Maneras de amar los libros
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Desde niño, José Luis Martínez comenzó a juntar libros, preciadas ediciones muchas de ellas, hasta construir, con el paso de los años y los viajes, una de las bibliotecas más importantes del mundo de habla hispana que hoy se encuentra abierta al público en la Biblioteca de México José Vasconcelos. Esta es la historia de su bibliofilia
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POR GERARDO LAMMERS
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En la Biblioteca de México, biblioteca de bibliotecas, enclavada en La Ciudadela, fortificado escenario de tabaco, guerras y cultura, se encuentra, al lado de las de Antonio Castro Leal, Alí Chumacero, Jaime García Terrés y Carlos Monsiváis, la biblioteca de José Luis Martínez, discreto y elegante personaje, “curador de las letras mexicanas”, como lo nombró Gabriel Zaid, quien este próximo 19 de enero cumpliría cien años.
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En la vitrina principal de este recinto de madera se encuentran algunos efectos personales del autor de Hernán Cortés, su obra cumbre: unos anteojos de pasta, un bolígrafo dorado, una delicada cabeza de mujer labrada en mármol y una serie de pipas.
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Me encuentro con Rodrigo Martínez Baracs, uno de los tres hijos de José Luis, para recordar a su padre a través de los libros que conformaron “una de las más valiosas colecciones bibliográficas de todo el mundo de habla hispana”, según refiere Adolfo Castañón, complilador de Primicias (El Colegio de México, 2008), antología de textos de Martínez.
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Martínez Baracs, de 64 años, músico e investigador del Instituto de Antropología e Historia (INAH), es un tipo cordial y con gran sentido del humor, dos rasgos que distinguieron a José Luis Martínez, quien, junto con Alfonso Reyes, su maestro, fue uno de los animadores de la vida cultural mexicana más respetados y queridos del siglo XX. De su portafolios extrae un libro para obsequiarme: La biblioteca de mi padre (Memorias mexicanas, Conaculta, 2010). Una de las motivaciones que lo llevaron a escribirlo fue transmitir, más allá de los números (la biblioteca está formada por más de 70 mil libros, revistas y otros documentos), el valor de esta colección que José Luis construyó a lo largo de su vida.
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Subimos al segundo nivel para comenzar a ver y hojear los libros que alguna vez estuvieron en su casa y que, de hecho, fueron su casa. El criterio principal de su madre, la húngara Lydia Baracs (segunda esposa de José Luis Martínez; la primera fue la bailarina Amalia Hernández), para elegir la casa ubicada en la esquina de Rousseau y Kepler, en la colonia Anzures de la Ciudad de México, cuando la familia Martínez Baracs estuvo en condiciones de comprar una, fue que tuviera suficientes paredes para colocar ordenadamente, con un criterio temático y cronológico, todos los libros, empresa que a la postre y como se verá resultó imposible.
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Nos detenemos, para empezar, ante el majestuoso ejemplar, exhibido en un nicho, de las Obras espirituales de San Juan de la Cruz (“que encaminan a una alma a la más perfecta unión con Dios”, según reza la portadilla), el primer gran libro que tuvo, una edición de Sevilla, España, de 1703. Regalo del su padrino de bautismo, José del Carmen Méndez, cura de Amacueca, pueblo vecino de su natal Atoyac, en Jalisco.
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En Bibliofilia, edición no comercial de 250 ejemplares publicada por Fondo de Cultura Económica en 2004, José Luis Martínez, narra el encuentro con este libro, cuando, siendo niño, su padre, médico cristero, lo llevó de visita a un caserón ruinoso, asolado por los revolucionarios, donde vivía el sacerdote:
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“Debo haber visto en alguna mesa un librote que resultó ser la gran edición de las Obras espirituales de San Juan de la Cruz. A pesar de mi corta edad y escasa instrucción, el libro me encantó. No creo haberlo pedido, pero debo haberlo simplemente visto con tal codicia que mi padrino me lo regaló”.
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Si resulta difícil imaginar a un niño de un remoto pueblo del sur de Jalisco encontrándose con una joya editorial del siglo XVIII, más difícil resulta aún pensar que ésta le haya provocado tal deslumbramiento. Sin embargo, así comenzaba la historia de este singular amante de los libros, quien tuvo como compañero a Juan José Arreola, primero en una escuela de párvulos de unas monjas francesas en Zapotlán el Grande (Ciudad Guzmán) y, después, en la primaria del Colegio Renacimiento de los maestros Aceves, padre e hijo, amantes de la literatura francesa, la cual les leían a los alumnos en voz alta. Fue en ese colegio, donde Arreola y Martínez —cuyos caminos se volverían a encontrar años después, Arreola como escritor y Martínez como editor de la revista Tierra Nueva—, haciendo una tarea de una obra de teatro sobre la Conquista de México, inventaron algo que llamaron “el culto a la babucha”.
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“Mi padre era el sumo sacerdote mexica”, dice Martínez Baracs. “Hicieron una religión con un zapato, una babucha. Y ellos eran los babuchos. Y tenían dizque secuestrados a otros chavos para dizque sacrificarlos. Imagínate la imaginación de Arreola. Hasta que los maestros les clausuraron el culto”.
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De las Obras espirituales de San Juan de la Cruz pasamos a los libros de arte, la mayoría de ellos de gran formato. Martínez Baracs saca del estante Acapulco en el sueño, ya un tanto maltratado, escrito por Francisco Tario (“Para José Luis Martínez, amigo de siempre. A nombre mío y de mis agradecidos fantasmas. Francisco Tario, 1951”, dice la dedicatoria escrita a mano) con fotografías de Lola Álvarez Bravo, quien fue una de las primeras novias de José Luis Martínez y tal vez la más influyente.
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“Ella le tomó unas fotos muy bonitas a mi padre. Lola Álvarez Bravo le enseñó las artes de la mesa y del lecho. Realmente lo educó. Le enseñó muchísimo”, cuenta Martínez Baracs.
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Cuando en 1937 llega José Luis Martínez —llevado por su padre— a la Ciudad de México, ya viene cargado de cajas de libros, muchos de los cuales adquirió, en compañía de su amigo de toda la vida Alí Chumacero —quien también iniciaba su propia biblioteca—, en la librería Font de Guadalajara.
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Cuenta José Luis Martínez en Bibliofilia que cuando recién llegó a la capital e iba a estudiar medicina, carrera que pronto abandonó para inscribirse en Letras Españolas en la UNAM, convenció a Alí Chumacero de ir, durante unos meses que tenían libres, a la Biblioteca Nacional de la calle de Uruguay, en el centro de la ciudad.
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“Yo decidí leer a Garcilaso de la Vega y puse su nombre en la ficha de solicitud, añadiendo Poesías. El empleado me trajo un libro encuadernado que era nada menos que la edición de Sevilla de 1580, con las sapientísimas anotaciones de Fernando de Herrera. Durante varios días leí encantado los versos del toledano explicados por el mejor de sus comentaristas, otro gran poeta. Pienso que la frecuentación de este precioso libro me despertó el gusto por los libros antiguos y hermosos”.
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Siendo un veinteañero, al tiempo que Martínez publica algunas de sus primeras reseñas literarias en las revistas Letras de México y El Hijo Pródigo, dirigidas por Octavio G. Barreda, y que colabora con Alfonso Reyes con un estudio sobre la literatura mexicana de los siglos XIX y XX —que lo llevaría a escribir sus libros Literatura mexicana. Siglo XX (Antigua Librería Robredo, 1949) y La expresión nacional. Letras mexicanas del siglo XIX (UNAM, 1955)—, sigue comprando libros, pero también, asunto que se volvería muy relevante para su trabajo como crítico e historiador, revistas.
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Por si eso fuera poco, entre 1943 y 1946, el joven Martínez es secretario particular de Jaime Torres Bodet, secretario de Educación Pública, en un momento histórico del país en que la mitad de los mexicanos no sabía leer ni escribir.
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“Se dio cuenta que al mismo tiempo que había que ser escritor, había también que ser servidor público”, dice Rodrigo Martínez Baracs. “Mucho mejor es enseñar”, le dijo, fastidiado por la mediocridad de la literatura mexicana de esos años, a Elena Poniatowska en una entrevista publicada por Excélsior el último día de 1953.
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Cuenta Marínez Baracs en su libro que, durante su infancia, la cual transcurrió en una pequeña casa rentada en Euclides número 10 (colonia Anzures), la biblioteca ocupaba sólo un cuarto, aunque ya comenzaba a invadir otras partes de la casa.
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“Mi padre y sus amigos Alí Chumacero, Joaquín Díez-Canedo y Jorge González Durán eran asiduos visitantes de las librerías de viejo de la ciudad, y cuidadosamente metían las joyas en medio de las pilas de libros que llevaban a la caja, aparentando no darles mucha importancia, para obtener buen precio”.
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Martínez pronto comenzó también a dar clases.
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En Celebración de José Luis Martínez en sus setenta años (Universidad de Guadalajara, 1990), Beatriz Espejo recuerda que, siendo alumna de Martínez en la Facultad de la UNAM, en una ocasión éste se acercó para decirle: “Usted tendrá el honor de llevarme a mi casa”. Con varias compañeras y todos apretados en un Renault descapotable, llegaron a Euclides 10 y José Luis las invitó a pasar a su biblioteca.
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“Nos enseñó también una colección de fotografías”, escribe Espejo, “tomadas en su mayor parte por él mismo, y, cosa curiosa e inolvidable, puso ante nuestras miradas su guardarropa, sus suéteres de cachemira, sus zapatos Bally, sus corbatas de regimiento, sus sacos de tweed inglés; y a cada prenda que mostraba las jovencitas entraban en éxtasis. Una de ellas acariciaba las telas con uñas de tigresa, voluptuosa como si acariciara al maestro que metido en sus trajes de franela gris nos daba clases de literatura mexicana, con respiración dificultosa, fumando de su boquilla y siguiendo los caprichos del humo que se levantaban hacia el techo”.
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Entre 1961 y 1963, José Luis Martínez fue embajador de México en Perú. Después, entre 1963 y 1964, embajador de México ante la UNESCO en París (años más tarde, entre 1971 y 1974, sería embajador en Grecia). En estos sitios aprovechó para hacerse de magníficos y raros libros, especialmente en París, donde se aficionó a comprar las exquisitas ediciones de La Pléiade.
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A su regreso a la Ciudad de México se mudaron a Rousseau 53, una casa propia, grande, de dos pisos, con jardín y chimenea, que María Guadalupe Ramírez Delira, quien fuera su secretaria desde los tiempos en que dirigió el Fondo de Cultura Económica (1978-1985) y hasta su muerte, recuerda por su enredadera en la fachada. María Guadalupe o Marilú, como le llama cariñosamente la familia Martínez, pasó a máquina Hernán Cortés, pues José Luis Martínez siempre escribió a mano: “Don José Luis escribía con letra muy pequeñita, pero muy legible” (muchos de los libros de su biblioteca tienen notas al margen, escritas suavemente a lápiz, y recortes de notas). Para cuando Marilú entró por primera vez a la casa, una tarde-noche a finales de los años ochenta, ya José Luis Martínez vivía solo (Lydia Baracs murió en 1986), atendido por Nancy y la señora Toña.
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“Me encantaba. Para mí era como la casa ideal. Y, de veras, por todos lados donde ibas estaba lleno de libros. La veía luminosa”, cuenta Marilú, entrevistada en La Ciudadela, donde ocupa el cargo de subdirectora de tecnología de la información de la Biblioteca de México. De entre todos los objetos, cuadros y fotografías que también abundaban en la casa, recuerda una lagartija verde de tres colas que don José Luis tenía sobre su escritorio y un librerito giratorio de madera que había al lado.
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Un poco a la manera de “Casa tomada”, el cuento de Cortázar, los libros de la biblioteca de José Luis Martínez fueron haciéndose del control de Rousseau 53. Rebasado por exceso de volúmenes el orden, las fotografías que tomó Paulina Lavista contenidas en La biblioteca de mi padre, el libro de Martínez Baracs, dan cuenta de la invasión en los pasillos, en las recámaras, en el garaje.
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Y sin embargo, algo que siempre le pareció asombroso a Marilú era que don José Luis siempre supo dónde estaba cada cosa. En una conversación entre el crítico Emmanuel Carballo y José Luis Martínez, compilada en Celebración de José Luis Martínez en sus setenta años, Carballo le decía, aludiendo a la ausencia de Alfonso Reyes y de Pedro Henríquez Ureña: “Ahora cuando no sabemos algo, decimos: debemos preguntarle a José Luis Martínez y José Luis Martínez lo sabe”, a lo que José Luis Martínez respondió: “Yo digo siempre que lo sé al día siguiente porque sé dónde averiguarlo casi todo”.
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La obsesión de Martínez por poseer ciertas ediciones para su biblioteca lo llevó a casas de subasta, como cuando consiguió una rarísima edición del devocionario El alma en el templo que el historiador mexicano Joaquín García Icazbalceta —uno de sus escritores más queridos— mandó a hacer para su esposa, el cual cuenta con un estuche, exhibido en la biblioteca. Esta misma obsesión lo llevó a inventar estrategias ingeniosas y literarias como la que cuenta en Bibliofilia, a propósito de cómo logró adquirir el Diccionario Universal de Historia y Geografía, publicado a mediados del siglo XIX, cuya dirección se atribuye al historiador Manuel Orozco y Berra, y en donde colaboró el propio García Icazbalceta.
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Un día Rodrigo le trajo la noticia de que un anticuario ofrecía un ejemplar de ese diccionario a un precio muy alto.
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“Le pedí (a Rodrigo) dijera al librero que me interesaba la obra pero que mi única posibilidad de adquirirla era como la historia del señor que ofrecía un perrito fino muy caro”, escribe José Luis Martínez.
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Cuando el librero se presentó en su Rousseau 53 con los 10 tomos le preguntó que cuál era su oferta y la historia del perrito.
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“Le conté que el fulano pedía 10 mil pesos por el cachorrito y su amigo le dijo que estaba loco con su pretensión. Pero al día siguiente volvió a verlo ya sin el perrito, le preguntó qué había pasado. Respondióle que lo había vendido en los diez mil del águila. ‘¡Cómo va a ser posible!’, respondió. ‘Sí, se lo cambié por dos gatitos de cinco mil cada uno”.
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Al final, el anticuario terminó intercambiándole el diccionario por tres o cuatro códices que tenía duplicados.
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Durante mi recorrido por la biblioteca con Martínez Baracs, éste me mostró la primera edición de El llano en llamas, dedicada por Rulfo a su amigo José Luis y fechada en 1953. También una copia de trabajo de Picardía mexicana, de Armando Jiménez, libro al que Martínez le puso el título (“el libro que después de La Biblia ha tenido más ediciones en el país y tal vez el más leído”, dice Rodrigo; en su libro menciona también las colecciones de las revistas Jajá y Playboy), una edición facsimilar del Códice florentino, realizada en los años setenta por el Archivo General de la Nación. Y Borges, el libro de memorias de Bioy Casares sobre su colega y amigo, el último libro que Rodrigo compró para leerle fragmentos a su padre, cuando éste ya estaba muy enfermo.
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En Bibliofilia, José Luis Martínez cuenta (“en un tono llano”) no sólo sobre cómo consiguió sus libros más preciados, sino también anécdotas sobre los que perdió, los que “desaparecieron” y aun los que nunca tuvo: los nueve tomos de las Mexican Antiquities de Lord Kingsborough (en la Biblioteca Carlos Monsiváis hay uno de éstos), La población del valle de Teotihuacán de Manuel Gamio y la edición de 1536 de La escala espiritual para llegar al cielo de San Juan Climaco.
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“¿A quién le importa que zutano o mengano o yo mismo tenga tal libraco o lo considere una joya?”, se pregunta Martínez en la coda del libro, escrita en el marco del Homenaje al Bibliófilo que le Feria Internacional del libro de Guadalajara le rindió en 2002, cinco años antes de su muerte.
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Y concluye dando las gracias “a quienes ofrecen el sustento de su pasión por los libros y lo premian por su vicio”.
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FOTO: José Luis Martínez fotografiado en la biblioteca de su casa en la Ciudad de México. / Paulina Lavista
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