Mademoiselle de Coigny en 2022

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Clásicos y comerciales

 

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
Es imprecisa la vulgata periodística al seguir dando como sorprendente el ascenso electoral de la extrema derecha francesa, tras la segunda vuelta del pasado 24 de abril, dueña ahora del 40% de la votación presidencial. Por reacción a ser el país de la Revolución de 1789, pocas naciones tienen una tradición de derechas tan añeja, además de intelectualmente poderosa, como Francia.

 

Y siendo yo, en mi turno, también un tanto periodístico, hago notar que a grandes rasgos, el mapa político francés quedó diseñado, entre la convocatoria a los Estados Generales en mayo de 1789 y la Revolución de julio de 1830, en cuatro grandes familias políticas: la legitimista, depuesta con la decapitación de Luis XVI y María Antonieta; la republicana, con su familia moderada (los girondinos) y extremista (los jacobinos); el bonapartismo, en su período napoleónico (1799-1815) y durante el período paródico (según Marx) de Napoleón III (1851-1871), y el orleanismo, inaugurado por Luis Felipe, “el rey burgués”, precisamente en 1830 y finalizado con otra revolución, la de 1848.

 

Aunque Francia volvió a ser república desde 1870 y no ha dejado de serlo, los herederos de esas familias políticas se han turnado, desde entonces, en el poder. A la tercera, a la cuarta y a la quinta República, la han gobernado la izquierda moderada con el Partido Radical (así llamado entonces el centro-izquierda laico) y Léon Blum, con su Frente Popular, antes de la Segunda Guerra, y después con los gobiernos socialistas de François Mitterrand (1981-1995) y François Hollande (2012-2017). Charles De Gaulle, en cambio, suele ser reconocido como un avatar del bonapartismo en su versión presidencialista (1944-1946 y 1959-1969) y de manera más deslavada, a esa rama del árbol genealógico pertenecieron herederos suyos como Georges Pompidou (1969-1974), Jacques Chirac (1995-2007) y Nicolas Sarkozy (2007-2012). Orleanistas —los liberales del Justo Medio— han sido Valéry Giscard d’Estaing (1974-1981) y Emmanuel Macron (elegido por primera vez en 2017 y reelecto en 2022).

El cuadro, desde luego, es una aproximación que admite correcciones de importancia porque, por ejemplo, el socialista Mitterrand fue tenido por otro bonapartista, dada su admiración por De Gaulle, cuya Quinta República algo tiene de monárquica. Interrogados, los políticos franceses admiten de buena gana, pero con las debidas restricciones, su pertenencia a uno u otro linaje. Salvo durante el Terror de 1793, los jacobinos nunca han vuelto a gobernar, aunque el Partido Comunista, que se proclamaba su heredero, estuvo coaligado con Mitterrand en su primer gobierno. El PCF hace rato fue rebasado desde la izquierda por Francia Insumisa, que se llevó el tercer lugar, con un sobrado 20% de los votos, en la primera vuelta de las elecciones presidenciales de este año.

 

El legitimismo, finalmente, sólo ha regresado una vez al poder, cuando entre 1940 y 1944, gracias al régimen vasallo del general Pétain, se convirtió en una versión nativa del fascismo y esa es la tradición, más o menos modernizada, acaudillada por los Le Pen y los Zemmour. En 2002, la extrema derecha de origen legitimista, gracias al fundador del Frente Nacional, regresó de manera espectacular y contundente a la política francesa. Y no se irán.

 

Y no se irán porque siempre estuvieron allí. A partir del caso Dreyfus (1894-1906), ensayo general de la brutal persecución antisemita ocurrida décadas después, hizo que de Francia viajase, más allá del Rin, buena parte del racismo nacional socialista. En los años 30 del siglo XX, el crítico literario Jean Paulhan dijo con razón que para un joven francés entonces ansioso de militancia política, sólo había dos opciones: Marx o Maurras. Olvidado fuera del hexágono, Charles Maurras (1868-1952) fue un distinguido escritor que acaudilló a la Acción Francesa, la extrema derecha que si bien nunca tuvo gran peso electoral, sólo tenía como competencia a los comunistas en influencia intelectual.

 

El monarquismo de Maurras, ansioso de que Francia volviese a tener un rey (Borbón o de la rama de Orleáns), no era tan ridículo como puede parecer: el retorno a la sociedad orgánica del Antiguo Régimen, renunciando a la modernidad “impía” de la Revolución tenía muchos puntos en común con los fascismos, sobre todo en su vehemencia antiliberal y antidemocrática. Pero no todos los simpatizantes de la Acción Francesa se rindieron ante Hitler. De Gaulle, abierto a las ideas maurrasianas, encabezó a la Francia libre desde Londres.

 

Liberada Francia, Maurras fue juzgado y sentenciado a muerte por haber colaborado con Vichy y la ocupación, lo cual no dejó de ser una paradoja pues la suma romanticismo alemán + Rousseau, en sus cuentas, daba como resultado liberalismo e incredulidad. Falleció sin ser dispensado de la cadena perpetua, conmutada la pena capital en razón de su avanzada edad. A su muerte, el espíritu de la Acción Francesa se reinventó, renunciando al monarquismo (muerto en 1923, un Maurice Barrès, la otra gran pluma de aquella derecha, siempre fue republicano) y al antisemitismo. El último de los discípulos de Maurras, el filósofo Pierre Boutang (1916-1998), fue reconocido como un interlocutor valido por George Steiner, al grado de que juntos firmaron un libro en 1994.

 

Descubrí a Mademoiselle Aimée de Coigny (1769-1820) leyendo Le Romantisme féminin (1904), otra paradoja en la vida y obra de Maurras, quien odiando a todo el romanticismo por “femenino”, concedía que sólo las escritoras podían ser, sin mácula, románticas, como lo fue la también conocida como Mademoiselle Monk, una disoluta conspiradora, famosa por sus amoríos y divorcios, quien pasó de profesar la filosofía de la Ilustración a conspirar, con su amigo Talleyrand, por la restauración de los Borbones, en 1814. Los papeles dejados por Aimée de Coigny, reunidos apenas en 1981 como un Journal por André-Marc Grangé, no tienen desperdicio por su contundencia y reúnen memorias, reflexiones, recuerdos, notas. Una vez leídos, se entiende por qué esa enemiga de la Revolución fascinó a Maurras, quien llegó a publicar Mademoiselle Monk como libelo, con un prólogo mercenario firmado por un André Malraux muy pronto arrepentido de ese pecado de juventud.

 

Su antisemitismo supera su raíz volteriana y no sólo es repugnante sino insólito en una dama ilustrada del siglo XVIII; uno creyese estar leyendo a Céline, a Léon Daudet o al propio Maurras, como devastadora es su pluma al retratar la supuesta vileza de casi todos los revolucionarios de 1789-1794, con la excepción de Danton, quien por lo menos “no escribía” pues para Mademoiselle de Coigny aquel desastre fue hijo de la frustración de cientos de leguleyos transformados en plumíferos. No hay casi nada en las páginas de Aimée de Coigny que no haya pasado a la Acción Francesa y después, a la actual extrema derecha, sobre todo el pánico nacionalista a la “substitución” de los franceses por los judíos y toda una caterva de “abominables asiáticos”, según clamaba la feroz contrarrevolucionaria.

 

Maurras se declaró agnóstico y ello le ganó la condena del Papa en 1926. No creía en Dios sino en la necesidad de que la Iglesia Católica gobernase con firmeza el alma del pueblo piadoso, alejándolo de esa conjura masónica, judía y protestante que en su día aterró a la pagana Mademoiselle de Coigny, también ganosa de servirse del altar para garantizar el trono. Ambos, a diferencia de sus sucesores en el siglo XXI, escribían muy bien y Francia, de por sí indulgente con los pecados políticos de sus escritores y artistas, lo perdona todo en nombre del estilo.

 

Durante más de dos siglos, Mademoiselle de Coigny fue recordada sólo por un poema, “La joven cautiva”, que le escribiese André Chenier (1762–1794), el primer poeta moderno martirizado por una revolución. Ambos fueron presos por Robespierre durante el Terror y, Chenier, conmovido por ver confinada a una bella aristócrata, sufrió de un enamoramiento fugaz que sólo terminó en la guillotina. Ella salvó la vida y vivió para ver restaurados a los Borbones. Mademoiselle de Coigny, poseída por otras aflicciones, apenas dio importancia al célebre poema de Chenier. Sólo en una ocasión lo menciona, de pasada, en su Journal. A Maurras le tentaba comparar a Aimée de Coigny con Juana de Arco, no en balde la heroína predilecta de los viejos legitimistas y de la actual extrema derecha francesa. Pero Charles Maurras se contuvo.

 

FOTO: Retrato de Mademoiselle de Coigny/ Especial

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