María, la peor de todas
ANA PIZARRO
Soy de una generación que vivió a María Félix en su esplendor y por lo tanto admiró a María con intensidad. ¿Cómo no hacerlo desde un rincón del Chile de provincia en donde el matrimonio era la meta para aparecer como una joven feliz frente a la sociedad local —la figura de la solterona era como hoy la de alguien con VIH—, para acceder socialmente a instancias superiores, para tener la seguridad económica que, con suerte, podría ser mucho más que seguridad, para depender —¡por toda la vida!— de ese ser soberbio e intocable, salvo en la alcoba, que lo sabía todo, que siempre tenía razón y que solía tener bigotes y gomina? María rompía todos los cánones y parecía expresar en su maravillosa contradicción la mezcla de admiración y odio que existía en el fondo de muchas de nosotras y de la que no teníamos mucha conciencia. Así, en el imperio del cine naciente y de una visualidad técnica que comenzaba a empapar nuestras vidas, ella se iba convirtiendo en un ícono en el que habríamos querido reconocernos. Para ello se necesitaba lucir una belleza sin par y la altanería necesaria con que enfrentarlo todo. María comenzó a ser parte de nuestras vidas desde siempre, en esa generación que estuvo rodeada de los signos de la modernidad de los cuarenta y cincuenta: las canciones de Agustín Lara, las comedias de la radio, el bolero, el Reporter Esso, Mejor mejora Mejoral y el incipiente cine de Hollywood.
Con el tiempo nos dimos cuenta que ella no sólo nos marcaba a nosotras, sino que, como mujer que entra al dominio público a través del espectáculo, ella como otras —Carmen Miranda, Libertad Lamarque— iba a marcar la imagen de la cultura latinoamericana y esa marca identitaria se proyectaría mucho más allá de esas décadas. Ella conformaba así una parte importante de ese “santuario laico” del que hablaría Carlos Monsiváis con tanta pertinencia, panteón popular de la cultura latinoamericana construido por un imaginario que se difundió gracias al prestigio masivo de los medios audiovisuales. Sus perfiles provenían de países latinoamericanos que estaban en la vanguardia del desarrollo industrial: México, Argentina, Brasil.
Hoy leemos con fruición la autobiografía que lleva el título de María Félix: todas mis guerras, publicada en 1993, un relato autobiográfico destinado al gran público —como sus innumerables entrevistas—, esta vez alentado y moldeado por Enrique Krauze y Enrique Serna. Es decir, hay varios productores del texto: la sujeto de la escritura y sus “afinadores”. Estos ejercen su papel desde lugares distintos y ellos son la personificación del universo social frente al cual la actriz desarrolla su performance. Como señala Marc Augé, “toda representación del individuo es necesariamente una representación del vínculo social que le es consustancial”. El texto biográfico es una construcción fabulatoria, un acto de lenguaje, la escritura de una representación, no la narración de una “verdad”: es simulación, máscara, impostura. Es un relato en el que intentamos dar un orden lineal a aquello, la identidad, que es esencialmente fragmentaria, múltiple, contradictoria. En la construcción de uno mismo hay una elección frente a la ofertas de sujeto que la sociedad ofrece. El interés por la autobiografía se ha ido desplazando desde la idea tradicional que la consigna como representación de vida hacia la de un acto performativo, una representación de la vida que se crea en el momento de la escritura.
En el caso de María Félix esta representación está intervenida por los dos mediadores, presencia evidente de lo social. Es decir, en este discurso la presencia de las voces —la individual y la social— está explícitamente en juego, más allá de la dialéctica social individual de la voz que emite el discurso original en donde la sociedad es una presencia ausente. Sin embargo, símbolo de la modernidad, María Félix cree entenderse sin fisuras y, aunque el texto evidencia la existencia de un tiempo múltiple, su discurso racionaliza el devenir de otro modo, con todos los filamentos orgánicamente ordenados, y percibiendo el tiempo como un continuum. El camino de la verdad autobiográfica es siempre indirecto.
El texto comienza con una expresión definitoria: “Aquí estoy, desentilichando el alma”. Se trata de una afirmación, de una dirección del discurso y de un desafío. Es la Félix tal cual ella ha querido presentarse al público: “Aquí estoy” es la valentía desafiante; “Aquí estoy”, frente a amigos, a desconocidos y a enemigos. El desafío se instala desde la primera frase. Aquí está diseñada la actitud fundamental del discurso autobiográfico, evidentemente, pasible de ser valorada popularmente, sobre todo en un país que ha vivido una revolución armada, y que sostiene durante todo el siglo XX un discurso de nación “revolucionaria”. El título elegido tiene que ver también con esta oferta de sujeto: la actitud guerrera, desafiante en términos bélicos, el valor del heroísmo. Además de esto, en la afirmación del léxico nacionalista —“desentilichando”— se apuesta, por una parte, a un receptor cercano (el mexicano) y, también, se trata de una afirmación de pertenencia nacional frente a un público internacional, puesto que es un discurso para el presente y para el futuro.
Contrariamente a ese yo monumental diseñado por hombres que en el XIX escribían su autobiografía, el diario de mujeres tiene, en general, un carácter intimista que empequeñece al sujeto, que lo sitúa en el terreno de lo privado y más aún, de lo íntimo, en forma acorde al lugar social de la mujer. Lo interesante que encontramos en la autobiografía de María Félix es la construcción de un yo monumental a partir no sólo de elementos públicos, sino que en su discurso torna monumental, también, lo privado y aún lo íntimo: describe con detalle sus actividades cotidianas, desde que despierta, su desayuno, su gimnasia, etcétera. Pero, además, entra en un campo mucho más íntimo. “Llegué al tálamo virgen como un botón y sentí el desfloramiento como una agresión tremenda”, señala respecto de su primer matrimonio, mientras afirma, al describir a Agustín Lara, que “como amante era una maravilla”. Estamos en los inicios de la formación de un espacio público masivo, que construyen los medios de comunicación —que hoy llamamos “farándula”— en donde lo personal y privado se instala en lo público rescatando, para sí, su interés. Al mismo tiempo, hija de clase media acomodada de Sonora, ella valora el prestigio del mundo intelectual letrado y artístico, de allí la relación con Cocteau, Colette, Jean Genet, Salvador Dalí. Hay aquí también un perfil de sujeto que le está proponiendo el medio cultural al que accede.
Ese sujeto que ella construye es un yo autocentrado que se reafirma con marcas permanentes en el texto: “Yo enérgica, arrogante, mandona”; “El cine actual ya no tiene figuras como Garbo y como yo”; “Sólo tengo un mensaje para las mujeres de mi país y del mundo: ojalá se quieran tanto como yo me quise”. Estamos frente a diversas expresiones, referidas a diferentes etapas de la vida de quien, desde muy temprano, se ha forjado un destino. Este destino es el del éxito: “Entre mis guerras no menciono el éxito porque no me costó ningún trabajo obtenerlo”. Esta focalización de un destino para sí misma está dada a partir de elementos no construidos ni logrados, sino dados de antemano: “Para mí, la belleza es una condición natural […] porque fue un regalo de la vida”.
Entonces, su cuerpo es la premisa para diseñar el logro de su deseo; es un espacio. Es muy interesante, entonces, leer el manejo que hace de su arma en esta guerra con la vida en donde el objetivo es el triunfo. Antes es necesario observar la diferencia que ella hace entre “éxito” y “celebridad”: el éxito lo tienes tú mismo. La celebridad te la dan los demás, señala desde el comienzo. Es decir, el éxito es la relación del sujeto con su deseo. La celebridad tiene que ver con la relación social. ¿Cómo articular entonces al sujeto en construcción, en función de su deseo con “los demás”, con la sociedad? María Félix lo hace a través de su arma, el cuerpo. En esa construcción ficcional que es el yo, el cuerpo tendrá un papel decisivo entre el deseo del sujeto y su logro. El cuerpo como espacio de intercambio, según se observa en la cita siguiente: “Al poco tiempo de llegar a España recibí un homenaje de Agustín, que todavía no se resignaba a mi ausencia […]. Íbamos entrando al cabaret Villa Fontana cuando Ana María González, al verme llegar, comenzó a cantar el chotis Madrid. Yo sabía que Agustín me lo había dedicado, pero al oírlo por primera vez me sacudió una profunda emoción. Por un momento me quedé parada en el pasillo, con el pulso agitado, recordando al flaco. Luego tuve un gesto de energía y comencé a caminar hacia la mesa de pista que nos habían reservado” (cursivas mías).
El espacio en que se mueve ese cuerpo entrega el medio que sitúa la vida de la Félix: el restaurante, la vida mundana, el espectáculo. Pareciera que ella es sólo espectáculo, tal cual se presenta a sí misma. Como vemos, en la cita lo que importa es la gestualidad, ese relato que construye sobre las capacidades de su cuerpo. Los gestos son, desde luego, capacidades performáticas para configurar la imagen de fuerza, altanería, decisión, capacidad de superación pública de las emociones. El cuerpo se disciplina. En el texto, su uso es —al mismo tiempo— la utilización de la belleza como arma de sus “batallas”. “No es suficiente ser bonita —le enseña la madre de acuerdo a su relato—, hay que saber serlo”. El cuerpo, como la identidad, es también una construcción; desde la infancia, entonces, los modales, la gestualidad, los tirantes para no encorvarse. Y, luego, la vestimenta, esa otra forma con que se construye identidad.
Luego está el perfil que la hizo famosa, el de mujer masculinizada. Es importante aquí observar dos elementos que parecen anudar la configuración del sujeto al establecimiento del lazo social. Por una parte está la relación al límite incestuosa con su hermano Pablo, un muchacho hermoso de quien ella declara haberse enamorado en la adolescencia. Las imágenes de la memoria delinean un romanticismo novecentista de carreras a caballo con el pelo al viento. Es cierto que en ella son comunes las imágenes kitsch. Pero, al parecer, esta relación lleva a los padres a separarlos, el joven parte a la escuela militar y allí muere. En principio se suicida. Ella afirma que lo han muerto. Esto nunca se aclara. En su autobiografía consignará con su tono clásicamente trasgresor: “el perfume del incesto no lo tiene otro amor”.
Lo cierto es que este golpe incorpora a María en un proceso de reconstitución emocional y configuración identitaria en donde ella, con reconocido voluntarismo, se apropia, hace suya la imagen del hermano, vistiendo ropas parecidas, adoptando posturas varoniles, en una dinámica en que ella es ella y él, al mismo tiempo. Este proceso la lleva a su postura de fuerza frente a la sensibilidad masculina. Pareciera que usa a los hombres, o los hermana en términos igualitarios. Curiosamente le corresponde asumir, por decisión del mismo Rómulo Gallegos, el papel de Doña Bárbara, un personaje hecho a su medida. Si hay, por una parte, esta situación biográfica por la que ella se masculiniza, existe otra situación que tiene que ver con las ofertas de sujeto desde la sociedad. Recordemos que se trata de un país que viene saliendo de una lucha armada, que valora la fuerza, las armas, los signos de masculinidad. María Félix se masculiniza para enfrentar el poder patriarcal en el contexto de una sociedad que le ofrece una opción que normalmente no ofrece a las mujeres, pero que ella asume dada su configuración identitaria. Es decir, ella responde a una opción del imaginario mexicano de esas décadas, del mismo modo como responde conscientemente a su pertenencia a esa sociedad afirmándose en su discurso: ser sexy es tener un “estilacho”.
Hoy leemos la autoficción de María y el tiempo oscila entre pasado y presente para fijarse en esa última imagen televisiva en donde frente a la pregunta del periodista por su famosa luna de miel en Acapulco con Agustín Lara levanta una ceja, echa su cabellera hacia atrás y responde: “Un fastidio”.
Investigadora del Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile.
*María Félix (1914-2002)/Archivo EL UNIVERSAL.
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