Margarita Quijano: palabras “malévolas” de Julio Torri

Jun 12 • destacamos, principales, Reflexiones • 3179 Views • No hay comentarios en Margarita Quijano: palabras “malévolas” de Julio Torri

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“La dama de la capital”, destinataria de Zozobra, fue objeto de distintos testimonios por los que se conoce su relación con Ramón López Velarde, un episodio que varios escritores han tratado de explorar, desde Julio Torri hasta un entusiasta José Emilio Pacheco. Este artículo es un fragmento de “Señorita con nombre de flor”, ensayo que forma parte del libro La majestad de lo mínimo. Ensayos sobre Ramón López Velarde, que próximamente comenzará a circular bajo el sello de Bonilla Artigas Editores

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POR FERNANDO FERNÁNDEZ
Confieso que la idea de traer a cuento las palabras malévolas de Julio Torri sobre Margarita Quijano estuvo hace años en el inicio de mi interés por la escritura de un largo ensayo sobre la inspiradora de los mejores poemas amorosos de Ramón López Velarde. Me resultaba irresistible citarlas porque no estaban reproducidas en ningún lugar del amplio corpus biográfico dedicado al poeta, pero sobre todo porque me invitaban a preguntar a la bibliografía si podían tener algo de cierto o no eran más que eso, pura malevolencia. Considérese que no fue cualquier musa: la frase de José Emilio Pacheco sobre su huella en nuestra literatura nos llega, más de medio siglo después de haber sido escrita, en 1970, llena de contundencia y emoción: Margarita Quijano fue la inspiradora del “enigma de amor más intenso y más indescifrable de toda la poesía mexicana” (Antología del modernismo, UNAM, tercera edición, 1999, pág. 306).

 

El 13 de diciembre de 1916 Julio Torri comenzó a redactar una carta especialmente interesante a su amigo Alfonso Reyes, quien por entonces radicaba en la ciudad de Madrid (Diálogo de los libros, FCE, 1980, págs. 199-201). Al parecer, la concluyó dos días después, el 15 de diciembre, o al menos eso es lo que entendemos del modo en que la misiva está colocada en una edición que adolece de infinitos problemas, entre ellos la torpe disposición de algunos materiales.

 

Nos regocija la oportunidad de esas fechas puesto que ese año, como hemos comentado a detalle en otro lugar, tiene que haber sido el de la contemplación y el asedio silencioso de López Velarde a Margarita Quijano. Fue, positivamente, el de publicación de los principales poemas dedicados a ella, entre los cuales está una prosa en que el zacatecano imaginó a “la dama de la capital” transportada al campo. No sólo nos provoca el legítimo regocijo que a veces nos depara la investigación literaria el hecho de que nuestro poeta idealizara a la profesora de la Escuela Normal de Maestras exactamente por los días en que Julio Torri se formaba una mala idea de ella; también, el que haya sido precisamente en una prosa dedicada a Margarita Quijano y no en otra en donde López Velarde elogiara al prosista saltillense. La intención explícita de Ramón al redactar ese texto era imitar al colega que, según sus propias palabras, había alcanzado la maestría en el género. La crítica ha destacado el ojo agudo de López Velarde para detectar en 1916 lo que muchos no advirtieron sino después, cuando Torri publicaba todavía sus breves e intensas prosas de modo aislado, en publicaciones periódicas, antes de la aparición, al año siguiente, de su libro Ensayos y poemas.

 

La carta misma de Torri a Reyes tiene interés todavía antes de que sirva a nuestros objetivos, entre otras cosas porque el autor más celebrado de textos breves de la literatura mexicana, al anunciar el envío de su obra a Reyes, se refiere a ella diciendo que se trata de “un libro de pedacería, casi de cascajo”, para confesar que no consigue escribir nada de largo aliento (“longue haleine”). En la misma carta dirigida a Madrid en donde dice que envidia a su amigo las relaciones con Menéndez Pidal y Enrique Díez-Canedo, cuenta Julio Torri que vive pobre y solitario (“cada día me siento más solo, y muy pronto me casaré, no importa con quién”) y habla de una muchacha con la que sale y a la que él se dedica a divertir (“es sencilla, maternal, sin tragedia ni familia –casi es esto una redundancia”).

 

En la posdata, casi tan extensa como la carta misma, Torri se expresa favorablemente de los hermanos Porrúa (“únicos libreros honorables de México”) y desfavorablemente de Antonio Castro Leal, con quien mantuvo una amistad que se quebró demasiado pronto. Poco antes, los dos escritores se habían relacionado con tres jóvenes californianas: “ambos nos enamoramos sucesivamente de todas, agotando el número de posibles combinaciones entre los cinco”. Después de explicar la ruptura con Castro Leal diciendo que éste resultó ser un “mal educado, de malos pañales”, pasa a relatar sus actividades del momento: si antes dio clases de moral y derecho “en una infame escuela comercial”, ahora trabaja en la Dirección General de Bellas Artes y es profesor de literatura castellana en la Escuela Normal de Maestras. Dice que sus experiencias con sus discípulas y colegas han sido “más bien desagradables”; como lleva un año en la escuela “sin obtener casi ninguna buena amistad”, se siente “un poco estafado”. Añade entonces este párrafo:

 

 

Las demás profesoras son extraordinariamente pedantes, ignorantes y extravagantes (en la región en que la extravagancia no es divertida). Margarita Quijano –hermana del obeso Alejandro– es la otra profesora de lit. castellana. Se cree Sta. Teresa, abomina de don Marcelino y desconoce lo más serio de nuestra lit.

 

 

Después de hablar de alguna otra colega, cuenta que él siempre huye de sus compañeras de enseñanza para:

 

 

refugiarse en la amistad de dos niñas de quinto año, de quienes soy amado virginalmente y con quienes converso todos los días por las escaleras y en la portería. Les presto libros, me confían sus diarios, etc. Nuestra charla es en el estilo de: las partes de cuerpo son tres: cabeza, tronco y extremidades.

 

 

El retrato entusiasta de José Emilio Pacheco
A José Emilio Pacheco le desagradó esta manera de referirse a Margarita. Fue en el texto que dedicó él mismo a la musa de Ramón: se llama “La prisionera del Valle de México”, vio la luz en Proceso el 13 de junio de 1988, dos días antes del centenario del natalicio de López Velarde, y fue recogido en La lumbre inmóvil, la reunión de la mayoría de sus trabajos de tema velardiano hecha por Marco Antonio Campos en 2003 (Instituto Zacatecano de Cultura, 2003, págs. 81-93). Como comenté en mi libro Ni sombra de disturbio (Auieo / Conaculta, 2014, págs. 153-154), desde el título de su artículo parte Pacheco de una identificación discutible: de ningún modo parece ser ella la mujer retratada en “El sueño de los guantes negros”, poema de donde proviene la expresión “prisionera del Valle de Méjico” (grafía ésta característica de López Velarde que tendría que respetarse como la escribió el poeta).

 

En su estilo evocativo y nostálgico, Pacheco comienza su texto dirigiéndose en segunda persona a Ramón para hablarle de la colonia Roma, donde vivieron el primero de ellos en los años iniciales de su vida y el segundo en los últimos de la suya. Es precisamente como habitante de ese barrio que desde niño oyó Pacheco hablar de la misteriosa dama capitalina sobre cuya identidad cuestionó en su momento a su maestro Francisco Monterde. Su retrato de la musa está escrito con esa carga de moralidad revestida de ironía característica del Pacheco maduro, que tanto lastró a su obra postrera. Refiriéndose a Margarita, dice que “las mayores cualidades fueron también el origen de sus grandes problemas”, para añadir, con pasión creciente:

 

 

No se rebajó a la vulgaridad de escribir. Fue algo mucho más raro y extraordinario: una lectora, lúcida, informada, hipercrítica que de verdad lo había leído todo en sus lenguas originales, gran pecado en el medio represivo, misógino, machista y corrompido por los paseadores de libros y los devoradores de resúmenes.

 

 

En el mismo párrafo en que afirma que Margarita Quijano “lo sabía todo y, para colmo, decía lo que pensaba”, escribe: “Nada más natural que los escritores sintieran pavor y procuraran mantenerse a distancia de ella. Al respecto son elocuentes las cartas de Julio Torri” (La lumbre inmóvil, pág. 88). Aunque se refiere a unas “cartas”, en plural, y lo hace para reprobarlas, no las cita siquiera parcialmente ni dice dónde están ni a quién fueron dirigidas. Nosotros localizamos una, de la que hemos hablado por extenso y donde creemos que está lo que provocó su reacción. Desde luego, si es ésa a la que se refiere, su declaración sobre Torri nos parece excesivamente aventurada. ¿Sentiría realmente el escritor saltillense pavor en la presencia de Margarita Quijano? ¿Se mantendría a distancia de ella por esa causa, al revés de lo que contó en privado a Alfonso Reyes? De ninguno de los testimonios que conocemos, por otro lado, se puede concluir ni remotamente que Margarita dijera “lo que pensaba”. Hasta donde sabemos, la relación de Pacheco con ella se limitó a conseguir a través de Pellicer que le permitiera incluir su nombre en la nota dedicada a López Velarde que iba a publicarse en su Antología del modernismo. Todo nos indica que el paso de Margarita Quijano por el mundo fue discreto y silencioso, y ésas parecen sus virtudes más relevantes (en el sentido en que la virtud del cuchillo es cortar, como explican los filósofos). No por eso desaprovecha Pacheco su censura de Julio Torri para lanzar una pequeña acusación, escrita retóricamente en primera persona, pero dirigida al saltillense (y a quien le quede el saco), que suena un poco fuera de sitio:

 

 

Nuestra venganza contra el malestar que nos produce la mujer hermosa consiste en creerla estúpida, así como suponemos que la inteligente lo es en compensación de su fealdad.

 

 

Después de decir que Margarita “fue la refutación de todas esas mezquindades”, Pacheco repite lo que decía Pellicer: era “uno de aquellos seres privilegiados por la inteligencia y la belleza”, a lo que añade que lo fue “en todas las etapas de su vida: niña, adolescente, muchacha, mujer, anciana. Las fotos bastarían para justificar el entusiasmo de López Velarde”. Por desgracia, las imágenes que se conocen de ella, una de niña, otra de joven y las que le fueron tomadas en la ancianidad para acompañar la entrevista de Guadalupe Appendini, publicadas casi siempre con las limitaciones de la reproducción periodística y entre excesivos matices de grises, no alcanzan para hacer una afirmación de tal naturaleza.

 

 

“Vaso espiritual de elección”
Leídas de modo desapasionado, las palabras de Julio Torri sobre Margarita Quijano nos invitan a hacernos algunas preguntas. La primera: ¿qué tendría de extraño que la maestra de la Escuela Normal “abominara” de Menéndez Pelayo? Ese sentimiento fue y sigue siendo un deporte practicado por muchos. El gran erudito montañés ha sido víctima de una tergiversación cuyas causas aquí no vienen el caso, en la cual han resbalado incluso lectores cultos y preparados. ¿Por qué no la maestra Quijano?

 

¿Y que desconociera “lo más serio de nuestra literatura? ¿Cuántas veces no ocurre que los lectores, e incluso los profesores de la materia, o especialmente ellos, se pierden de lo que realmente tiene valor entre lo que está ocurriendo en una literatura? ¿Y no es sintomático el comentario cuando proviene de un apasionado autor que está en la veintena tardía de su vida, en el momento de escribir su mejor literatura, como Torri cuando redacta esas palabras?

 

Más allá del indiscutible valor de sus cartas a Alfonso Reyes, más allá incluso de la idea que hayamos podido formarnos de Margarita, hay algunos testimonios de comprobada buena fe que nos hacen pensar que algo había de cierto en las palabras del autor de Ensayos y poemas cuando le dijo en privado a su amigo que su colega profesora “se creía Santa Teresa”.

 

Al resumir lo más importante de la vida de su querida maestra, Carmen de la Fuente contó que la hija del ingeniero Fiacro Quijano había convivido en sus años infantiles con un abuelo positivista, “un hombre admirable de la época juarista”. De la Fuente opinaba que esa relación había marcado a la muchacha en dos sentidos opuestos: por un lado, sembrando en ella el espíritu de la búsqueda, de la sabiduría y el rigor académico; por el otro, conduciéndola a la religión, que ella abrazó “con tanta pasión como los grandes místicos” (los subrayados son míos). Por lo visto, esto ocurrió de manera tardía, pero determinante: “Margarita hizo la primera comunión a la edad de veintitrés años y desde ese momento sintiose vaso espiritual de elección” (López Velarde. Su mundo intelectual y afectivo, INBA, segunda edición, 1988, pág. 113). En otro lugar, la describe diciendo de ella que “no se trata de una mujer sencilla, sino de una iluminada; su alma sufre los arrebatos místicos y su carne por alcanzar la ingravidez de los espacios cósmicos” (pág. 81).

 

Cuando habló de los obstáculos sociales que separaron a la profesora del poeta, De la Fuente la describió como un “alma prócer hecha para la mortificación y los éxtasis” (Su mundo intelectual, pág. 85). La discípula la evocaba en los tiempos en que fue su maestra, unos quince años después de haberse relacionado con Ramón. A los 54 de su edad, rigurosa y elegantemente vestida, Margarita “cautivaba por la espiritualidad y recato que emanaban de su persona”. Entre otras cosas, dice que cuando leía “se dejaba poseer por el espíritu mismo del autor”.

 

No sólo ella pensaba de ese modo: otra de las alumnas predilectas, una mujer llamada Carmen Norma, le confesó una vez que había tenido la misma impresión: “Oyendo a Margarita Quijano explicar la mística española, habíale parecido que encarnaban en ella los númenes de Santa Teresa y San Juan de la Cruz” (pág. 114). Todo esto quiere decir que lo mismo que pensaba Torri de ella, o algo muy parecido, pensaban quienes más la admiraban, aun cuando la vieran con los ojos colmados de simpatía.1

 

Eso no quiere decir que no haya sido una mujer de valor excepcional, que dejó una huella profunda por donde pasó invariablemente de modo discreto y silencioso, y cuyas virtudes físicas e intelectuales impresionaron a personalidades tan sensibles como Amado Nervo, Carlos Pellicer, Salvador Novo y… López Velarde. Como también le dijo Francisco Monterde a Pacheco, seguramente con toda la razón, la influencia de Margarita Quijano en la literatura del poeta zacatecano fue fundamental entre otras cosas porque le hizo leer a ciertos autores que resultaron determinantes para él (La lumbre inmóvil, p. 86). Por desgracia, Monterde se llevó a la tumba lo que sabía; algo de ello dejó asomar en 1962 de modo no poco misterioso, en su prólogo al libro de Allen W. Phillips, donde leemos esta suerte de mensaje cifrado:

 

 

Quizá si Phillips no hubiera prescindido, casi por completo, en su estudio, del elemento biográfico –explorado ya por otros–, alguna amistad, no sólo masculina, le habría ayudado a hallar la clave de influjos literarios que explican la transformación de su estilo, en breve lapso (pág. 12).

 

 

Aunque no podemos conocer los detalles con la certeza documental que nos gustaría, es más que evidente que la poesía de López Velarde experimentó un cambio radical durante los años que estuvo en contacto con la señorita de nombre de flor: el poeta de La sangre devota, que se ocupaba mayormente de los ámbitos provincianos, se transformó en poco tiempo en el responsable de “la más atrevida tentativa de revelar el alma oculta de un hombre”, como supo ver en los poemas de Zozobra, en su célebre ensayo, Xavier Villaurrutia. Sería ingenuo pensar que el cambio se debió a los sentimientos que ella le provocó: fue sin duda porque su grandísimo talento y sus enormes potencias creativas alcanzaban por esos días la madurez, pero también por cuanto vivió, sintió, leyó, pensó, descubrió, analizó, razonó y hasta tradujo durante los largos meses que tuvo a Margarita Quijano como faro de sus pensamientos, día de su noche, gloria de su pena, norte de sus caminos y estrella de su ventura.

 

Notas:

1. Pedro de Alba mismo, quien los presentó y fue testigo de sus relaciones y luego siempre se expresó bien de ella, cuando se refirió al modo en que la musa reaccionó frente a la posibilidad de la muerte de López Velarde, escribió que Margarita “invocó a todas las potestades celestiales”, y lo hizo “con fervorosa exaltación mística”… (Ramón López Velarde. Ensayos, INBA, 1988, pág. 13).

 

FOTO: Margarita Quijano en su juventud. /Tomada de “Un corazón adicto: la vida de Ramón López Velarde”, de Guillermo Sheridan

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