Los versos satánicos
POR ESTHER SELIGSON
[…] No existe una división estricta entre la realidad objetiva y la subjetiva; la conciencia y el universo físico están conectados por algún mecanismo físico fundamental. Esta relación entre mente y realidad no es ni objetiva ni subjetiva, sino ‘omniobjetiva’”, escribe Michel Talbot en Misticismo y física moderna (Editorial Kairós, Barcelona, 1986), muy a propósito para mi introducción al mundo omniabarcante del escritor Salman Rushdie (Bombay, 1947), hindú e inglés, puente entre dos cosmovisiones, la oriental y la occidental, de la civilización, la cultura, el hombre. Agreguemos que fue educado bajo la fe islámica “a la manera superficial y perezosa de los bombayitas” —según afirma uno de sus personajes— y en el espíritu del comunalismo, la convivencia armoniosa entre hinduistas y musulmanes.
Todo lo contrario al espíritu sectario, ortodoxo y fanático, paradoja que nos explica por qué este extraordinario novelista (Vergüenza, Hijos de la medianoche, El último suspiro del moro), cuyo lenguaje es tan generoso y rico en matices como el de José Saramago, o más por su múltiple identidad, ha ingresado en el índice inquisitorial del Islam que lo declaró sacrílego, apóstata, sedicioso, causa por la cual es perseguido en el mundo entero.
En realidad Los versos satánicos no van contra la religión —“Donde no hay fe, no hay blasfemia”—, sino contra sus dirigentes, los imanes, falsos profetas, papas imbuidos de su infalibilidad, autonombrados “mensajeros divinos”, portadores de “revelaciones de conveniencia” ajenas a la tolerancia hacia otras revelaciones sin duda de similar trascendencia para los creyentes en ellas.
Al igual que Thomas Mann quien se inspiró en el Pentateuco y los textos exegéticos judíos para escribir su famosa novela José y sus hermanos, Salman Rushdie conoce bien el Corán y los escritos tradicionalistas que hablan de la vida y enseñanzas de Mahoma, de modo que en Los versos satánicos encontramos, en el telón de fondo, versiones históricas y legendarias del acervo cultural musulmán entreveradas en el hinduismo con su exquisito espectro de divinidades que no se hacen la guerra entre sí ni compiten por ninguna supremacía pues la India —“un país en el que, aún hoy, la población humana supera la divina en menos de tres a uno”—, ecléctica e híbrida en su arte lo es también en el contexto de sus variantes religiosas.
Así, la literatura de Salman Rushdie fluye con alucinante regocijo y facilidad entre los estilos de Las mil y una noches y los del Ramayana y el Mahabarata, apropiándose, como en el ámbito del cine que conoce a la perfección, de esa particularidad cotidiana que les hace a los hindúes vivir inmersos en lo atemporal, es decir en una suerte de holograma dentro del cual conviven sus pasados históricos, épicos y legendarios, y sus múltiples presentes, tanto como lenguas, etnias, castas, pueblos, sectas, conviven en su vasto territorio llamado amorosamente Madre India. Y basta contemplar las hermosas torres de sus templos recamadas de figuras de héroes, heroínas, dioses y diosas, o mezclarse con la gente con los barrios populares para darse cuenta de la pasión de los hindúes por lo cinematográfico a gran escala (la India es el país donde más películas de consumo interno se filman al año), lo espectacular, la fantasía desbordada, la imaginación sin freno racional. Se tiene la impresión real de que cualquier prodigio puede ocurrir con sólo formularlo, pensarlo, con frotar una lámpara “un reluciente avatar de cobre y latón del tipo contenedor de genios de Aladino” como la que le reserva su padre a uno de los dos personajes centrales, Saladin Chamcha, y de donde surgirá el desenlace de Los versos satánicos.
No es casual, entonces, que los dos protagonistas nucleares sean actores: Gibreel Farishta, galán de la pantalla que ha interpretado a casi todos los dioses y héroes de la épica hindú; y Saladin Chamcha, cuya voz ha participado omnímoda en todas las variantes de doblaje para la radio, las series de TV (en particular La hora de los aliens) y la propaganda comercial. Dos personajes complementarios a cuyo derredor giran muchos otros personajes “vivos, reales y completamente desarrollados” pero que se diría son desdoblamientos múltiples de los principales, creaciones surgidas de sus sueños, deseos, temores, lecturas.
Pues, a fin de cuentas, “la idea del yo como ente (idealmente) homogéneo, sin hibridación, puro —¡idea francamente fantástica!—”, es un sofisma. De ahí la cadena literal de los protagonistas eslabonados entre sí por una serie de circunstancias en apariencia inverosímiles, literarias, y en las que pareciera que ninguno está a gusto en su propia piel —antihéroes—, salvo cuando se enamoran.
Las criaturas de Salman Rushdie están “a medio camino entre lo mortal y lo divino”, y entre lo angélico y lo satánico, pues el mal “puede no estar tan profundamente sepultado bajo nuestra superficie como nos gusta creer… en realidad nosotros propendemos hacia él naturalmente, es decir, no contra nuestra naturaleza… el verdadero atractivo del mal es la seductora facilidad con la que uno puede aventurarse por ese camino”. En esta “tesis” radica uno de los peligros que representan para los celadores de la ortodoxia —y no únicamente la musulmana— Los versos satánicos, intensa, profunda y deleitosa reflexión sobre la coexistencia del bien y del mal en el ser humano, y de los límites entre el Bien y el Mal en el contexto de la ética, la religión y la sociedad. “Peligro” porque para Rushdie el libre albedrío, la voluntad de elegir entre los caminos del bien y los caminos del mal, es inherente al ser humano; de lo que se deriva, no que no haya necesidad de Dios para que se le imponga a hombre y mujeres la elección, sino que lo que está de más son los así llamados “guías espirituales” con su pretensión de encarnar la Palabra de Dios, pretensión que es mero narcisismo y hambre voraz de Poder. Rushdie tampoco niega los milagros producto de la mística personal, la visión interna que cada quien puede hacerse de Dios.
Para él, en la lucha entre el bien y el mal sólo existe un camino de redención: el amor, ese “anhelo de la indefinición de los límites del ser, la gran apertura”. Perdonar, renunciar al rencor para “alcanzar la libertad”.
En un lenguaje irónico, de humor hilarante y cabrón, de burla no blasfema sino a la manera de los bufones de Shakespeare, que desnudan y denostan para hacer caer las máscaras, la trama de Los versos satánicos —una de las muchas tramas— parte de una propuesta: la posibilidad de volver a nacer, es decir de que nuestra forma de vivir en un determinado momento cambie radicalmente de rumbo sin que se pierda lo que hemos sido, ¿haría que lo no-vivido, lo no-hecho, lo postergado, pudiera resolverse gracias a una nueva oportunidad [barca que anduvo a la deriva y cuya brújula señala de pronto el camino por el que siempre se quiso ir]? ¿De qué componentes de la voluntad humana —y del carácter— depende esa reorientación? “¿Qué clase de idea eres tú? ¿Hombre o ratón?… ¿Eres de la clase que transige, pacta, se amolda a la sociedad, busca una buena posición y procura sobrevivir; o eres el tipo de recondenada y bestia noción atravesada, intratable y rígida que prefiere partirse antes que doblegarse al viento?
En el mundo omniobjetivo de Rushdie no existe una línea divisoria entre el sueño y la vigilia, lo normal y lo fabuloso, lo habitual y lo mágico. En su esencia el ser humano es un sobreviviente, un desertor de sí mismo, un exiliado; de ahí su propensión satánica dado que, como apunta el epígrafe de Los versos satánicos, Satanás es un ángel que “carece de morada fija, de lugar o espacio propio en el que posar la planta del pie”, y es esa cualidad “aérea” la que define también a la condición humana: “Criaturas del aire con raíces en los sueños” capaces de hundirse en ríos de sangre para darles cuerpo y realidad a esos sueños.
Así, por ejemplo, el fanatismo intransigente, casi lúbrico, del iman en su sed por hacer que se cumpla la palabra de Alá; o el de Ayesha, la virgen visionaria vestida de mariposas cuya obediencia a la voz del arcángel desarraiga a un pueblo entero para quien “ella era la justificación de la marchita esperanza… y la prueba de que en esta vida aún eran posibles cosas grandes, incluso para los más pobres y débiles del país”. Sin embargo, “algo se ha torcido en la vida espiritual del planeta, pensó Gabriel Farishta. Demasiados demonios dentro de la gente que declaraba creer en Dios”.
Salman Rushdie es, además, un feroz denunciador de las lacras que agobian a nuestra civilización posmoderna: la corrupción, individual y colectiva, la impunidad con que el aparato estatal y sus funcionarios violan los derechos humanos, el embrutecimiento provocado por la televisión, la videomanía pornográfica y los universos enajenantes de la publicidad y el periodismo, los cenáculos de falsos devotos, falsos poetas, falsos intelectuales, la impostura de los líderes religiosos, políticos y sociales con su racismo emboscado. Dos ciudades, Bombay y Londres, representan en Los versos satánicos la cúspide de la perversión, la indiferencia, el cúmulo de desperdicios no reciclables —la basura humana y la basura, basura—, el laberinto infernal de la soledad y la locura, la explotación, la alevosía impune. Y, no obstante, se diría que justamente por esas características, la única posibilidad de redención está en la ciudad, ombligo cósmico del “triunfalismo materialista” que, como la serpiente alquímica al enroscarse y morderse la cola, se trastoca en su complementario escatológico: el anhelo de espiritualidad. “Aspiramos a lo sublime pero nuestra naturaleza nos traiciona”.
La metáfora de esta redención está en el ascenso al Everest que realiza Allie Cone, la protagonista judía amante de Gibreel Farishta. El juego que se teje entre el pico más elevado de los Himalayas y el Everest Villas, el rascacielos más alto de Bombay, en la zona más elegante y rica, en cuyo último piso vive Gibreel, es, en la novela, uno de los ejemplos de la originalidad con que Rushdie escribe entreverando imágenes como si puliera sin despegar el buril, faceta tras faceta, un gigantesco diamante para desvelar su luz —“La materia no es más que luz atrapada gravitatoriamente”, dice una cita en el libro de Talbot mencionado—, su belleza, la poesía y el amor subyacentes en el Universo. “Te voy a explicar por qué subí allá arriba” —le dice Allie—: “Para escapar del bien y del mal… porque es ahí donde se ha ido toda la verdad; lo creas o no, se levantó y se largó de estas ciudades en las que hasta lo que tenemos debajo de los pies es artificial, mentira, y se escondió allá arriba, en el aire transparente, hasta donde los embusteros no se atreven a perseguirla por miedo a que les estalle el cerebro”.
Así como Gibreel y Saladín son caras de una misma moneda, así la Ciudad y el Everest, así la aparente, aunque real, incompatibilidad entre los seres humanos, sus odios y amores, celos, cólera, envidia, —ese montoncito putrefacto que arde en la oscuridad con llama verde”—, que los orillan al crimen, la droga, la estafa, al mal en suma, la profanación por excelencia. Sin embargo, “la decisión de hacer el mal nunca se toma definitivamente hasta el instante de la acción: siempre hay una última oportunidad de volverse atrás”. Y es esa posible oportunidad la que le otorga también a hombres y mujeres su dignidad y grandeza, pues, de hecho, es de ellas de quienes Rushdie habla por debajo del furor de las pasiones que se desencadenan en las calles y los edificios de las ciudades, en la mente y el hígado de sus personajes. Ni el bien ni el mal son absolutos; confusión, duda y fe conviven simultáneas, omniobjetivas: “Nada dura siempre… Tal vez la desdicha sea el continuum a través del cual discurre la vida humana, y la alegría sólo una serie de destellos, unas islas en la corriente. O, si no la desdicha, por lo menos la melancolía”.
Los versos satánicos, libro apasionado y apasionante que exige la total apertura del lector, es un retrato inmisericorde de nuestro mundo posmoderno; un retrato que se mira en mil espejos deformantes que provocan risa, llanto, enojo, ternura, asombro, y dejan la certeza final de que el amor puede “desarrollar una fuerza humanizadora tan grande como la del odio; que la virtud [puede] transformar a los hombres tanto como el vicio”; certeza de que “a pesar de sus tropiezos, su debilidad, sus culpas —a pesar de su humanidad—”, cada uno tiene siempre “otra oportunidad”. Claro, siempre y cuando aceptemos el riesgo de ejercer nuestro libre albedrío —lo que significa la capacidad de darle un sentido trascendente a la propia vida—, riesgo que la mayoría prefiere no correr entregándose acomodaticiamente en brazos de la satánica Sumisión.
Este ensayo, que publicamos sólo en la edición digital de Confabulario, apareció originalmente en la sección cultural del periódico Ovaciones el 14 de febrero de 1999, y forma parte del libro A campo traviesa, de Esther Seligson (FCE, México, 2005).
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