Mai-Sho-Gaku: danza y drama místicos
POR JUAN HERNÁNDEZ
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Los espectadores mexicanos podrían pensar en el exotismo de la propuesta de Irene Akiko Iida, toda vez que ofrece elementos de la tradición ancestral japonesa, con su peculiar movimiento corporal, el uso de maquillaje sobre la piel y los esplendorosos kimonos que son lienzos pintados, los cuales cobran vida en escena; sin embargo, al terminar la función de Mai-Sho-Gaku. Trazos de fuego, estrenada a finales de septiembre en el Teatro Benito Juárez, no hay duda de la universalidad del lenguaje de la obra de la directora, actriz, bailarina y cantante mexicana de origen japonés.
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Para hacer Trazos de fuego Akiko recurre a varias tradiciones escénicas de Japón: el teatro Noh —que nació como danza ritual en los templos budistas—, la danza Kabuki, así como de la danza butoh (aparecida luego de la terrible tragedia provocada por el lanzamiento de las bombas atómicas en las ciudades de Iroshima y Nagasaki, ordenado por el entonces presidente estadounidense Harry Truman, el 6 y 9 de agosto de 1945, con lo cual llega a su fin la Segunda Guerra Mundial).
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En ese sentido la expresión escénica de la obra creada por Irene Akiko es, en principio, ritual sagrado, homenaje a la naturaleza, a la capacidad creativa del hombre, al misticismo que se manifiesta en la expresión de la tradición del Kabuki, que nació como danza, a principios del siglo XVII y que fue, en su origen, un arte exclusivo de mujeres.
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Poco después, debido a “escándalos” morales se prohibió la interpretación femenina en la danza Kabuki, sitio que fue ocupado por jóvenes varones. Finalmente los intérpretes masculinos, quienes eran objeto del deseo de los poderosos (de la misma manera que las hermosas bailarinas originarias de esta expresión artística), fueron sustituidos por hombres maduros, y se puso mayor énfasis en el drama que en la danza, debido a que esta última expresaba una poderosa manifestación sensual.
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Hace tiempo que las mujeres volvieron a retomar su lugar en la expresión de la escena Kabuki. Irene Akiko es una de estas artistas que vuelven al origen: la danza. A la sensualidad y la delicadeza de los movimientos como esencia fundamental del lenguaje del cuerpo.
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Debe señalarse que cuando se prohibió a las mujeres participar en las obras de Kabuki, en Japón, su lugar lo ocuparon varones, que interpretaron los roles femeninos de manera peculiar, creando así la figura del “onnagata”, estirpe de actores-bailarines que se preparan de manera rigurosa para ejercer el rol de las féminas en escena.
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Pero volviendo a la obra presentada en el Teatro Benito Juárez podemos decir que su creadora, Irene Akiko, es arriesgada e imponente. Puede expresar gran dulzura y suavidad como aspereza y el extremo del horror al escudriñar en lo profundo de la naturaleza humana. Acompañada por Yukari Hirasawa, quien interpreta a la “sacerdotisa”, y del actor-bailarín Arturo Tames, así como de los músicos Alejandro Méndez y Nahoko Kobayashi, la artista realiza un espectáculo que va de lo sagrado a lo profano, en el cual cobra gran importancia la belleza de la escritura tradicional de Japón: arte caligráfico que se plasma en lienzos de manera vertical y de izquierda a derecha y que en sí mismos son cuadros plásticos fuera de lo ordinario, al menos para los ojos occidentales.
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Del Kabuki la actriz retoma prácticamente todos los elementos que conforman su espectáculo-ritual Trazos de fuego, que es síntesis de la creación del cosmos, tal y como ella lo entiende, a partir de la tradición japonesa, de la cual es heredera. Desde esa posición realiza un drama que poco o nada tiene que ver con la lógica aristotélica del teatro occidental y, en ese sentido, se convierte en una manifestación abstracta, simbólica, que provoca una especie de trance en el público que no sólo observa sino participa de aquella provocación de colores y formas.
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Los sentidos se alteran, la mirada pronto ve lo que no parece estar en escena, la voz gruesa que emite uno de los músicos, un mantra budista, toca fibras sensibles y se mete por los poros de la piel para transitar por los músculos y las venas de quienes en apariencia sólo observan desde las butacas.
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Una parte del espectáculo discurre por la danza butoh. Los cuerpos aparecen maquillados de blanco, los ojos enrojecidos adquieren una dimensión espacial ilimitada, los músculos y el esqueleto parece el de un ser venido del inframundo, y desde esa corporalidad se expresa el horror, el odio, la envidia, entre otras manifestaciones propias de lo humano.
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La danza butoh es el vehículo idóneo para transmitir con el cuerpo aquellos instintos que en la cultura occidental judeo-cristiana se podrían prestar a una interpretación maniquea en relación con el bien y el mal, pero que en el oriente y, en el budismo, en específico, se manifiestan como peldaños por los cuales transita el alma humana que aspira a la comprensión de su naturaleza como un todo y en el que la oscuridad es abrazada para trascender el juicio moral.
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Irene Akiko —quien además ha actuado en obras como el El automóvil gris de Claudio Valdés Kuri, con la compañía Teatro de Ciertos Habitantes, así como en Humboldt, México para los mexicanos, de David Psalmon, entre otras piezas— estudió en Japón y es una conocedora de la cultura ancestral del país en donde “nace el sol”, una de sus raíces. Pero también posee al tamiz del humor mexicano, que se refleja en su manera de moverse y de entonar las palabras. En ese sentido, la obra Mai-sho-gaku. Trazos de fuego no aspira a la pureza sino a la mezcla, al origen ancestral al mismo tiempo que a la actualidad, a la extrañeza y a la afinidad. Es pues un ritual sagrado y también manifestación profana que se suman a la experiencia de lo humano y a la comprensión del mundo.
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FOTO: Mai-sho-gaku. Trazos de fuego, autoría y dirección de Irena Akiko Iida, con la compañía Akikompanía, se presenta en el Teatro Benito Juárez (Villalongín 15, Cuauhtémoc), martes y miércoles a las 20:00, hasta el 12 de octubre. Función especial el 14 de octubre a las 15 horas./ Cortesía Sistema de Teatros de la Ciudad de México.