regalara ni siquiera eso, me desconsolaba. Quería que mi exnovio me abrazara con fuerza y no me dejara ir mientras siguiéramos vivos. Lo esperé hasta que caí rendida, luego él me despertó con un grito.
Eres anósmica, pero no ciega, me reclamó.
Esa sería la última noche que pasaríamos juntos. Me llevó de la mano hasta la estufa, donde esperó una explicación. ¿Es por el gas?, pregunté. Estaba tan triste y cansada. Podía ser el gas o un animal muerto, algo más grave, algo para lo que estaba hecha la nariz, el olor de la muerte, quizá. Dicen que huele a flores, la muerte, pero yo no sé a qué huele una flor.
Esa noche él ya no era el mismo de antes, ya todo había cambiado; no hubo gentileza, y no hubo forma, tampoco, de acercar la estufa hasta mi rostro, así que me tomó y pegó mi cara a los pilotos, donde debía haber un pequeño fuego encendido. De haberlo, quizá me habría quemado la piel o el pelo. A mí no iba a matarme mi nariz, sino él.
¡Casi haces que te mate!, me gritó, sosteniendo una vela en su mano. Había estado a punto de encenderla cuando entró a la casa, porque no toleraba mi peste. Él estaba tan gastado como la vela. ¿Eso es lo que quieres? ¿Qué muramos los dos?
Es verdad que podríamos haber fallecido por una fuga en el gas, pero yo habría preferido morir en la cama, tomando su mano, en lugar de que la usara contra mí, como si quisiera matarme. Ahora no me gusta ninguna de las dos opciones, pero es difícil despojarse del amor, aunque hieda, sobre todo si hiede y no percibes el olor. Si hubiésemos muerto así, habríamos resguardado un amor que se había terminado hacía mucho, no por el gas, sino por algo aún más invisible, más sutil. No sé si resentimiento o desilusión. Para mí, los dos huelen igual.
A veces los otros científicos me preguntaban si mi anosmia era absoluta, si soportaba la peste. Yo les decía que, si había aguantado la vida junto a mi ex por tanto tiempo sin asfixiarme, si había sobrevivido a algo como él, podría sobrevivir a las cosas que ponía sobre la mesa al centro de la cámara.
Luego de esa noche, volví a trabajar. No puse la ropa con sus concentrados de olor, siempre tan penetrantes, porque pensé que a veces es necesario descansar. A veces una se cansa de buscar el amor. Me senté dentro de una de las cámaras, sosteniendo la vela con la que mi exnovio casi nos mataba por mi culpa. Pensé que su luz tenue siempre me recordaría a la época más oscura de mi vida y reí. Eso debía pasarles a los fantasmas con los olores. Eso les había regalado la muerte. Ambos notaron el olor de la vela, o quizá mi decepción, y se encaminaron hacia mí. Por un momento pensé que se tocarían. Los imaginé atravesándose en un estallido de luz. Quizá si se hallaban acabaría todo. Extendí mis brazos hacia ellos, esperando que la vela pudiera darles el amor que yo perdí.
Pero Gonzalo y Cristina siguieron persiguiéndose inútilmente, aun después de que yo renuncié.
FOTO: Ilustración realizada por Dante de la Vega
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