Los sobrevivientes de la Atlántida
Clásicos y comerciales
POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
Si Delirio americano. Una historia cultural y política de América Latina (Taurus, 2022), de Carlos Granés, explica a detalle cómo el populismo latinoamericano migró en el siglo XXI hacia el resto del mundo, otorgándonos, en el peor de los escenarios, la triste patente de la denominación de origen tan deseada, también son de mucho interés los aspectos literarios y artísticos, propiamente dichos, del tratado del ensayista colombiano. Predecesores de Granés (1975), como Henríquez Ureña, Reyes, Martínez Estrada, Arciniegas, Jorge Cuesta, Arturo Uslar Pietri y Octavio Paz, estarían muy orgullosos al leer la síntesis de sus trabajos y sus días en Delirio americano.
Ese linaje, que es el de Granés, se rehusó, no sin pesares o dudas, a pelear —a diferencia de los indigenismos— por nuestra “originalidad”. Uso las comillas al hablar de originalidad porque si algo entendieron aquellos ensayistas es que pertenecíamos, situados en el “Extremo Occidente” (Uslar Pietri), o como heraldos de la “tradición de la herejía” (Cuesta), al mundo occidental. Desde el siglo XVI somos occidentales por nuestras lenguas y por nuestras religiones; la tarea pendiente, asumida por las generaciones siguientes de espíritus liberales, era relativizar otra supuesta “originalidad”, la de la conquista, espiritual y militar, sufrida entre 1492 y 1536, que no fue distinta en crueldad a la padecida, siglos atrás, por los bárbaros ante el Imperio romano (y por ello su venganza los llevó a entronizarse en Roma), o en las tierras preislámicas devastadas por las huestes de Mahoma. Ocurrida hace apenas medio milenio, la Conquista de América permitió la fijación y el tráfico de una aplastante documentación de la que carecieron Heródoto, Tácito, Flavio Josefo o Ibn Jaldún. Ese archivo universal, a su vez, le dio sentido al examen de las atrocidades europeas y estadounidenses durante la expansión colonial del siglo XIX, sin olvidar las que se infligieron, con sus guerras fratricidas, los sudamericanos.
Tan mestiza resultó ser la América de la mal llamada “colonia” como los reinos bárbaros que centurias más tarde se convertirían en Estados nacionales como España, Francia o Alemania; hablar de sincretismo es un disparate en la historia de las religiones y el mestizaje está en el principio de la especie humana, como lo estará en su fin. Deshacerse de la idea europea, por cierto, de la profanación, europea a su vez, de “nuestros” paraísos terrestres, todavía les costaba trabajo a los primeros ensayistas latinoamericanos, ocupados en separar lo “auténtico” de lo “extralógico”, como al actual y muy beligerante “decolonialismo” académico le parece reversible la occidentalización americana.
Al viajar al tiempo de las vanguardias, hace un siglo, Granés acaba de resolver el asunto del afuera y del adentro, recordándonos a nuestros sobrevivientes de la Atlántida, el continente perdido. Así como el populismo “lo inventó” Mussolini para su perfecta adaptación, recurriendo a la cita electoral, por obra y gracia del peronismo, mucho del genio vanguardista, retoñó, más contundente y libre, en la periferia. Courbet, antes de la Comuna de París, soñó con lo que un día fue el muralismo mexicano, proyecto de José Vasconcelos, y no de su par bolchevique Lunacharsky.
Antes, leemos en Delirio americano, que Benjamin describiese el período de entreguerras como el de la politización de la estética y la estetización de la política, en México el Dr. Atl (al cual los críticos mexicanos, y lo digo con desaliento, hemos ignorado) reformuló el papel social del pintor por “la enorme claridad que da su visión más clara de las cosas” (p. 92). Tras los pintores-filósofos en función de sabios platónicos, llegaron los poetas-hacedores-del-mundo, como Huidobro, para quien el “El poeta es un dios; no cantes a la lluvia, haz llover” (p. 57), consejo que décadas después siguió su heredero Zurita, lo cual corrobora mi idea de que la vanguardia en Chile es desde hace rato un clasicismo.
Tanto o más peculiar que Vasconcelos fue el rioplatense, Xul Solar (1887-1963), quien fue “un intérprete de lo absoluto y un empecinado creador de sistemas, lenguas, signos, religiones y juguetes” (p. 74). Y al mismo tiempo que el cruzado Vasconcelos limpiaba de sangre a la Revolución mexicana, pasó la Semana del Arte Moderno de Sao Paulo, en 1922, de la cual Oswald de Andrade y Tarsila do Amaral (la pintora que prefigura a un Botero) sacaron una conclusión extrema, por no decir nutricia, de esa apropiación planteada tiempo después por Cuesta y Borges. “La cultura universal”, decía Andrade en el Manifiesto antropofágico de 1928, “sería brasileña si un antropófago la digería con estómago brasileño” (p. 90).
“Lo que harían los rockeros de la década de 1990 —aclimatar y americanizar el ritmo extranjero con sonidos y temas autóctonos— fue lo que hicieron los poetas y los pintores de los años veinte”, dice Granés en Delirio americano. Yo iría más lejos. No es, como dijera Cardoza y Aragón, que el muralismo fuese la única contribución original de América al arte universal, sino que la apropiación cultural o la digestión del antropófago, hicieron del antiguo Nuevo Mundo el gran laboratorio de las vanguardias. Aquí, lejos de las reglas sectarias y de los anatemas personalistas, de las escuelas y de sus prefectos, fueron dejadas a su aire para florecer en la anarquía política y en el libertinaje estético.
De los murales de Rivera y Orozco a la edificación de Brasilia, desde los años 20 y 30, la corriente atlántica se invirtió. Dejamos de ir a París y empezaron a llegar los Eisenstein, Maiacovski, Artaud, Carrington, Breton, Trotski o Varo, a países hasta entonces casi sellados como México, para no hablar de las tierras de inmigración como Venezuela, el Brasil o la Argentina. Así, Le Corbusier resultó ser más brasileño que francés y Borges más chestertoniano que los olvidadizos ingleses.
Para un continente azotado (en el sentido joseagustinesco del término), tanto por la crueldad de propios y extraños, como por una exitosa cultura política y académica de la victimización, no está de más un poco de presunción y hasta de soberbia. Inclusive la propia víctima, la figura central en la mitologías contemporáneas, recibe en América Latina tratamientos tan distintivos como fecundos, según leo al final de Delirio americano. Dos colombianos, la artista Doris Salcedo y el novelista Héctor Abad han congelado a la víctima incapaz de emanciparse de su dolor, la primera, o han clamado, como lo hace el segundo, por el derecho al olvido como reparación. La discusión está abierta pero me queda claro que sobre la mesa deberán haber ejemplares suficientes de Delirio americano. Paz se compadecía de aquellos profesores que ignoraban que Vallejo o Neruda era tan importantes para la poesía mundial como Pound y Eliot. Mal harán los “decolonialistas”, profetas del racismo invertido, en no exponerse al balde de agua fría que será para ellos leer a Carlos Granés.
FOTO: Dr. Atl, quien según Granés reformuló el papel social del pintor por su “visión clara de las cosas”/ Immanuel Friedlaender/ ETH-Bibliothek
« Cuando el libre albedrío es una simple ilusión: B.F. Skinner, predicador del conductismo El CIDE, una segunda oportunidad y una segunda casa »