Cinco cuentos espectrales

Oct 19 • destacamos, Ficciones, principales • 4453 Views • No hay comentarios en Cinco cuentos espectrales

/

Estos relatos forman parte del libro Ciento cincuenta cuentos cortos. Antología personal, de Lydia Davis, que publicará la Editorial Almadía en los próximos días

/

POR LYDIA DAVIS

Traducción de Mauricio Montiel Figueiras

 

El cuñado

Era tan sigiloso, tan delgado y pequeño, que apenas notaban su presencia. El cuñado. No sabían de quién era cuñado ni de dónde venía ni si llegaría a marcharse.

 

Aunque buscaban un hundimiento en el sofá o un desacomodo entre las toallas no podían adivinar dónde dormía por la noche. No dejaba ningún olor tras de sí.

 

No sangraba, no lloraba, no sudaba. Estaba seco. Hasta su orina se divorciaba de su pene y caía en el inodoro casi antes de abandonar su cuerpo, como bala expelida por una pistola.

 

Apenas lo veían: si entraban en una habitación él se fugaba igual que una sombra, escabulléndose por el umbral de la puerta, deslizándose por el alféizar. Todo lo que oían de él era una respiración, y aun así no podían garantizar que no se trataba de una brisa fugaz al pasar sobre la grava de afuera.

 

No les podía pagar. Cada semana dejaba dinero, pero cuando ellos entraban en el cuarto a su modo lento y ruidoso el dinero era sólo una niebla verde y plateada en la bandeja de la abuela, y al momento que querían tomarlo ya no estaba allí.

 

Pero no les costaba prácticamente nada. Ni siquiera podían decir si comía, ya que tomaba tan poco que no significaba mayor cosa para ellos que tenían un gran apetito. Salía de algún lugar en la noche con una navaja filosa en la mano blanca y de huesos finos y se arrastraba por la cocina, rasurando rodajas de carne, de nueces, de pan, hasta que le pesaba el plato delgado como papel. Llenaba su taza con leche, pero la taza era tan pequeña que no le cabían más de una o dos onzas.

 

Comía sin hacer ruido, con pulcritud, sin permitir que una sola gota cayera de su boca. No dejaba marca alguna en la servilleta con que se limpiaba los labios. No había mancha alguna en su plato, ni migajas en su tapete, ni rastros de leche en su taza.

 

Tal vez se habría quedado varios años más si un invierno no le hubiera resultado tan severo. Pero no podía tolerar el frío, así que empezó a desvanecerse. Durante largo tiempo no estuvieron seguros si aún se hallaba en la casa. No había una forma infalible de constatarlo. Pero en los primeros días de primavera asearon el cuarto de huéspedes donde con justa razón él había dormido y donde ya no era más que una especie de vapor. Lo sacudieron del colchón, lo barrieron del piso, lo limpiaron del cristal de la ventana, y nunca supieron qué habían hecho.

 

 

Los extraños

Mi abuela y yo vivimos entre extraños. La casa no parece lo suficientemente grande para acoger a todos los que se presentan a distintas horas. Se sientan a cenar como si se les hubiera estado aguardando —y de hecho siempre hay un sitio puesto para ellos— o entran en el salón principal huyendo del frío, frotándose las manos y quejándose del clima, y se instalan junto al fuego y toman un libro que hasta entonces me había pasado inadvertido y continúan la lectura desde una página marcada con un separador de papel gastado. Como es obvio, algunos de ellos son alegres y simpáticos mientras que otros son antipáticos: malhumorados o taimados. Con algunos hago una amistad inmediata —nos entendemos mutuamente a la perfección desde que nos conocemos— y espero verlos de nuevo en el desayuno. Pero cuando bajo a desayunar no están allí, y a menudo nunca vuelvo a saber de ellos. Todo esto es muy inquietante. Mi abuela y yo jamás mencionamos estos ires y venires de extraños por la casa. Pero observo su rostro delicado y rosado cuando ella entra en el comedor apoyada en su bastón y se detiene sorprendida: se mueve tan despacio que esto es casi imperceptible. Un joven se levanta de su lugar, aferrando su servilleta a la altura del cinturón, y va a ayudarla a sentarse en su silla. Ella se adapta a la presencia del joven con una sonrisa nerviosa y una cortés inclinación de cabeza, aunque yo sé que se siente tan consternada como yo por el hecho de que él no estaba allí en la mañana y no estará al día siguiente y sin embargo se comporta como si todo esto fuera de lo más normal. Pero muy a menudo, por supuesto, la persona sentada a la mesa no es un joven educado sino una solterona delgada que come rápido y en silencio y se retira antes de que nosotros terminemos, o bien una anciana que nos frunce el ceño a los demás y escupe la cáscara de su manzana al horno al borde del plato. No hay nada que podamos hacer. ¿Cómo podemos librarnos de gente que nunca invitamos y que de cualquier modo se marcha tarde o temprano por su propio pie? Aunque pertenecemos a generaciones diferentes, a mi abuela y a mí se nos enseñó que jamás debemos hacer preguntas sino sólo sonreír a las cosas que escapan a nuestra comprensión.

 

 

Un desastre natural

No duraremos mucho más en nuestro hogar junto al mar creciente. El frío y la humedad acabarán sin duda con nosotros porque ya no es posible escapar: el frío ha resquebrajado el único camino para salir de aquí, el mar ha subido y llenado las grietas del pantano en la parte baja, ha descendido y dejado cristales de sal recubriendo las grietas, ha subido de nuevo aún más para volver intransitable el camino.

 

El mar se filtra por las tuberías hasta nuestros lavabos y nuestra agua potable es salobre. En el patio delantero y el jardín han aparecido moluscos y no podemos caminar sin aplastar sus conchas a cada paso. En cada marea alta el mar cubre nuestra tierra y al bajar deja charcos entre los rosales y en los surcos del campo de centeno. Nuestras semillas han sido arrastradas y los cuervos se han comido las pocas que quedaban.

 

Ahora nos hemos mudado a los aposentos superiores de la casa y permanecemos frente a la ventana mirando el relampagueo de los peces entre las ramas del peral. Una anguila se asoma por debajo de nuestra carretilla.

 

Todo lo que lavamos y colgamos a secar en la ventana de arriba se congela: nuestras camisas y pantalones crean formas extrañas y retorcidas en el tendedero. Ahora lo que vestimos está siempre húmedo y la sal nos roza la piel hasta enrojecerla e irritarla. Ahora pasamos casi todo el día en cama bajo sábanas pesadas y rancias; el mar entra por las grietas en el alféizar y chorrea al suelo. Tres de nosotros han muerto de neumonía y bronquitis a distintas horas de la madrugada antes del amanecer. Quedamos tres y los tres estamos débiles, no podemos dormir salvo con un sueño ligero, no podemos pensar salvo ideas confusas, no hablamos y ya casi no vemos luz y oscuridad, sólo sombras y penumbra.

 

 

La treceava mujer

En un pueblo de doce mujeres había una treceava. Nadie admitía que vivía allí, no le llegaba correspondencia, nadie hablaba de ella, nadie preguntaba por ella, nadie le vendía pan, nadie le compraba nada, nadie le devolvía la mirada, nadie llamaba a su puerta; la lluvia no la mojaba, el sol nunca la bañaba, el día nunca despuntaba sobre ella, la noche nunca se desplomaba para ella; para ella las semanas no pasaban, los años no transcurrían; su casa no tenía número, su jardín lucía descuidado, por su camino nadie transitaba, en su cama nadie dormía, nadie ingería su comida, nadie vestía su ropa; y a pesar de todo ella continuaba viviendo en el pueblo sin resentir lo que este le hacía.

 

 

El visitante

En algún momento a comienzos del verano un extraño llegará a instalarse en nuestra casa. Aunque todavía no lo conozcamos sabemos que será calvo, incontinente, mudo y casi completamente incapaz de arreglárselas por sí solo. No sabemos con exactitud cuánto tiempo se quedará, dependiendo por entero de nosotros en lo que respecta a comida, ropa y techo.

 

Nuestra situación me recuerda a un viejo caballero indio de piel curtida que en alguna ocasión vivió varios meses con mi hermana en Londres. Al principio dormía en una tienda de campaña en el jardín trasero. Luego se mudó a la casa. Allí se dedicó a reacomodar la enorme cantidad de libros que no tenían un orden particular. Se inclinó por géneros —novela policiaca, historia, narrativa— y se rodeó de nubes de humo creadas por los cigarros que fumaba al trabajar. Explicaba su sistema en un inglés correcto pero vacilante a quienquiera que entrara en la estancia. Muchos años después tuvo una muerte súbita y dolorosa en un hospital londinense. Por motivos religiosos rechazó todo tratamiento.

 

El visitante indio de mi hermana me recuerda también a otro hombre mayor: el padre muy anciano de un amigo mío. Alguna vez fue profesor de economía. Estaba viejo y sordo desde que mi amigo era niño. Después empezó a sufrir de incontinencia urinaria, rio en silencio durante la boda de su hija y cuando se le pidió que dijera unas palabras se incorporó tembloroso en su asiento y habló de comunismo. Este hombre se halla ahora en un asilo de ancianos. Mi amigo dice que cada año se hace más pequeño.

 

Como el padre de mi amigo, nuestro visitante tendrá que ser bañado por nosotros y no usará el inodoro. Le hemos asignado una habitación pequeña y soleada junto a la nuestra en la que podremos oírlo si necesita ayuda durante la noche. Quizá algún día nos retribuya por todos los problemas que nos causará, pero en realidad no lo esperamos. Aunque todavía no lo conozcamos, es una de las pocas personas en el mundo por las que estaríamos dispuestos a sacrificar casi cualquier cosa.

 

FOTO: Detalle de la quema de un demonio hindú en el Festival Dussehra, 2019. / Archivo EL UNIVERSAL

« »