Mapa soñado
Clásicos y comerciales
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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
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De los críticos del arte contemporáneo (respeto las minúsculas elegidas por ella o por sus editores), la bonaerense Graciela Speranza (1957) es la más convincente, al menos en español. A diferencia de algunos de sus colegas, tiene una excelente prosa y como ocurre con la buena crítica, es probable que no pocas de las piezas e ideas descritas por ella sean más bellas o interesantes gracias a su pluma de lo que yo, al menos, podría apreciar o festejar en un museo, la institución, ya se sabe, actualmente responsable de abrir o cerrar la puerta del canon.
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A diferencia de los “postpoetas” que vindica, Speranza tiene bien leído su “modernismo” y no parece ofenderse de que el arte del siglo XXI continúe aquello que vanguardias y postvanguardias hicieron o dejaron de hacer. Es versada en Eliot y en Beckett, pero sobre todo en Borges, lo cual, siendo argentina, es una saludable muestra de tradicionalismo, aunque algo quisiera agregar sobre ello. A propósito de Mallarmé, Paul Benichou y Jean–François Hamel (autor incluso de un sabroso Camarade Mallarmé. Une politique de la lecture, 2014), han hablado contra esos abusos de confianza sufridos por los clásicos. Se quejaba Julien Gracq, en ese tenor, de que al “pobre Mallarmé”, con todo su equipo sobre la espalda, lo habían enviado a las trincheras, clarín mediante, llamándolo a combatir entre las tropas del “progresismo metalingüístico”. En Cronografías. Arte y ficciones de un tiempo sin tiempo (Anagrama, 2017), desde googlemaps hasta Robert Smithson y su exégeta Agustín Fernández Malló, abundan los artilugios del arte contemporáneo cuya justificación la encuentra Speranza, puntual, en las páginas de Borges, empezando por “el mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él”. Etc.
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Más allá del uso y abuso de un Borges “conceptual” (del cual también se sirve, con mucho tino, Gabriel Orozco en Materia escrita, sus cuadernos), agradezco en Speranza un diálogo con la literatura, de William Carlos Williams a Patricio Pron, pasando por W.G. Sebald, Knausgard, Bolaño o De Lillo, convencida, de que la letra impresa, si no es el verdadero misterio como lo es para mí, al menos, es autosuficiente, a diferencia de la opinión de aquellos escritores, hiperconceptuales o postpoéticos, a quienes la literatura, en su vejez y en su estabilidad, parece no bastarles.
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Me preocupa en Speranza, habiendo leído primero Cronografías que el Atlas portátil de América Latina. Arte y ficción errantes (2012), una falla, casi geológica, muy frecuente, en la crítica contemporánea, sea artística o literaria: el abandono de la función judicial de la crítica, del juicio de valor. Tan tonto es decir que todo el arte contemporáneo es malo, como si no hubiera habido pésimos impresionistas o copiones chafas de Picasso, como asumir, con Speranza, que todo aquello que la asombra es significativo. ¿Su atlas, sólo por ser suyo, es canónico? Descreo de los críticos que no se ocupan (uso adrede términos anacrónicos) de lo feo, de lo nocivo, de lo malhecho. Le envidio a Speranza su entusiasmo pero estoy obligado a dudar metodológicamente de sus equivalencias. ¿Serán lo mismo Marcel Duchamp y Francis Alÿs, da igual –Eliot– el fin que el principio? ¿De cuándo acá la tendencia artística predominante en una época está exenta de impostores o, simplemente, de artistas frustrados? ¿Sólo entre los pompiers había imitadores bastardos?
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Doy un ejemplo que conozco bien: la intervención realizada por Pablo Katchadjian de El Aleph de Borges, al cual “engordó” interviniéndolo con fragmentos imbéciles, es una operación defendida por Speranza porque le da razón a sus teorías. Pero dudo que a ella, aunque deudora de Borges y no de Eduardo Mallea, otro pobre, le interese siquiera una valoración estética del engendro.1
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Junto al abandono del juicio verdaderamente crítico, pues lo auténtico, nos dicen, “el aura”, ha sido derrotada por la “reproductibilidad”, Cronografías me preocupa también por razones políticas. Speranza, critica a la cibercultura, la manifestación más descarnada del capitalismo tardío, por habernos dado gato por liebre, otra ilusión que confirma el detestable (en mi opinión) diagnóstico frankfurturiano de que toda obra de barbarie es, a la vez, obra de civilización y viceversa. Empero, esa misma cibercultura (con sus profetas dadaístas y duchampianos), es el zeitgeist del arte contemporáneo y sin ella muchas de las obras exaltadas en Cronografías, no tendrían donde posarse (soporte).
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Speranza, al menos, no acusa a la CIA de haber financiado a los seguidores de Jackson Pollock en nuestras tierras para traicionar a su padre Siqueiros y a su única ruta, pero evade el tema, obligatorio en quien le incomoda el capitalismo, de la tierna amistad, dólar mediante, que une a los galeristas con los protagonistas del arte contemporáneo. Yo, en clave anticuada, diría que siempre ha habido mecenas y marchantes y siempre los habrá, pero me extraña que esa imbricación, financista de toda clase de periplos ideáticos de artistas ocurrentes en Los Ángeles o en la antigua Palestina y grietas significantes en el suelo de la Tate Modern Gallery, le diga tan poco a Speranza. Apenas musita que el capitalismo absorbió la munición teórica anticapitalista de la crítica artística y la arrojó al mercado, tal cual lo previó, según recuerdo, Schumpeter, aunque ella cita a Bruno Latour. Que en su infinita sabiduría, el capital opere así, torna aun más paradójico el fervor revolucionario, ausentes los dogmas que hacen justas a las causas, con que los militantes del arte contemporáneo defienden a su ortodoxia de los infieles.
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Si con Agamben, el problema ya no es cambiar el mundo sino recuperar o “reiniciar” el tiempo, para Speranza –y he allí lo más interesante de Cronografías– el arte contemporáneo no es una ruptura radical sino una consecuencia de la hipótesis del Antropoceno, edad en que acaso vivimos, donde la separación tradicional entre “historia natural” e “historia humana” se ha colapsado. Esa noción está expuesta en la lectura hecha por Speranza del expediente de Faivovich & Goldberg (Meteorit “El taco”), donde nos enteramos de cómo un meteorito caído hace 4 mil millones de años se convirtió en “la obra más antigua del arte contemporáneo” y fue exhibido (en dos bloques trozados por humanos), en una galería alemana, en 2010. Entre sus avatares, la exposición provocó la protesta de los “pobladores originarios” del Gran Chaco Argentino, sus supuestos poseedores, pues allí cayó el meteoro, descubierto en 1962. Esto último aparece en Atlas portátil, a su manera, la visita guiada que precede al más reciente libro de Graciela Speranza. Es tentador decir que esa “pieza” debería estar en un museo de historia natural y desdeñar la ocurrencia como una más de las frivolidades del arte contemporáneo pero los críticos estamos obligados a dejarnos interrogar (como Jorge Cuesta con Fumaroli) y hasta a ser ultrajados por lo nuevo, como ocurre, a veces sí y a veces no, en este mapa soñado de nuestra “ruina al revés”, cuya visita se nos propone, con entusiasmo, en Cronografías.
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1 Aclaro que, por razones casuales e involuntarias, me vi ligeramente involucrado en el lío e hice saber a todas las partes mi oposición absoluta a que Katchadjian fuese castigado, de forma legal o penal, por semejante niñería.
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FOTO: Guillermo Faivovich y Nicolás Goldberg. Vista de instalación de Meteorit “El taco” (con espectador). Galería Portikus, Frankfurt, 2010. / Especial.