Manifiesto del Crack (1996)
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POR PEDRO ÁNGEL PALOU
I. La feria del Crack (una guía)
Las palabras más certeras sobre los retos que se le plantean a las novelas del Crack las iba a pronunciar, creo, Italo Calvino en Seis propuestas para el próximo milenio. En esas páginas, Calvino proponía una reflexión necesaria hoy, cuando la literatura y sobre todo la narrativa ven desplazado a su lector potencial por las tecnologías del entretenimiento: los juegos de vídeo, los medios masivos y, recientemente, para quien pueda solventarlos, los juegos de realidad virtual en los cuales oh, paradojas el desarrollo un individuo provisto de un modernísimo casco y un anatómico guante puede ver, oír e incluso palpar las aventuras que un disco compacto le proporcione.
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¿Cómo podrá competir, entonces, el narrador con sus escasos medios para granjearse a los lectores perdidos en ese vasto mundo de pocas tinieblas? Calvino, adelantándose, supo la respuesta: usando las más añejas armas del oficio digan lo que digan sobre la prostitución más viejo del mundo:
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La levedad. Calvino ponderaba esta virtud de la literatura, pensando que obras como
Romeo y Julieta, el Decamerón o el propio Quijote construían su poderosa maquinaria
narrativa en función de una extraña ligereza. O mejor: de una aparente sencillez. Era más
fácil manejar un terrible mensaje moral mediante este recurso. La aguda mirada, la ácida
crítica socia, se encuentran supeditadas a un ligero y fresco humor no exento también del más terrible de los sarcasmos. Decía Chesterton que el humor en literatura debe producir hilaridad, pero congelando la sonrisa en una mueca reflexiva que detenga el tiempo y desentierre el espejo.
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Primer territorio de la feria del Crack que con ustedes hemos visitado: El Palacio
de la Risa.
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La rapidez. Los teóricos de la comunicación saben desde hace tiempo que a la implosión de los información va aparejada la deflación del sentido. La guerra del Pérsico, la primera vía satélite, nos ilustró sobre esto; en realidad no supimos nada, aunque creíamos verlo y conocerlo todo. Sin embargo, no podemos negar que lo primero que asombra es la frialdad aterradora. Si poco después de principios de siglo el mundo se cimbró, y el verbo es gráfico, con el hundimiento del Titánic, hoy las tragedias de la guerra de Sarajevo ni impactan ni conmueven: informan.
Segundo territorio visitado: La Montaña Rusa.
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La multiplicidad. El Quijote es quizá la obra múltiple por excelencia en la historia de la literatura. Gargantúa le pisa los talones y el Tristam Shandy le lleva la maleta. Hoy, es ocioso apuntarlo, la propia realidad se nos arroja múltiple, se nos revela multifacética, eterna. Se necesitan libros en los cuales un mundo total se abra ante el lector, y lo atrape en nuestros anterior apartado usábamos este mismo verbo, pero aquí la estrategia es distinta. No es de vértigo, sino de superposición de mundos de lo ue se trata. Usar todo el potencial metafórico del texto literario para decirnos nuevamente: “Aquí están ustedes, encuéntrense”.
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Tercer territorio recorrido en la feria del Crack: La Casa de los Espejos.
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La visibilidad. Virtud última de la prosa, su textura cristalina. El propio Flaubert lo veía así: “Qué perro asunto es la prosa! Nunca acaba uno de corregir. Un buen fragmento de prosa debe de ser igualmente rítmico y sonoro que un buen verso”. No ocioso formalismo, sino búsqueda de la intensidad de la forma, uso a fondo de las virtudes magníficas del idioma castellano y de sus múltiples sentidos.
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Cuarto puesto de la feria: La Bola de Cristal.
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La exactitud. Calvino nos prevenía sutilmente que aisláramos los valores de los que hemos estado hablando. Y es con este último apartado que podemos ilustrar cómo no hay exactitud sin precisión, cómo no existe velocidad sin precisión y exactitud, y cómo es imposible la levedad sin el vértigo, la transparencia y la rapidez. Exacto es todo buen texto de prosa. Más aún, equilibrado. La añeja preocupación del fondo y la forma es gratuita cuando una obra literaria busca con devoción la exactitud. Lo sabía Conan doyle, para quien el efecto lo era todo. Para lograrlo, hay que recurrir a todo lo demás. Pero quizá la mayor enseñanza de esta propuesta de Calvino sea la de hacernos comprender que no es posible la exactitud de la obra literaria si ésta no se da naturalmente, conseguida sin esfuerzo. Picasso dixit: “La inspiración existe, pero tiene que encontrarte trabajando”. ¿Qué queremos decir? Agilidad, poder de descripción (y describir es observar con la intención de hacer las cosas interesantes, como quería Flaubert, pero también seleccionar esas pequeñas grandes cosas, que no sólo forman parte de la vida, sino que son la vida) y ese ingrediente que permite al lector continuar sin descanso la lectura y aumentar su curiosidad. Ahí se revela la importancia que debe conceder el narrador de fin de siglo a la exactitud que implica poner la palabra precisa en el momento adecuado.
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Y con esto damos término al penúltimo lugar visitado: El Tiro al Blanco.
B
La consistencia. Italo Calvino planeaba escribir este apartado basándose sólo en el análisis de uno de los textos más hermosos de Melville, Bartelby, el escribiente. Este extraño personaje, empleado de una notaría, se niega poco a poco a participar de la existencia, repitiendo la frase “prefería no hacerlo”. Al final del relato, Bartelby es encerrado y muere repitiendo la sentencia, negándose incluso a comer. Consistente con su proyecto de vida y con su futuro, la novela del Crack se antoja como renovación desde el tradicional último espacio a visitar: recorrer nuevamente, y con la misma voluntad de naufragio, la feria del Crack, mostrada en el siguiente tetrálogo.
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1. Las novelas del Crack no son textos pequeños, comestibles. Son, más bien, el churrasco de las carnes: que otros escriban los bistecs y las albóndigas. A la ligereza de lo desechable y de lo efímero, las novelas del Crack oponen la multiplicidad de las voces y la creación de mundos autónomos, empresa nada pacata. Primer mandamiento: “Amarás a Proust sobre todos los otros”.
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2. Las novelas del Crack no nacen de la certeza, madre de todos los aniquilamientos creativos, sino de la duda, hermana mayor del conocimiento. No hay, por ende, un tipo de novela del Crack, sino muchos; no hay un profeta, sino muchos. Cada novelista descubre su propio pedigrí y lo muestra con orgullo. De padres y abuelos campeones, las novelas del Crack apuestan por todos los riesgos. Su arte es, más que el de lo completo, el de lo incumplido. Segundo mandamiento: “No desearás la novela de tu prójimo”.
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3. Las novelas del Crack no tienen edad. No son novelas de formación, y rehúyen la frase de Pellicer: “Tengo años y creo que el mundo nació conmigo”. No son, por ende, las primeras novelas de sus autores doce las tentaciones de la autobiografía, del primer amor y del ajuste de cuentas familiar pesan por sobre todas las cosas. Si la posesión más preciada del novelista es la libertad de imaginar, estas novelas exacerban el hecho buscando el continuo desdoblamiento de sus narradores. Nada más fácil para un escritor que escribir sobre sí mismo; nada más aburrido que la vida de un escritor. Tercer mandamiento: “Honrarás la esquizofrenia y escucharás otras voces; déjalas hablar en tus páginas.”
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4. Las novelas del Crack no son novelas optimistas, rosas, amables; saben, con Joseph Conrad, que ser esperanzado en sentido artístico no implica necesariamente creer en la bondad del mundo. O buscan un mundo mejor, aunque sepan que tal vez, en algún lugar que no conoceremos, tal ficción pueda ocurrir. Las novelas del Crack no están escritas en ese nuevo esperanto que es el idioma estandarizado por la televisión. Fiesta del lenguaje y, por qué no, de un nuevo barroquismo: ya de la sintaxis, ya del léxico, ya del juego morfológico. Cuarto mandamiento: “No participarás en un grupo en que te acepten a ti como miembro”.
II. Genealogía del Crack
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POR ELOY URROZ
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En su conocido ensayo México en su novela, el crítico norteamericano John S. Brushwood insistía en que Yáñez había establecido la tradición de la “novela profunda” en 1947 con la publicación de Al filo del agua. Posteriormente, en 1955 y dentro de la misma tradición, aparece Pedro Páramo, de quien el mismo Brushwood dice: “Es natural que algunos lectores pongan reparos a la dificultad de acceso a la novela y que algunos prefieran rechazarla en vez de esforzarse por entender lo que ella cuenta. Resulta comprensible la renuencia a una participación tan activa, pero a mi entender los resultados al final merecen el esfuerzo”. Lo que en ambos casos no deja de llamar la atención es, primero, el atinado adjetivo “profundo” para referirse a una tradición o pía cadena de novelas y de novelistas que, en su momento, sí entendieron “profundamente” el trabajo creativo como la más genuina expresión de un artista comprometido con su obra.
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Cuando Brushwood habla, por ejemplo, de “la dificultad de acceso” a ciertos libros, los autores del Crack piensan de inmediato en la novela “con exigencias” y “sin concesiones”; “exigencias” cuyos resultados, al final, “merecen el esfuerzo” y “concesiones” que no sirven a la larga sino para enflaquecer aún más el panorama de nuestra narrativa y para desanimar a los lectores honestos. El dilema, pues, con este grupo de novelas Crack es el de que, heroicamente, pretenden la hazaña de encontrar lo que Julio Cortázar denominó “participación activa” en sus lectores justo cuando una abominable “renuencia” es lo que vende y lo que a su vez consumen sus lectores. Así, la genealogía del Crack se va perfilando. El Crack deslinda y desbroza los libros de los que se siente deudor y también los libros de los que se siente anatematizador o inquisidor, pues son muchas las novelas que se irían a la hoguera sin reparo y sin perdón.
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Al lado de esta tradición que tiene su esplendor con Yáñez y Rulfo, como ya dijimos, los novelistas del Crack guardan reverencia por esas contadas obras llamadas Farabeuf, Los días terrenales, La obediencia nocturna, José Trigo, La muerte de Artemio Cruz y unas cuantas más. Pero, y desde entonces, ¿qué pasa? ¿Cuáles son esas otras obras ejemplares de nuestra literatura o, por lo menos, ¿cuáles son esos relatos en que nosotros, autores nacidos en los años sesenta, podemos hoy día abrevar o siquiera encontrar un modelo digno como para pretender quitarle la vida y, acto seguido, usurparle un trono? No los hay; han ido muriéndose de anemia y autocomplacencia. Los riesgos y el deseo de renovación han languidecido. Una laguna de varios lustros empantana de ausentismo el entorno de las letras, ya sea con novelistas que no escriben o, peor aun: con escritores que no pueden llamarse novelistas. Son pocas, siendo francos, las excepciones y sus novelas no pasan de ser buenas, repito: educadamente buenas, sin ningún terror que contravenga el insulso contrato social, la insulsa norma literaria. La pía cadena de novelas legítimamente “profundas”, pues, sufre un descalabro cuando las editoriales grandes comienzan a titubear hace algunos años y prefieren venderle al público títulos apócrifamente “profundos”, apócrifamente literarios, dándoles así a los lectores cantidad inenarrable de “gatos por liebres” y desactivando de paso la avidez de exigencia que textos como Rayuela, La vida breve o Cien años de soledad redituaban. El fenómeno se vuelve hoy día tan portentoso y evidente que no queda sino decir que es un asunto lamentable. Sin embargo, los novelistas del Crack sueñan que en alguna parte de nuestra República Iletrada existe un grupo de lectores hartos, cansados, ahítos de tantas concesiones y tantas complacencias. Ellos, ustedes, ya no pueden ser engañados. Las concesiones, repito, los desconcierta y no los lleva sino a pensar que su propia capacidad está siendo menoscabada. A ese grupo de individuos, ustedes, unos cuantos miles desgraciadamente, desean llegar las novelas del Crack, persiguiendo, repito, esa genealogía que desde los Contemporáneos (o quizás poco antes) ha forjado la cultura nacional cuando ha querido correr verdaderos riesgos formales y estéticos. No hay, pues, ruptura, sino continuidad. Y si hubiese alguna forma de ruptura, ésa sería sólo con la broza, el perjudicial Gérber actual, la literatura de papilla—embauca—ingenuos, la novela cínicamente superficial y deshonesta. De cualquier modo, lo cierto es que no importa todo lo que aquí yo diga o diga cualquiera de mis compañeros: las novelas del Crack al final hablarán por su cuenta.
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Allí están. Se llaman: El temperamento melancólico, Memoria de los días, Si volviesen sus majestades, La conspiración idiota y Las Rémoras. Si hay en ellas un común denominador, creo que es el riesgo estético, el riesgo formal, el riesgo que implica siempre el deseo de renovar un género (en ese caso el de la novela) y el riesgo que significa continuar con lo más profundo y arduo que tenemos, eliminando sin preámbulos lo superficial, lo deshonesto. Basta de subestimarlos a ustedes. Pero como dice el poeta Gerardo Deniz y en mi caso se ha vuelto una consigna: “El tiempo no cura. El tiempo verifica”. Esperemos a que el tiempo otorgue su última palabra al Crack.
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III. Septenario de bolsillo
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POR IGNACIO PADILLA
1. Cansancio y deshaucio
Si Pessoa pudo crear él solo toda una generación en una Lisboa dictatorial y yerma de literatura, fue, ideas aparte, por cansancio. Una mañana, después de un sueño intranquilo, Álvaro de Campos despertó para escribir: “Porque oigo, veo. Confieso: es cansancio.” Y en sus insomnios nació la gran poesía. De manera similar, creo ue vienen todas las rupturas, desde los más cotidianos desvaríos hasta las más cruentas y radicales revoluciones; no por ideologías, sino por fatiga. Por eso aquí también está de más buscar definiciones contundentes, teorías. Acaso sólo aparecerán algunos “ismos” extraños que tienen más de juego que de manifiesto. Ahí hay más bien una mera reación contra el agotamiento; cansancio de que la gran literatura latinoamericana y el dudoso realismo mágico se hayan convertido, para nuestras letras, en magiquismo trágico; cansancio de los discursos patrioteros que por tanto tiempo nos han hecho creer que Rivapalacio escribía mejor que su contemporáneo Poe, como si proximidad y calidad fuesen una y la misma cosa; cansancio de escribir mal para que se lea más, que no mejor; cansancio de lo engagé; cansancio de las letras que vuelan en círculos como moscas sobre sus propios cadáveres. De ese agotamiento viene un acta de defunción generalizada, no sólo literaria, sino aun de la circunstancia. No hablo de pesimismos o existencialismos impostados o trasnochados. Acaso siempre tenemos la ventaja de que el espíritu de la comedia, la risa y la caricatura, se volverán alternativas.
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2. Sobre la contienda ausente y otras definiciones en pensamiento negativo
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No es tan gratuito, como opinan algunos, el término siciliano de “generación sin contienda”. Esta allí la ironía para quienes hayan leído a Ortega y Gasset, y sepan que entre las características que él apuntaba para constituir una generación se contaba la contienda. Pues bien, la ausencia de contienda es uno de los pocos elementos que nos unifica, querámoslo o no. Y si algo está ocurriendo con las novelas del Crack, no es un movimiento literario, sino simple y llanamente una actitud. No hay más propuesta que la falta de propuesta. Dejaremos a otros más piadosos elaborarla en su momento, que sin duda lo harán. No es ésta la única definición en discurso negativo, no sólo es la falta de contienda: cual si fuésemos escolásticos definiendo a Dios o al infierno, sólo podría decirse que, más que “ser algo”, las novelas del Crack “no son muchas cosas”, son todo y nada, esa expresión con que Borges definió acertadamente a Shakespeare. A veces, las definiciones matan al misterio, y una literatura sin misterio no merece la pena ser escrita.
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3. Creacionismo para la escatología
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No nos engañemos: no hay en las novelas del Crack, ciertamente apocalípticas, originalidad escatológica. Sería injusto otorgarles esta línea, injusto con una larguísima tradición que, por cierto, no es precisamente mexicana. Por si esto no bastase, ya el fin de las ideologías y la caída del muro de Berlín se adelantaron mucho a la escritura; hace tiempo que nos dejaron por herencia un mundo formado de sufijos, sólo de sufijos que agregamos, a veces en serio y casi siempre en desesperada broma, a lo que ya existió, a lo que ya fue. Ya Beckett predijo una situación del género hace mucho tiempo, no con Godot, sino con su Final de partida. Como Hamm y Cov, no escribimos desde el apocalipsis, que es viejo, sino desde un mundo situado más allá del final. Si al parecer hay en estas novelas un afán creacionista, no en el sentido literal tipo Huidobro, sino en el amplio de Faulkner, Onetti, Rulfo y tantos otros, es porque se juzga necesario construir ese cosmos grotesco para tener mayor y más verosímil derecho a destruirlo. Y una vez destruido, sólo entonces, comienzan las novelas del Crack a aparecer dentro del imperio del caos.
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4. El cronotopo cero, o hacia una estética de la dislocación
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Este mundo más allá del mundo no aspira a profetizar ni a simbolizar nada. Acaso hay a veces trampas para un efecto de extrañeza en homenaje a Brecht y a Kafka, algo para lo grotesco, algo para la paráfrasis caricaturesca; en realidad, lo que buscan las novelas del Crack es lograr historias cuyo cronotopo, en términos bajtinianos, sea cero: el no lugar y el no tiempo, todos los tiempos y lugares y ninguno. Del comic hemos tomado lo que accidentalmente hicieran, hace más de medio milenio y en forma accidental, los refundidores del Amadís de Gaula y lo que, sólo hace cinco años, ha hecho el austríaco Ransmayr al situar a su Públio Ovidio Nasón frente a un ramillete de micrófonos. La dislocación en estas novelas del Crack no será a fin de cuentas sino remedo de una realidad alocada y dislocada, producto de un mundo cuya massmediatización lo lleva a un fin de siglo trunco en tiempos y lugares, roto por exceso de ligamentos.
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5. El nimbo y la palabra
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A la novela del Crack, pues, le queda renovar el idioma dentro de sí mismo, esto es, alimentándolo de sus cenizas más antiguas. Quede para otros, los que sí tienen fe, tratar el idioma con el argot de las bandas o con el discurso rockero, que ya sabe a viejo. Hay más libros aún por hacer. Por cortar hay tela en la peremiología, en la oralidad del rapsoda, en los arcaísmos y la lengua atávica, en la oralidad y el folclor, en la retórica juglaresco—clerical. Estos recursos, al menos, han mostrado una mayor resistencia al tiempo, y aunque parezca más difícil esta alquimia, sus resultados son más ricos.
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6. Elogio de los monstruos
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Ya nadie escribe novelas, o bien: ya nadie escribe novelas totales. Pero, me pregunto, ¿novelas para quién?, ¿totales para quién? ¿Se escriben acaso? Mejor será hablar de novelas supremas y de nombres como Cervantes, Sterne, Rabelais y Dante, con todos los que los han seguido abiertamente. Se trata de organismos, que no por gigantescos debieran asustarnos, que no por monstruosos debiéramos privarnos de ellos. Más soberbio me parecerá el autor que se aleje de esos gigantes aduciendo una incapacidad dudosa, que aquellos nosotros— que los asuman abiertamente, que se revuelquen con ellos. La literatura que reniega de su tradición no puede ni debe crecerse en ella. Ningún monstruo niega sus sombras. Novela o anti—novela, espejo contra espejo, sólo así es posible la ruptura en digna continuidad.
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7. Ruptura y continuidad
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No vale la pena agitar el frasco de las garrapatas. Esto es un juego, como todo lo que vale en la literatura. La palabra es una y la misma; la novela, digan lo que digan, viene de siempre y continúa. Rompiéndola, prevalece. En efecto, si no hay nada nuevo bajo el sol, es porque lo viejo vale para la novedad.
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IV. Los riesgos de la forma. La estructura de las novelas del Crack
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POR RICARDO CHÁVEZ CASTAÑEDA
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Lugares comunes como “las páginas nos hablan” o “el libro se defiende solo” se tornan pertinentes a la hora de evaluar una propuesta estética. Si un manifiesto es, en el mejor de los casos, un mapa para contornear lo que resulta obvio a una mirada medianamente atenta a los comunes denominadores, las obras representan los verdaderos reinos del compromiso con una postura y una proclama. Las cinco novelas Crack son precisamente el sitio donde ha de buscarse cuanto de pacto, de alma prometida y de ambición; cuanto de apuesta por una literatura, llamémosle, “profunda”, hay en el momento actual de estos escritores. Lo extraordinario ha sido la coincidencia. Las novelas fueron elaboradas sin consigna colectiva. Si posteriormente se agruparon hubo, por un lado, menos voluntad que destino compartido en el siempre voluble medio de las editoriales, y, por otro lado, lo más importante, una correspondencia de postulados, promesas y quizá, por qué no, incumplimientos. Exposiciones como ésta no hacen sino compartir nuestro asombro: desembocar en los accidentes episódicos de la época había sido, hasta ahora, el único punto de reunión en nosotros, autores nacidos a partir de los sesenta. Palabras más, palabras menos, lo que nos ha unido hoy es una misma condena, si se entiende que las novelas son ya, para bien o para mal, una demarcación y un voto de proceso. De aquí en adelante se trata sólo de recorrer y exprimir hasta sus últimas consecuencias la elección hecha. ¿Cuáles han sido los términos del convenio? ¿Cuál ha sido el juramento? Los libros son el único sitio donde han de buscarse las respuestas; sin embargo, es posible adelantar el mapa que toda declaración de principios desdibuja para facilitar las adhesiones y los agravios. Las novelas del Crack comparten esencialmente el riesgo, la exigencia, la rigurosidad y esa voluntad totalizadora que tantos equívocos ha generado. Si volviesen sus majestades, Memoria de los días, La conspiración idiota, Las Rémoras y El temperamento melancólico rehúsan cualquier fórmula masiva o probada. Corren el riesgo de ensayar. Podrá reclamárseles incumplimiento mas no insuficiencia en la ambición: explorar al máximo el género novelístico con temáticas sustanciales y complejas, sus correspondientes proposiciones sintácticas, léxicas, estilísticas; con una polifonía, un barroquismo y una experimentación necesarias; con una rigurosidad libre de complacencias y pretextos.
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De este modo, mientras una secta completa se encarga de narrar el fin del mundo en Memoria de los días, son las voces de los actores que irrumpen en la película que se filma en El temperamento melancólico, quienes nos dan cuenta de la soberbia infinita de un director que se asume como dios. O, en otro extremo, Si volviesen sus majestades involucra en el aparente orden de su historia principal un caos de historias engarzadas, lo mismo que las tres breves novelas que, al modo cervantino, interrumpen el viaje principal de Ricardo hacia Las Rémoras. Y en un último tour de force, La conspiración idiota apuesta por deletrear el secreto lenguaje de los niños con un léxico tan original como el que balbucea nuestro bufón en Si volviesen sus majestades. En las novelas del Crack ustedes encontrarán, pues, los alcances del proyecto pero también sus límites; las conquistas pero también sus desvaríos. Nada se soslaya, nada se modera, porque las apuestas que valen sólo contienen extremos, tan arriba y tan abajo se desee la escalada o la caída. Un libro así obligadamente es profundo y severo con sus lectores. La novela del Crack demanda pero ofrece. Se jacta de ser recíproca: cuanto más se busque, más se recibirá, con la certeza de que preexiste el iceberg para saldar cualquier deuda. Aquí se exige una precisión. Contra esas novelas mundo, voraces, que todo lo aspiran y todo lo exhiben; libros que se quieren científicos, filosóficos, de enigma, etcétera, a un tiempo, y que, como la vida misma, desecha tanto como ciñe sin transformarse, así las novelas totalizadoras del Crack generan su propio universo, mayor o menor según sea el caso, pero íntegro, cerrado y preciso. Los libros del Crack crearon su propio código, y lo han llevado hasta sus últimas consecuencias. Son cosmos egocéntricos, casi matemáticos, en su construcción y en su fundamento, absolutos en su urgencia de comprender las realidades seleccionadas desde todas las perspectivas, que en la literatura se traducen como multiplicación de registros e interpretaciones; no hay un vértice que no sea nude o no se cerque, como una red que es una combinación de lazos y agujeros.
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En fin, no se hace nada nuevo. Cuando más, desbrozar una estética olvidada en la literatura de México. Hemos elegido ascendencia y uno sólo de los mil caminos posibles. La proposición, pues, está hecha, escrita, y ahora publicada, porque cualquier diálogo en términos de propuesta literaria se realiza con libros: “las páginas nos hablan”, “los libros se defienden solos”. El Crack está listo para hacerlo.
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V. ¿Dónde quedó el fin del mundo?
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POR JORGE VOLPI
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Enfebrecidos, los bizarros miembros de la Iglesia de la Paz del Señor que aparecen en Memoria de los días, peregrinan hacia Los Ángeles, en busca de adeptos y aunque no lo sepan— hacia la destrucción de su mundo. La variada corte de personajes, a cual más excéntrico —el escribano, el sacerdote luchador, la reencarnación de la Virgen, las variantes de una perversa lotería narrativa—, recorre el mundo tratando de explicar a los incrédulos que el universo está a punto de desaparecer, tal como hace Carl Gustav Gruber, el aclamado director de cine de El temperamento melancólico. Algunos los escuchan, pocos los siguen, los más se burlan o los condenan. Habrá de ser un norteamericano loco, trasunto de David Koresh, quien desencadene una masacre entre los sectarios. Los científicos, como los críticos, creen tener la última palabra: el Juicio Final ha sido un engaño; objetivamente, nada ha cambiado. Lo que desconocen, lo que son incapaces de comprender, es que la inmolación ocurrida en Los Ángeles ha sido en realidad, la hecatombe tantas veces anunciada. Porque no tienen la entereza ni el valor suficientes para darse cuenta de que, parafraseando a Nietzsche, el fin de los tiempos no ocurre fuera del mundo, sino dentro del corazón. Más que una superstición decimal o una necesidad del mercado, el fin del mundo supone un particular estado del espíritu, lo que menos importa es la destrucción externa, comparada con el derrumbamiento interior, con ese estado de zozobra que precede a nuestro íntimo Juicio Final. Del mismo modo, sólo una casualidad milenarista ha hecho que otros peregrinos se dirijan también a esas tierras: Ricardo y Elías, absurdos siameses que se han inventado mutuamente sin saberlo, avanzan por la carretera que va de La paz hacia la frontera californiana, rumbo a esa misma Babel de inmigrantes, y de ahí quizás hasta Alaska. En un mundo múltiple, en el cual abundan las historias dentro de las historias, como en Si volviesen sus majestades, la estética de Escher o Borges parece llegar a sus últimas consecuencias en Las Rémoras, la novela y el pueblo de pescadores donde se celebra este ritual de reunificación. Somos seres divididos, o múltiples, quién lo duda: lo extremo aquí es que sólo la escritura es capaz de reintegrarnos con nuestros fantasmas, ello hace posible que los amigos imaginarios de la adolescencia aparezcan como creaciones reales, o, aun peor, como los autores de nuestros días. Escondido, el fin del mundo es aquí el inicio de la Utopía, el inicio de un mundo nuevo: al fin unidos, Elías y Ricardo, creador y creatura simultáneos, se detienen a mitad del desierto y, mientras orinan a la vera del camino, contemplan el espacio inabarcable el fin, el principio del universo— que aún tienen por delante. No es otra cosa lo que ocurre con la pandilla de viejos adolescentes que emprende La conspiración idiota. Varios adultos se dedican a recordar sus aventuras de niños, en especial el destino de Paliuca, el más extraño de todos, quien de pronto, muchos años atrás, decidió que tenía que ser bueno. Se reúnen entonces en vagas tertulias tratando de desentrañar el pequeño misterio que los une a Paliuca. Sin embargo, la aparente obviedad de la trama esconde un secreto: la verdad no existe, lo único que importa es la experiencia interior de los personajes, quienes apenas consiguen explicarnos quiénes son. El estilo y la textura sintáctica de las frases tal como acontece con el lenguaje desfasado del Senescal de Si volviesen sus majestades—, son los que trastocan las convenciones para revelarnos, una vez más, que el fin del mundo ocurrió hace mucho, en esa zona innominada y abstrusa que separa la inocencia de la crueldad, la infancia de la madurez. Uno tampoco podría creer que es coincidencia que ese fiel Senescal del reino traslúcido abandonado por sus Majestades, sueñe permanentemente con viajar a las tierras de Kalifornia con K, puesto que en este mundo las letras han terminado por sustituir a la sociedad— para consagrarse, al fin, a su pasión cinematográfica. Pero así es: Kalifornia aparece como topos recurrente de la pasión finisecular, espacio de masacre o de fuga. Pero, a diferencia de sus congéneres de Memoria de los días o Las Rémoras, el Senescal no llegará nunca a rozar su sueño. Porque, oh dolor, el fin del mundo es él mismo. En su túrbida figura, su exquisito sadomasoquismo con el bufón, y su lingua franca que recuerda o más bien trastoca el español del “infame Avellaneda”, cabe el universo entero con todo y sus Majestades idas— y por tanto, también, horror de horrores, su feraz destrucción. El fin del mundo es también esquizofrenia, fantasía, big crunch hipocondríaco. La conclusión no puede extrañar a nadie: el Senescal no ha hecho otra cosa que buscar, a lo largo de las frases y el delirio, como un Rumpelstiltskin oligofrénico, su identidad, la misma que podrían tener casi todos los personajes Crack: de aquí en adelante su nombre será Caos.
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Por su lado, Carl Gustav Gruber, el famoso e inexistente director de cine alemán, comparte con Elías, el escribidor de Las Rémoras, y con Amado Nervo, el Pluma de Oro de Memoria de los Días, tan privilegiada característica: artista por fuerza, todo lo que tocan sus manos se convierte en cadáver. ¿No es la infertilidad, sin ir más lejos, el verdadero fin del mundo? ¿La mediocridad, el olvido? Gruber filma, obsesion ado, su última película: tiene cáncer y, lo que es peor aún, es capaz de contagiarlo a sus actores a través de sus palabras, de su atroz temperamento melancólico. Contrata, con esta misma obsesión por lo perfecto, su séquito de últimos hombres otra cofradía, otra hermandad como en La conspiración idiota—, pero que se distingue, en este caso, por su maleabilidad exacerbada. Todos se sienten, o son, artistas, como Gruber. Todos están dispuestos a vender su alma por tan noble causa. Y todos pagarán por ello. El fin del mundo puede creerse y predicarse, como en Memoria de los días; puedetratar de alcanzarse en automóvil o ferry, como en Las Rémoras; puede rememorarse y reconstruirse en la infancia y el pasado, como en La conspiración idiota; puede provocarse en uno mismo, hasta la locura, como en Si volviesen sus majestades; y puede, también, otorgarse como una infame Caja de Pandora a los demás, como en El temperamento melancólico. Sea como fuere, en cualquiera de los casos, nadie escapa a esta última enfermedad, a este quinto jinete, a esta plaga y este divertimento: a este postrer estado del corazón.
Ciudad de México, julio de 1996
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