Los tropezones de Carmen

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POR IVÁN MARTÍNEZ

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Que hablen, aunque sea mal”, es máxima publicitaria del pasado. La trayectoria de tropiezos con que se planearon y ventilaron los aspectos previos a la nueva puesta en escena de la ópera Carmen, presentada hace unos días en el Palacio de Bellas Artes, debiera garantizarle a la Compañía Nacional de Ópera un premio Lion en Cannes. O por lo menos un Quorum en México, si no hubiera sido inconsciente, como su humor involuntario.

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Carmen es un título que garantiza público, mientras que la cadena de equivocaciones administrativas y de decisiones artísticas que ha distinguido a la Ópera de Bellas Artes en los últimos años, junto a las de tacto, planeación y visión de la actual dirección encabezada por la soprano Lourdes Ambriz, garantiza crítica. Dejar al descubierto la falta de pericia para garantizar la operación de esta nueva Carmen, desde la contratación de una artista reacia a venir por falta de seguridad financiera al despido de otra –a días del estreno– por no contar con las habilidades suficientes para hacer su trabajo, garantizó también el morbo. La receta es perfecta: quien vaya espera lo peor y al mínimo asomo de una cualidad, el sentimiento es de éxito.

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Escribo tras asistir a la segunda función, del domingo 25 de septiembre, y tras haberse concluido una brevísima temporada de sólo tres funciones. El Instituto Nacional Bellas Artes suele poner cuatro, pero a esta ópera suelen dársele más dado su nivel de taquilla: las tres presentadas agotaron boletaje y fueron, sí, un éxito en el público. Lo que no tendría por qué ser de otra manera: incluso sin comparar sus resultados artísticos con –por ejemplo– los dos homenajes nacionales (a Federico Ibarra y a Carlos Jiménez Mabarak) que produjo la misma compañía en la primera mitad del año, el nivel es aceptable.

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Lo más destacable es el trabajo que ha hecho con la orquesta el titular de ella, Srba Dinic. Técnicamente incuestionable y colorísticamente hasta interesante: los metales, que suelen ser piedra en el zapato de la compañía, sonaron redondos, claros y precisos; las maderas lo hicieron con limpieza y dos de ellas brindaron pasajes esplendorosos, el oboísta Kiyoko Neriki en el solo de corno inglés que acompaña el aria “La fleur que tu m’avais jetèe”, de Don José, y el flautista Aníbal Robles en el intermezzo entre los actos segundo y tercero, cuyo solo fue acompañado con sorpresiva delicadeza de la arpista Janet Paulus. Dinic ofreció una lectura vibrante de la partitura de Bizet, veloz y brillante en los pasajes meramente orquestales, pero con demasiada pericia para cuidar a sus cantantes, al grado de descuidar el ritmo en pasajes vocales que pudieron perder dramatismo.

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En el plano vocal se ofreció igual un trabajo menos disparejo a lo esperado: Ginger Costa-Jackson se siente como una Carmen joven, inmadura en sonoridad y –sin una dirección escénica– en potencia dramática, lo que no sería notorio acompañada de un cast menos “maduro” que el propuesto. No se entiende la necesidad de tenerla, luego de rechazar un contrato con el INBA por falta de confianza administrativa. Aceptable sin ser memorable, como sí pasará a la historia la que quizá sea la mejor actuación –es un decir– de José Luis Ordoñez, afinado como pocas veces y de un canto que, comparado con presentaciones anteriores en este recinto, pudo parecer hasta elegante. Ya no vergonzoso, ahora estuvo en el mismo nivel de grises que sus pares, Genaro Sulvarán como Escamillo, y, sólo por una cuestión de juventud más fresca e interesada, Marcela Chacón como Micaela.

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Con la excepción del Dancairo de Alberto Albarrán, barítono a quien se le debiera invitar a probar su natural solvencia escénica con papeles mayores, todos los demás personajes secundarios resultaron más bien molestos en su griterío.

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Leopoldo Falcón estuvo a cargo de la dirección escénica, basado en el “concepto teatral” con el que Iona Weissberg hubiese debutado en el género. No hay una ni otro. El desorden viene de origen con el trazo escénico y la escenografía que no entiende de él: gente tropezando con mesas, actores chocando entre sí, cantantes saliendo y entrando con incoherencia; y termina en las contradicciones que Falcón debió corregir en un solo ensayo: el único tono gris de Don José, la apatía y seriedad de Escamillo o la infantil y sobreactuada actitud de Carmen, de la que todo el público se ríe lo mismo en el intenso dueto dentro de la taberna de Lilas Pastia que fuera de la plaza de toros donde están por apuñalarla.

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Desaliñados los coros y cuerpo de baile, sin que ello genere alguna sorpresa, hay que decir finalmente que esta Carmen ha logrado un objetivo: hay público; nuevo, a juzgar por su comportamiento, público que ya llegó y se irá educando; un público que no hubiera venido a ver La muerte de Klinghoffer, ni siquiera Los pescadores de perlas. Los grandes títulos de repertorio son necesarios: excluirlos sería como excluir La Gioconda del Louvre o Don Quijote de las librerías. El problema está en lo que no se hace. Y en lo que sí –los clásicos, las consabidas obras maestras, totales– se siga haciendo con ese descontrol.

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FOTO: La serie de presentaciones de esta ópera clásica de Georges Bizet contó con la participación de  cantantes como Ginger Costa-Jackson, bajo la dirección musical de Srba Dinic.

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