Manuel Felguérez, materia y memoria

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El mundo de la pintura se despide de Manuel Felguérez, maestro del arte abstracto en México, un apasionado de la experimentación y la tecnología que revolucionó la tradición nacionalista del país

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POR GERARDO ANTONIO MARTÍNEZ

Sobre la obra de Manuel Felguérez, Juan García Ponce escribió: “parte siempre de una necesidad innata de organizar formas, de crear nuevos ritmos mediante el trazo de la pincelada o el contraste de los colores, sin traicionar jamás su fidelidad a la materia”.

 

Esta descripción, que bien podría extenderse a cualquier otro de los artistas de la llamada Generación de la ruptura, anuncia ya un distanciamiento del nacionalismo artístico, una actitud a la que sería fiel toda su vida; pero no sólo a eso, sino a esa fidelidad por la experimentación que lo llevó a protagonizar aventuras estéticas al lado de otros creadores que en su momento retaron los parámetros del arte oficialista, de lo socialmente aceptable y lo técnicamente posible al introducir la participación de computadoras en la creación de obra plástica.

 

Al momento que García Ponce escribe esas líneas (1998) tiene ya clara la trascendencia de la Generación de la ruptura. En ésta participaron pintores y escultores como Vicente Rojo, Alberto Gironella, Fernando García Ponce, Roger von Gunten, Francisco Corzas, Lilia Carrillo y Felguérez. Hay en este narrador y cuidadoso crítico de arte el reconocimiento de una trayectoria de grupo cohesionado no por un manifiesto artístico, sino por una actitud de rechazo por el arte oficialista, una premisa que Felguérez reiteró en sus conversaciones más recientes con motivo de la exposición Trayectorias en el MUAC: “Éramos amigos porque logramos hacer un enemigo: el nacionalismo de la Escuela Mexicana. No los pintores, sino el sentido nacionalista de las novelas, del cine, de los cabarets, de los pueblitos. Todo el nacionalismo tremendo”.

 

Pero, ¿qué hay detrás de este artista abstracto al que García Ponce tanto valora? Imaginemos la Europa de posguerra, un punto impreciso entre Frankfurt y Roma, con los caminos y las carreteras tapizados de chatarra, despojos de tanques, coches y cañones que quedaron esparcidos en los que sólo dos años atrás eran campos de batalla. Un paisaje de desperdicios que es la realidad para Manuel Felguérez, un muchacho de 19 años que en compañía de otros boy scouts decide hacer a pie el trayecto entre las dos ciudades para toparse de frente con esos objetos que de alguna forma le anuncian la posibilidad de rescatar el material de desecho para fines ajenos a la hostilidad. Quizá su lema fue: si nacimos en el desperdicio, hagámoslo materia prima de un lenguaje propio.
Desde siempre reconoció mayor afinidad y cercanía con la tradición y las escuelas europeas que con las de Estados Unidos. En la Academia de la Grande Chaumiére de París fue alumno del escultor Ossip Zadkine, por quien tuvo contacto con el constructivismo ruso entre 1949 y 1950. La búsqueda lo hizo afín a Louise Nevelson y Jean Arp, escultores en quienes vio una participación de los materiales cotidianos en el arte.

 

Sobre esta época, la curadora Pilar García da algunas coordenadas de la que podría considerarse la etapa inicial en la obra de Felguérez: “Cada vez que veo su mural de hierro como el que está en el MUAC veo más influencia de Louise Nevelson en estos como embalajes de construcción. También hay una gran resonancia con Jean Arp”. Esa primera época tampoco se puede entender sin su paso por el taller de Francisco Zúñiga, una etapa formativa de la que salió la producción para su primera exposición en el Instituto Francés de América Latina en 1954, un evento en el que recibió el respaldo de Justino Fernández, el crítico de arte más infuyente en ese momento.

 

La exposición Trayectorias en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC) despliega la que a consideración de los curadores son tres etapas que marcan el rumbo de su producción plástica: los murales con materiales de desecho, La máquina estética y sus obras más recientes. Varias de las obras expuestas son reconstrucciones de piezas que por su condición efímera no lograron conservarse. Este es el caso de La máquina del deseo, parte de la escenografía de la película La montaña sagrada (1973), de Alejandro Jodorowsky, y que fue reconstruida el año pasado para la galería Páramo, de Guadalajara.

 

Para la época en que trabajaron con el cineasta chileno, Manuel Felguérez, Vicente Rojo, Lilia Carrillo y su generación habían participado ya en esa efervescencia artística que giró alrededor del Movimiento estudiantil de 1968 y de protagonizar debates estéticos con la Escuela Mexicana: las exposiciones Salón 64 en el Museo de Arte Moderno en 1963; la selección del salón latinoamericano de la compañía ESSO en 1964 y Confrontación 66 en el Palacio de Bellas Artes.

 

Mientras la Escuela Mexicana, defensora de una estética nacionalista fomentada por una visión oficialista, tenía en Mario Orozco Rivera, Juan O´Gorman, Raquel Tibol y Antonio Rodríguez a los protagonistas de estos debates estéticos que decidían a quién se le abría y a quien se le cerraban las puertas de estas exposiciones colectivas, la nueva tendencia era defendida por Juan García Ponce y Manuel Felguérez. El Movimiento estudiantil de 1968 fue un momento que marcó su ruptura con esa corriente caracterizada por la retórica oficialista, y los llevó a crear su propio espacio, con sus propias reglas más cercanas a lo autogestivo como fue el Salón Independiente. Era un enfrentamiento de dimensiones estéticas pero también un choque de percepciones ideológicas, un posicionamiento en el que se reflejaba su formación, sus apuestas artísticas, pero también su experiencia de vida, como contó Felguérez a Pilar García: “Ideológicamente, mi enemistad siempre ha sido contra el nacionalismo, me parece lo peor. Lo aprendí desde que fui a Europa la primera vez, dos años después de la guerra: un alemán no podía ver a un francés porque tenía que matarlo. La juventud, los pintores, todos eran antinacionalistas furibundos, a nivel internacional”.

 

De todos los que la crítica ha agrupado en la Generación de la ruptura, quizá los conocedores ponen especial atención Juan Soriano, Vicente Rojo y Felguérez. El primero, como coinciden varios críticos de artes plásticas, por tratarse de una especie de eslabón entre la Generación de la ruptura y Rufino Tamayo, el primer pintor mexicano universal en opinión de Juan García Ponce y Octavio Paz. Este último no escatima los elogios al rigor y la sensibilidad que Rojo tiene por las texturas. Pero quien verdaderamente lo apasiona es Felguérez. Primero por su versatilidad para transitar de la pintura a la escultura, a la que atribuye la grandiosidad de sus murales; y después a su sentido de integración arquitectónica, presente en obras que para la segunda mitad de los 60 ya son parte de la faceta de nueva modernidad de la Ciudad de México, como el mural del Cine Diana y el mural del Club de Industriales.

 

La elaboración de algunas de sus esculturas implicaba todo un espectáculo público no sólo por su resultado, sino desde su edificación misma, como ocurrió en 1963 con Canto al océano, en el Deportivo Bahía, un balneario ubicado al oriente de la Ciudad de México. Como contó él mismo, meses antes de morir este 8 de junio a los 91 años, este proyecto nació por invitación del artista Gelsen Gas. Lo tenían todo: el espacio, el título tomado de un poema de Lautréamont y una idea muy clara del mural que correría a un costado de la alberca de cien metros de ese balneario. Sólo les faltaba el dinero, por lo que decidieron utilizar material de desperdicio del mercado de la Merced, a donde fueron a recolectar conchas de ostión y madreperla de las ostionerías.

 

“Mi gusto por el objeto de fierro viejo, por llamarle así, encajó muy bien cuando llegué a México y quise hacer murales. Nunca había dinero, pero era fácil que me regalaran un camión de chatarra. Así comencé con los materiales pobres. Toda la obra con Alejandro Jodorowsky estaba entre el arte povera y el arte de la máquina”, contó a Pilar García.

 

En la inauguración de Canto al océano participó Alejandro Jodorowsky con un accidentado happening: “iba a recitar el poema, pero para hacer algo espectacular, tenía que llegar del cielo. Alquilamos un helicóptero para que bajara al empezar la función”.

 

Pero retomemos a García Ponce, quien desde la crítica nutrió de significados a esta generación y ahora sus líneas ayudan a comprender a cada uno de ellos en su justa dimensión, sin grandilocuencias. El primer volumen de su libro De viejos y nuevos amores (Joaquín Mortiz, 1998) es un compendio de reflexiones y obsesiones dedicadas a las artes plásticas. Son también radiografías, una especie de cartes de visite, de sus compañeros de aventura que quizá ya no necesitan presentación sino la simple verbalización de su genialidad. A Juan Soriano lo llama un revolucionario fiel a su propia obra; a la pintura de Vicente Rojo la describe como la más radical de México; la obra de Gironella es “imagen radical de una época de crisis”; a la pintura de su hermano Fernando García Ponce lo describe “puramente metafísica”.

 

Su sentencia es una poética pictórica a la que apelaron cada uno desde su trinchera. Sólo correspondió al autor de “Tajimara” la acertividad: “Como todo arte, la pintura es una tarea individual, lo que no implica de ninguna manera que renuncie a expresar las necesidades y aspiraciones, las verdades colectivas, sino todo lo contrario. Y el mismo modo, la pretensión de alcanzar valores universales no excluye la presencia de lo nacional sino de un modo natural, se realiza a través de ella. El arte directamente relacionado con lo nacional por su misma naturaleza, por su relación inevitable con la tradición por un lado y con la realidad inmediata y el carácter personal del creador por otro”.

 

Aun con todo su entusiasmo, los elogios de García Ponce, quizá uno de los mayores promotores de la Generación de la ruptura, no le alcanzaban para visualizar lo que vendría después. Los años 70 fueron una etapa de más experimentación. Uno de estos proyectos fue La montaña sagrada, otra vez de Alejandro Jodorowsky.

 

En 1975, Felguérez hizo una pausa en su trabajo con desechos industriales para explorar otros mecanismos de creación con el uso de inteligencia artificial. Detrás de esta intención estaba el dilema de seguir dos caminos: “realizar trabajos con un oficio excelso o poseer absoluta originalidad en la concepción de la obra”, escribe el pintor en el libro que retoma su nombre de este proyecto, pionero en el uso de la tecnología y el procesamiento de datos en la creación plástica: La máquina estética (UNAM, 1983). Su materia prima fueron los datos de las figuras geométricas, del color, dimensiones de la obra del mismo Felguérez desde 1950 hasta 1975. El resultado fueron bocetos que después serían utilizados por el artista en pintura y escultura. Parte de la obra producida con el uso de inteligencia artificial puede apreciarse en los recorridos virtuales que el MUAC tiene disponibles a sus visitantes.

 

Como señala Felguérez junto con el ingeniero Mayer Sasson, quien supervisó el procesamiento de datos desde las oficinas de la American Electric Power en Nueva York, los resultados son una lección contra la arrogancia de los tecnólogos sobre la supuesta supremacía de las máquinas (que requieren la participación humana para contar con insumos estéticos) y contra el romanticismo de los artistas que creen que las computadoras deben mantenerse ajenas a los procesos creativos.

 

La curadora Pilar García, quien estuvo a cargo de la selección de obra para la exposición Trayectorias, considera a Felguérez un pionero en el uso del machine learning en la creación plástica en México, una etapa experimental dentro de su carrera que, sin embargo, pronto creyó suficientemente explotada: “En algún momento le pregunté por qué había dejado la idea de las máquinas. Me respondió que era un campo que le apasionaba mucho pero que no quería volverse técnico. Le gustaba más la idea de volver al aguarrás, de volver a las opciones más matéricas del arte”, cuenta Pilar García.

 

Luego de la experimentación con la inteligencia artificial, un proyecto para el que fue apoyado con la beca Guggenheim en 1975, Felguérez continuó buscando nuevas rutas en el arte público, que lo llevaron a participar en el Espacio Escultórico de la UNAM a finales de los 70 y una decena más a lo largo de las siguientes décadas con obras en el Auditorio Nacional, el Museo Nacional de Antropología, el Instituto Politécnico Nacional, la Secretaría de Educación Pública y en Paseo de la Reforma en la Ciudad de México.

 

En 1998, a iniciativa del gobierno de Zacateca, Manuel Felguérez inauguró el Museo de Arte Abstracto que lleva su nombre en la capital de ese estado y que cuenta con más de 800 obras de 170 artistas. Este proyecto, en el que estuvo apoyado por su esposa Mercedes Oteyza, resume una entrega de toda la vida al arte abstracto.

 

“Felguérez —remata García Ponce en uno de los textos más generosos dedicados al artista— es de todas maneras un gran constructor. Su obra organiza una y otra vez la realidad para nosotros en un continuo ir y venir de y hacia las formas puras que hieren o seducen su sensibilidad. Es ya un artista clásico en el más alto sentido del término, para el que todas las cosas hablan por sí mismas y que nos comunica en cada nueva obra el dinamismo secreto de su lenguaje, dándole una vida de la que él es el único dueño y responsable porque es el que sabe verla, pero que está abierta para todos porque también sabe mostrarla”.

 

FOTO:  Trilogía, 2019, Óleo y acrílico sobre tela, 243 x 730 cm (tríptico). / Archivo MUAC

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