Maria Schrader y el amor androide
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Una científica acepta vivir tres semanas con un hombre que responde a todas sus necesidades personales. El único detalle es que es un androide diseñado para satisfacerla
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POR JORGE AYALA BLANCO
En El hombre perfecto (Ich bin dein Mensch, Alemania, 2021), desarmante opus 4 como directora de la exsuperestrella judioalemana de 56 años Maria Schrader (la noble intérprete de Aimée y Jaguar 99 y Calle de las rosas 03; primeras realizaciones: La jirafa 98 codirigida con su pareja el suizo Dani Levy, Vida amorosa 07, Stefan Zweig: adiós a Europa 14), con guion suyo y de Jan Stromberg basado en el relato literario homónimo de la satirista Emma Braslavsky, la rígida solitaria arqueóloga treintona del Museo Pergamon berlinés Alma (Martha Eggert derrengada) busca inquieta a un alguien dentro de cierto antro para ligues expeditos y de pronto es presentada por una amable Anfitriona (Sandra Hüller) con el sonriente guapo irresistible Tom (el más que convincente galán inglés Dan Stevens), quien seductoramente la invita a sentarse, tolera el asalto a preguntas como en una inquisición, de inmediato resuelve una complicada operación aritmética, considerando que no es el lugar ni el momento se niega a responder a la intempestiva interrogante de si cree en Dios, coincide en que su escritor favorito es Rilke, cita el verso exacto del poema predilecto de la insolente Alma, el número de sus palabras y la letra E con que culmina, pero, al estar bailando en la pista atestada una anacrónica rumba sabrosísima con su demandante pareja, de repente trastabilla, se agarrota, y el infeliz Tom debe ser sacado por dos meseros como bulto en vilo, pues de hecho se trata de un robot androide momentáneamente descompuesto pero reparable que ha sido diseñado mediante todos los algoritmos mentales y conductuales posibles de Alma para cumplir con sus expectativas amatorias más recónditas, destinado a vivir a su lado en plan de prueba durante tres semanas y ser evaluado de manera experta, condición indispensable para que pueda financiarse su estancia norteamericana estudiando escritura cuneiforme, por lo cual la sacrificada Alma acepta la restitución de Tom, comparte a regañadientes con él su vida doméstica y laboral, se arranca del infame mundo personal compartido con su alzheimerizado padre decrépito Felser (Wolfgang Hübsch), se intriga por el socavamiento que ella misma sufre al ver colmados todos sus deseos, remueve el recuerdo de unas vacaciones infantiles en la isla danesa Romo donde se enamoró en vano de un joven Tom (al igual que su hermanita entusiasta) e ideó su proyecto de vida, es asimismo asaltada por la traumática remembranza de un aborto, y una noche en el museo acaba haciendo el amor con el robot, muy felizmente, pero lo despide por la mañana y le exige retornar a su fábrica, sin sospechar que al cabo de 3 días volverá a toparse con el remiso e insistente mecanismo viviente en la isla danesa de su niñez ideal, adonde creía refugiarse a solas, tras la socavadora experiencia límite de su amor androide.
El amor androide va de revelación en descubrimiento, como de sorpresa en asombro, la revelación de que el hombre perfecto sólo puede ser un robot, la revelación muy posterior de que la Anfitriona gentil también lo es, la revelación ilusionista de que los alegres y bailoteantes clientes del antro son inmateriales hologramas penetrables y el único ente material viene a ser el buen Tom tratado como mecanismo, la revelación inapelable de la finitud del padre extraviado que reaparece ensangrentado, la revelación que el salvador providencial de la fiesta sólo puede ser el androide prefabricado para ello, la revelación esperanzada/desesperanzada de que anciano doctor en jefe Stober (Jürgen Tarrach) ha encontrado la inasequible felicidad con una androide diseñada para él, la revelación ineluctable de que todo toma un camino distinto de lo esperado porque el verdadero relato corre por debajo de la anécdota: de revelación en desengaño, hasta un final pesimista, pero amargamente abierto a la incertidumbre de las posibilidades de lo imaginario.
El amor androide propone en esta extraña fábula feminista dulce y vagamente cienciaficcional, una estilización fílmica en el polo opuesto de las búsquedas expresivas de una obra maestra revisionista del trágico pasado antibélico y de la biografía literaria como Stefan Zweig: adiós a Europa, donde el paradigmático descubrimiento del cadáver del novelista víctima de un doble suicidio apenas se sugería anticlimáticamente con ayuda de reflejos en espacios laberínticos y fractales, pues en la nueva cinta madura de Schrader todo es fluidez autoconsciente, insinuación ficcional directa, tajantes diálogos sin embargo evocadores (“Ojalá no te hubiera conocido, la vida sin ti es ahora una vida sin ti, ¿no es eso a lo que llamas amor?”), agudas elipsis y tersura visual, sin olvidar cierta fiereza cruel y nostalgia existencial en su visión distanciada jamás definitivamente chusca ni humorística, entre la vanguardia interna del cine coloquialista posgodardiano industrial inaugurada por el mencionado Levy (Tú a mí también 86, El juego de Zucker 04) y el ácido humor crítico devastador de Doris Dörrie, cuyas sardónicas cintas críticas antivirilistas cruciales Nadie me ama (94) y ¿Estoy Guapa? (98) contaron con Schrader como protagonista irremplazable.
El amor androide aborda así, limpiamente y de frente, con ligereza e ironía y gracia, el tema inédito de la satisfacción femenina, pues todos los filmes feministas se vuelcan hacia la reivindicación gloriosa del deseo de las mujeres, pero pocos o ninguno sobre su satisfacción, concebida aquí burlonamente y en tono de tragicomedia o dramedia como algo intolerable, pues nada parece destruir tanto como la satisfacción que suspende y diluye o banaliza al deseo, creyendo realizarlo, al mismo melancólico nivel que el bloqueo inhibidor o de plano la frustración vital.
Y el amor androide abandona a la heroína junto a Tom y tendida sobre una mesa de ping-pong danesa, cerrando los ojos, como cuando niña, en espera de que el hombre ideal la besara, o la bese, porque si los abre, todo habría, o habrá, desaparecido.
FOTO: El hombre perfecto está basada en un cuento de la escritora alemana Emma Braslavsky./ Especial
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