Manuel Enríquez: Obra para ensamble
POR IVÁN MARTÍNEZ
Lejos quedaron los años en que el Foro Internacional de Música Nueva era el epicentro de la música contemporánea que se escribe y toca en México. De hecho, no creo exagerar al decir que luego de la muerte de su fundador, Manuel Enríquez (1926-1994), esta cayó en una etapa de dispersión que encontró, sí, muchas salidas pero inminentes, encontradas sólo con el talento y la insistencia de los propios (pocos) creadores y de algún grupo, reducido, de intérpretes curiosos, la mayoría entonces muy jóvenes estudiantes en el extranjero.
Estos veinte años, la dispersión del mismo Foro, agonizante cada año como muchas de las grandes instituciones oficiales, y el regreso de esos jóvenes a la realidad mexicana, o la llegada de otros músicos a los que el país fue acogiendo, han ido propiciando la organización de nuevas iniciativas que se han consolidado en la última década; instituciones jóvenes no solo en edad, sino en modos, en nuevas sinergias, todas trabajando de manera prácticamente independiente a las estructuras del Estado.
Hoy el papel de el Foro, un festival al que ya sólo asisten despistados, muy pocos estudiantes, y a veces ni los propios compositores cuya música es ahí tocada, ha sido relevado por pequeños pero más sólidos epicentros: el Centro Mexicano para la Música y las Artes Sonoras, el programa conjunto de este con el Festival Cervantino “Prácticas de Vuelo”, el ensamble Tempus Fugit, la labor académica y de promoción cultural que allende la agenda de conciertos realiza el grupo Ónix. Y, entre ellas, el más reciente escaparate: el Centro de Experimentación y Producción de Música Contemporánea (Cepromusic).
Instaurado hace dos años tras una convocatoria conjunta entre el Fonca y el INBA que reunió al ensamble fundador, al poco tiempo fue nombrado como su director, casi de manera natural y obvia, José Luis Castillo, un valenciano que desde su llegada a México en 1997 logró ganarse el respeto del medio mexicano por, además de una visión muy particular pero siempre apasionada y firme del repertorio sinfónico tradicional, su incansable fervor por programar con rectitud músicas nuevas otrora difícilmente escuchadas.
Este diciembre, el ensamble del Cepromusic, con Castillo al frente, lanzó su primera producción discográfica, dedicándola a ese infatigable servidor de la música contemporánea y uno de nuestros compositores más universales, Manuel Enríquez, una coproducción del Conaculta, el Fonca, el INBA y la Sociedad de Autores y Compositores de México, y que es distribuida por la firma mexicana Quindecim.
Se trata de una bien diseñada selección de varias de sus obras de cámara fundamentales, que comienza con Tlachtli (1976), escrita para violín, violonchelo, flauta, clarinete, corno, trombón y piano y, como la mayoría de las piezas aquí registradas, bajo el amparo de ese aleatorismo tan meticulosamente sugerido y ordenado que tanto cosechó.
Le siguen dos piezas concertantes pero de naturaleza camerística, esenciales en el catálogo del compositor: el Concierto para 8, en el que al violín, contrabajo, clarinete, fagot, trompeta, trombón y percusionista se suma el director, pieza clave para ordenar la prosa de esta que quizá sea el ejemplo más claro de las obsesiones del compositor por las formas: escritos los motivos aleatorios, es él quien en cada ejecución va ordenándolos intuitivamente dentro de la arquitectura de cada movimiento; donde la coherencia de su tercero, un Rondó, calla ante cualquier escucha los prejuicios sobre la volatilidad de estas técnicas.
Luego él y… ellos, pieza para violín solista y ensamble. Partitura especialmente difícil y de virtuosismo palpable, es en este disco el inciso menos brillante. Sin demérito técnico, la ejecución de Cuauhtémoc Rivera deja que desear en el ámbito interpretativo, minimizando a casi nula percepción las posibilidades de una pieza no sólo de escritura impecable, sino de instinto y riqueza que recuerda las capacidades como violinista e intérprete que tuvo el propio autor.
Vienen después la muy impresionista en prosa II, en su versión de 1990, y la mística tzicuri, de 1976, quizá la más “ordenada” de sus piezas aleatorias, para terminar el programa con las Tres formas concertantes, que algunos musicólogos datan en 1964: pieza joven, pero firme en el pensamiento y las búsquedas que seguiría el compositor los siguientes treinta años; inquieto en el uso del color, apasionado de las formas y el equilibrio, demasiado confiado en el instinto ordenado de sus intérpretes que apenas veinte años después de su muerte le brindan un adecuado registro.
Ha sido un acierto del director del ensamble el guiar a sus instrumentistas por músicas difíciles a las que pocas veces nos enfrentamos con sonido claro, cohesionado, incluso bello, y aun más extraño, sin despegar el intelecto de la emoción. Acierto también de la producción musical a cargo de la compositora Ana Lara, quien junto a Valeria Palomino, ha hecho un registro notable de cada una de las voces con fidelidad y buen balance.
Veo poca aportación en las notas del cuadernillo firmadas por el musicólogo Aurelio Tello, y poca, equivocada o nula información indispensable sobre algunas obras (la instrumentación de Tlachtli o el nombre de los ejecutantes de cada obra, por ejemplo), el valor añadido que no ha logrado el Cepromusic en su debut discográfico.