Marcelo Martinessi y la sutileza socavadora

Mar 9 • Miradas, Pantallas • 2319 Views • No hay comentarios en Marcelo Martinessi y la sutileza socavadora

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La vida de comodidades de dos cercanísimas amigas de clase alta de Ausunción llega a su nueva etapa. La prisión y la necesidad de ingresos las llevan a buscar nuevos rumbos en su vida

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POR JORGE AYALA BLANCO

En Las herederas (Paraguay-Uruguay-Alemania-Brasil-Francia, 2017), afiligranado debut del cortometrajista paraguayo vuelto director pionero de la TV pública local y ahora autor completo foráneamente superpatrocinado-asesorado de 44 años Marcelo Martinessi (cortos previos: Karai norte 09, Calle última 10, La voz perdida 16), multipremiado en Berlín y con los Fénix, la tímida lesbiana sexagenaria ya en retiro sensual Chela (Ana Brun sensitiva) vive desde hace más de dos décadas al lado de su explotadora compañera contemporánea que aún se cree de 40 años Chiquita (Margarita Irún pizpireta), ambas lidiando como pueden con la inevitable decadencia corporal y en pleno apremio económico, vendiendo los valiosos objetos y muebles heredados de sus respectivas familias otrora pudientes, para ir solventando sus necesidades, mantener como empleada doméstica a la generosa indígena guaraní Pati (Nilda González) y sostener las apariencias de clase media alta ante sus amigas prejuiciosas y enviudadas entre las que se cuenta la pese a todo solidaria y socialmente poderosa Carmela (Alicia Guerra), pero la atrabancada firmadocumentos Chiquita debe ingresar de manera voluntaria en la cárcel por fraude y la desamparada Chela se ve obligada a encarar a solas, llena de miedos, las deprimentes visitas a su compañera y, aunque apoyada en cuestiones legaloides y de influencias, también enfrenta una baldía cotidianidad ocultatodo que de pronto parece compensarse casi mágicamente al atreverse a conducir de nuevo el automóvil común ya en venta y, luego de darle un mañanero aventón a su vecina ricachona Pituca (María Martins), convertirse sin licencia en paciente taxista a domicilio de señoras fifís, entre las que va a contarse, de modo inquietante, la atractiva cuarentona bisexual de locuaz espíritu conflictivo pero libérrimo Angy (Ana Ivanova erotizada a rabiar), quien le tenderá a Chela un cerco de seducción en el que ésta se debatirá durante cierto tiempo, irresistiblemente, debiendo tomar una decisión (“Atrévete”) ya a punto de recibir otra vez en la opulenta casa depredada a la ya desechable Chiquita, ante el paradójico dilema de una sutileza socavadora.

 

La sutileza socavadora plantea de manera minimalista, pero sin rigidez hiperrealista alguna, los avatares y contradicciones de una tipología femenina en acto, en medio de una visión acerba de la sociedad paraguaya escindida para su revelación-develación entre la clase ociosa y las confesiones-atisbos de las féminas en reclusión, entre lo semisatírico involucrado y lo grave subrepticio, algo que debe mucho sin duda a la influencia de La mujer sin cabeza (08) de la asesora con crédito Lucrecia Martel: dos mujeres en el heredado estrato superior de la sociedad provinciana y clasista que tolera sus anomalías pero a la que ya no pertenecen, dos hipertrofias de la razón sensible y de la voluntad, una pareja cansada y sostenida con alfileres si bien interdependiente, la activa grácil Chiquita y la pasiva encogida Chela, la espontáneamente irresponsable Chiquita y la dubitativa eterna, la hedonista y la anhedónica, pero ambas servidas por la enternecedora indígena equivalente a la desgarradora Cleo de Roma (Cuarón 18), ambas atrapadas en el laberinto de sus excesos, ora insinuantes ora aceptantes ora rechazantes, aunque en sustancia infelices e ingeniándoselas para sobrevivivir con dignidad aun en las peores circunstancias del cautiverio social o carcelario, un desheredado par de féminas extraviadas dentro de sí mismas como si hubieran renunciado a los sentimientos que las ligaban con el mundo exterior.

 

La sutileza socavadora erige una conmovedora ficción casi potencial que se sostiene y equilibra apenas a base de sugerencias, miradas e incidentes en apariencia banales, velados, latentes, sobreentendidos, que subyacen remitiendo a una especie de constante orfandad, tanto de las protagonistas como de ese relato sumergido del que sólo representan las puntas de un iceberg, un acto de expresión y de transformación, comprendiendo la angustia, la exacerbación y el desarraigo, manifiestos en la asfixia de una fotografía paralizante y enclaustrada de Luis Armando Arteaga, una edición compacta de secuencias desdramatizadas aunque muy elípticas de Fernando Epstein y un sonido abierto a numerosos ámbitos fuera del campo visual de Daniel Turín y Fernando Henna, acorde con ese desafiante poema de Manuel Ortiz Guerrero recitado por Angy (“Oh loca, divina/ que canta, que llora/ que ríe, que reza”) o su bello diálogo posbergmaniano ajeno a cualquier explicitud estridente al confesar un temprano descubrimiento de la bisexualidad a manos de un exnovio y una amiga de éste (“Esa fue la primera vez que estuvimos los tres juntos; a ellos les debo todo lo que sé de mi cuerpo”).

 

La sutileza socavadora dicta una vigorosa y delicada dramaturgia del espacio, cuyos puntos nodales, bastante inusitados, serían la utilización insinuante de las puertas entreabiertas o el empleo contingente de las puertas cerradas y las acciones atisbadas o presentidas no presentadas detrás de ellas, a modo de una variante extrema del uso de mamparas en el cine oriental: fractalidad pura, como la puerta inaugural desde la que se espía el regodeo de las rapiñosas compradoras de los antiguos tesoros de un comedor engalanado y terminal, como la figura ovillada de la temerosa visitante carcelaria Chela ante la enloquecida furia en la reja de la actual amante de su exhembra de momento ausente, como el titubeo aterrado de Chela refugiada en su alcoba para no seguir viendo el cuerpo de su nuevo ofrecido objeto del deseo, o como la revelación de las puertas del garaje de la prisión doméstica por fin franqueadas hacia el futuro por el auto de la amante fugitiva, porque así a cada quien su espacio, a cada quien el espacio que no se merece.
Y la sutileza socavadora advirtió con perplejidad cómo la mujer disminuida y (auto)acosada habría de ceder a la tentación de ser libre.

 

 

FOTO: Las herederas, de Marcelo Martinessi, se exhibe en las salas comercIales de la Ciudad de México. / ESPECIAL

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