“Maiakovski: apache, poeta, viajero”: fragmento del libro “Guerras floridas”, de Rodrigo García Bonillas

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Este es un adelanto del libro Guerras Floridas, de Rodrigo García Bonillas, publicado en coedición por la Universidad Veracruzana y Libros del Ocelote. El autor explora el encuentro del poeta ruso con la cultura mexicana, así como la relación de nuestro país con la Unión Soviética

 

POR RODRIGO GARCÍA BONILLAS
El informe médico del 27 de mayo de 1908, tras la primera detención de Vladímir Vladímirovich Maiakovski por actividades subversivas (él tenía entonces catorce años), constataba su crecimiento desmesurado y el tamaño anormal de su corazón. Con hipérbole, dijo más tarde en uno de sus poemas que él medía un sazhen de altura (el sazhen es unidad de medida rusa, hoy obsoleta, que equivale a dos metros y trece centímetros). Si una verstá se dividiera en 500 partes, una de estas secciones mediría un sazhen; si se dividiera entre 630, tendríamos la altura promedio de un mexicano: en ningún lugar de los que visitó (mucho menos en México), Maiakovski podía pasar inadvertido.

 

Por su altura y por los rasgos del rostro del poeta, David Burliuk, uno de los fundadores del futurismo ruso —para ser más específicos, del cubofuturismo, una de las tres o cuatro variantes del futurismo en Rusia, la que triunfó al final sobre el resto—, le vio cara de indígena americano al conocerlo por primera vez en 1911 (“un muchacho joven, alto, desaliñado, sucio, con el rostro apuesto de un apache”). Angelo Maria Ripellino, en su ensayo sobre el teatro ruso de vanguardia, señaló un par de testimonios más que conceden a Maiakovski el aspecto de un apache (“la gente los tomó por indios de América”). En el poema “Maiakovski”, el poeta futurista ruso Vasili Kamenski le dio estos epítetos: “Y él es Poeta y Príncipe y Mendigo, / Colón, Afilador y Apache”. Por otra parte, Filippo Tommaso Marinetti, el futurista italiano, que no fue bien recibido en la Unión Soviética, despojó simbólicamente —y sin éxito— a los (cubo)futuristas rusos de su nombre y dijo que les sentaba mejor aquel de “primitivos”, de “salvajes”, según el testimonio que recoge Wiktor Woroszsylski. Como varias vanguardias del mundo, en sus orígenes el futurismo también apeló —con una paradoja aparente— a los orígenes folklóricos y míticos de su patria —el caso de Velemir Jlébnikov ilustra esta búsqueda. También frente a Marinetti los cubofuturistas vencieron y lograron, al menos por unos años, rozar el deseo de las vanguardias: implantar su estética a través de la revolución política, antes de su caída en desgracia con la implementación de fatales políticas literarias en la URSS.

 

Alto y con cara de apache: según un estereotipo distorsionado, los pieles rojas de América tenían una cierta similitud con la fisonomía del poeta futurista. Dejando aparte la veracidad de este símil, Maiakovski, al poner un pie en la tierra firme de América por primera vez, preguntó por los “indios” y se decepcionó al observar que (ya) no éramos aquellos de las novelas de Fenimore Cooper o Mayne Reid:

 

no hay pieles rojas —los mataron

gringos y gachupines.(1)

 

dijo más tarde en el poema “México”. Los “pavos reales” que su imaginación había engendrado quedaron de súbito reducidos a “gallinas”: los indígenas de México, primera impresión suya sobre nuestra gente y lo que él consideraba nuestro fenotipo agachado.(2)

 

Maiakovski vino a América en 1925 como parte de un plan de viaje para divulgar su poesía y las ideas revolucionarias de su país, así como para mirar por dentro la vida estadounidense. Posteriormente dio a conocer en la URSS cómo era la realidad occidental, en sus encarnaciones americanas, a través de sus textos de viaje. El primer lugar mexicano que pisó fue, como en el caso de la mayoría de los viajeros que iban desde Europa hacia México, el puerto de Veracruz. De ahí tomó el tren para la capital. Antes había hecho una escala de unas horas en Cuba, después de un viaje tedioso de 18 días a través del océano Atlántico. Maiakovski señala su itinerario en Mi descubrimiento de América: “Moscú, Königsberg (por el aire), Berlín, París, Saint-Nazaire, Gijón, Santander, el cabo de La Coruña, La Habana (la isla de Cuba), Veracruz, la Ciudad de México, Laredo (México), Nueva York, Chicago, Filadelfia, Detroit, Pittsburgh, Cleveland (los Estados Unidos de América), Le Havre, París, Berlín, Riga, Moscú” (MDA, 2013: 29). En La Habana había visto la población negra y el casco antiguo, la sordidez de esta capital y la opulencia de las propiedades estadounidenses en El Vedado; los contrastes sociales motivaron la escritura de algunos poemas con tema antillano y caribeño. Había descendido del barco, aunque no se lo permitieron a todos los pasajeros del Espagne (el tema de las clases sociales es una obsesión del relato de Maiakovski: entonces él cruzaba el océano en primera clase).

 

Era el verano de 1925 y tenía pocas semanas que el viajero había salido de Moscú. El año anterior, Lenin había muerto después de una larga enfermedad. Maiakovski, hundido en profunda tristeza, compuso el poema Vladímir Ílich Lenin, que leyó a finales de 1924 en varios lugares de la URSS y que dedicó al Partido Comunista. Llegaba en esos años al pico de su fama. Durante esta época el poeta hizo varios viajes: desde 1922 hasta 1929, un año antes del suicidio, no dejó de tener desplazamientos por la Unión Soviética y el extranjero. El más ambicioso de ellos lo trajo a América.

 

Si hubiera que definir la personalidad del Maiakovski viajero (cuestión peliaguda, porque presenta contradicciones), al menos en su aventura americana, se podría decir que era observador saleroso y atento a lo exótico, a la vez que consideraba todo con su propio sistema de medidas: el ruso (o soviético, más bien, en la mayoría de los casos), a veces hasta el chauvinismo. Esto se acentúa en el viaje a Estados Unidos por razones históricas e ideológicas, pero ni en México ni en París deja de estar presente. Ahora bien, a este rasgo de Maiakovski, que se puede afirmar de muchos otros viajeros, se suma un par de características que permiten cocerlo aparte: la destreza de sus procesos mentales para la construcción poética y la convicción de tener que derramar la simiente de la revolución socialista por todo el mundo como una misión. Es decir, talento —o genio— más megalomanía, tocados por el temblor de la historia. Por eso su capacidad de observación y la ineludible presencia de la patria otorgan a sus escritos de viaje una dimensión más honda, que va más allá de lo inmediato y la superficie.

 

De Veracruz a Buenavista

 

En el panorama de los primeros años de la Rusia soviética, diversos bandos y escritores se disputaban la plaza de la literatura. Dejando a un lado la figura de Serguéi Yesenin, demasiado ambivalente, y la de Máksim Gorki, que pasó buena parte de la década de los veinte en el exilio italiano, ningún escritor tuvo la proyección de Maiakovski en tanto portavoz de la nueva nación. Sabemos que tras suicidarse en 1930 fue repudiado —sobre todo bajo la idea de que había perdido la fe en la revolución, tal como Yesenin cinco años atrás— y que hubo que esperar hasta 1935 para que, por petición de Lilia Brik, pareja sentimental de Maiakovski por muchos años, Stalin ordenara que se reivindicara el valor del poeta. El mensaje de Stalin iba anotado al calce de la carta que Brik escribió con ese propósito (fechada el 24 de noviembre de 1935) El destinatario del mensaje era aquel que fungió como administrador de las purgas estalinistas de los años treinta, en particular de los Juicios de Moscú (1936-1938): Nikolái Yezhov (esa época, conocida como yezhóvschina a partir del apellido del verdugo, derivó mecánicamente en el fusilamiento del mismo Yezhov en 1940). Las palabras de Stalin sobre Maiakovski se imprimieron días después en Pravda y de inmediato se convirtieron en uno de los tópicos sobre el poeta. Pocos años después se inauguró su estatua vigorosa en una plaza céntrica de Moscú y se le dio su nombre a una estación del metro moscovita (tanto la estatua como la estación siguen existiendo). Se rehabilitó al poeta, al punto de convertirlo en un héroe civil; pero la entronización hizo del hombre un monumento.

 

Dentro de los testimonios que Woroszylski recoge en Vida de Mayakovski (Era, 1980), los correspondientes al tiempo entre 1923 y 1925 llevan el epígrafe “La fama”. Todo mundo en Moscú quería tener que ver con el poeta entonces, por las malas o por las buenas. Maiakovski había pasado temporadas sobre todo en Berlín y en París; allí, en la capital francesa, ya conocía a Elsa Triolet, nombre de casada de Elza I. Kagán, hermana de Lilia Brik y esposa, a la postre, de Louis Aragon. Ella lo acompañó durante sus últimos días en Europa, antes de partir durante algunos meses hacia América.

 

La intención del poeta, nos dice Elsa Triolet, era dar la vuelta al mundo en ese viaje. Para ello había juntado la cantidad de 25, 000 francos, que llevaba consigo. Por desgracia, tuvo mala suerte días antes de tomar el trasatlántico Espagne: un ladrón extrajo de sus pertenencias la cartera con los francos. Como consuelo, aún le quedaba el boleto de viaje. Tras un momento de pasmo (“¡De pronto lo vi palidecer! Nunca he visto a alguien ponerse del color de la ceniza de un momento a otro”, Maiakovski no se arredró y puso manos a la obra en la búsqueda de los recursos a fin de embarcarse. Visitó a varios amigos suyos para pedirles dinero. Mandó mensajes a Lilia Brik sobre el tema (en Moscú se estaban preparando, tras fastidiosas gestiones, sus Obras reunidas) y consiguió, al final, juntar una cantidad suficiente para seguir. Iliá Ehrenburg, por ejemplo, le dio 50 francos belgas.

 

Es evidente que la travesía de Vladímir Vladímirovich tenía intención de propaganda. Esto se manifiesta en los mítines estadounidenses, organizados por periódicos de rusos, comunistas, obreros y judíos, donde leyó frente a comunidades de izquierda su poesía en ruso (que era, además del georgiano, la única lengua que hablaba con fluidez). Entre esos periódicos se encontraron las siguientes publicaciones: en inglés, New York World y Daily Worker; en ruso, Ruski Gólos’ (Voz Rusa) y Novy Mir (Nuevo Mundo); en yiddish, Freiheit (Libertad). No se quedó atrás en México. Entabló relaciones con artistas de orientación política afín a la suya y con líderes populares de la época posrevolucionaria. Su primer guía fue Diego Rivera. Antes de él, en París había platicado sobre México con Alfonso Reyes, a quien tomó por un “famoso novelista” mexicano. Reyes le indicó, como señala Maiakovski en Mi descubrimiento de América, las raíces indígenas del arte nuevo mexicano y el afán por desligarse de las formas “imitativas” y “eclécticas”, importadas del arte europeo. Maiakovski siempre estuvo interesado en la pintura, que fue su primera vocación artística, antes de empezar a escribir poemas. En sus relatos parisinos refiere la visita a los talleres de Picasso y Delaunay, y elabora una recensión del estado del arte en la capital de Francia (en comparación con la Unión Soviética). Diego Rivera parecía un guía apropiado para el poeta ruso: era corpulento (como mencioné, el Maiakovski viajero prestaba mucha atención al tamaño de la gente); era bravo, según los modelos de la época, algo que también el ruso tenía en estima. Al respecto, Maiakovski pone atención en que Rivera puede disparar a una moneda en el aire con una Colt y también en que una Colt yazga en la cabecera del sofá donde está tirado su hijo de un año de edad —en realidad se trata de la niña Guadalupe Rivera Marín—. Además, Rivera era considerado entonces el pintor más pujante de México y sus pinturas en la Secretaría de Educación Pública fueron llamadas, en las crónicas del poeta soviético, el “primer mural comunista del mundo”. Finalmente, el vínculo de Rivera con la cultura rusa y soviética era fuerte: entendía el ruso, pertenecía al Partido Comunista y era buen amigo de Iliá Ehrenburg, pieza clave de las redes intelectuales entre Moscú y el exterior, al grado de que compartía muchos rasgos con el personaje de Julio Jurenito, en la novela homónima de Ehrenburg.

 

Al hacer un balance, el relato de Maiakovski va de menor a mayor en cuanto al agrado por el país. Si bien podría ser franco, parece que se trata más bien de una estrategia retórica. Así, en una carta a Lilia Brik el Cachorro Mexicano (apodo que toma en el intercambio epistolar que establece con Brik) se queja duramente de México. La carta no está fechada, pero debe haber sido escrita después del 10 de julio, porque ya está instalado en la capital, y varios días antes del 29, cuando se reporta desde Nueva York después del viaje por tierra; el editor añade: “a mediados de julio”. Además de que para él “Mexico City es pesada, desagradable, sucia e infinitamente aburrida”, señala:

 

Llegué en la estación mala (la apropiada es el invierno), llueve regularmente durante media jornada, de noche hace frío y el clima es asqueroso. Estamos a 2400 metros sobre el nivel del mar, por lo tanto es difícil (durante las primeras dos semanas, dicen) respirar; se tienen palpitaciones, lo cual es totalmente desagradable. Si dependiera de mí, no me quedaría aquí más de dos semanas.

 

En contraste, lo que escribe al salir (o lo que dice que escribe al salir, pues todo indica que terminó de redactar la sección mexicana después de su estancia en Estados Unidos) es más bien elogioso: “El espíritu extravagante y la hospitalidad han hecho que me enamore de México. // Quiero volver a visitarlo, quiero, junto con el camarada Jaikis, hacer el camino trazado para nosotros por Moreno cuando todavía estaba vivo”. Antipatía y simpatía. No está peleada una cosa con la otra, sobre todo en un viaje a solas, donde las emociones del viajero pueden llegar a sensibilizarse, en ocasiones ríspidamente. A pesar de esto, hay que señalar la diferencia entre ambas citas: el ámbito epistolar, privado (de origen), en la carta a Brik le permite a Vladímir Vladímirovich una franqueza que la crónica de viaje, escrita para ser divulgada y leída frente al público (ruso), quizás no le permitía.

 

Notas

 

1. “Meksika” del ciclo Poemas de América.

 

2. Más tarde señala: “El pulque de cactus consumido sin comida daña el corazón y el estómago. Y hacia los cuarenta años el indio padece ahogos y tiene el vientre hinchado. !Y este es el heredero de los Garras de Buitre, cazadores de cueros cabelludos! Es un pais desvalijado por los imperialistas estadounidenses supuestamente civilizadores; el país en el que en tiempos precolombinos la plata tirada en el suelo ni siquiera se consideraba un metal precioso”. Mi descubrimiento de América. Olga Korobenko (trad). José Manuel Prieto (pról). México: Almadía, 2013.

 

FOTO: Vladimir Maiakovski y Lili Brik retratados hacia 1918/ Especial

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