La nieta gótica de Silvina Ocampo
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Clásicos y comerciales
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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
Ante la fervorosa unanimidad de la intelectualidad argentina y el respaldo, quizá aún más entusiasta, de la crítica española, es poco lo que me queda por decir –habiendo llegado tarde– de Mariana Enriquez, cuyos cuentos –sobre todo– la han convertido, en pocos años, en una de las narradoras más prominentes de la lengua.
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Bonaerense nacida en 1973 –el año del funesto regreso de Perón a la Argentina–, ya no forma parte Enriquez de la generación formada durante la dictadura, pero la cual –es inevitable– se escucha y hasta se huele a través de sus cuentos, la mayoría de ellos góticos, es decir, el resultado de una reelaboración de ese cruce de razas entre la Ilustración conservadora y un romanticismo con castillos y fantasmas dieciochescos, aquellos que, con Poe, hicieron “científicamente” discernible a lo sobrenatural. Esa imaginería fantástico–romántica se encuentra con la eterna fragilidad de la adolescencia, la cual tiene, en Enriquez, a una verdadera investigadora de la otredad. Y no es ninguna anticuaria: neogótica, sabe unir aquellos antecedentes con la violencia contemporánea.
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En Los peligros de fumar en la cama (2009; Anagrama, 2017) y Las cosas que perdimos en el fuego (Anagrama, 2016), el terror siempre se desprende de la vida cotidiana. Casi todo lo que sufren sus personajes puede ocurrir. De hecho, ocurre. Léase ese soberbio cuento sobre la automutilación adolescente, filmada por un aficionado, titulado “Ni cumpleaños ni bautismos”. Pese a la finísima factura de sus fantasías, su obra sobresalta, lo cual es una paradoja, por su realismo. En épocas menos dadas a “lo real” –aquello, dicen, que erizó la piel del siglo XX–, Enriquez quedaría confinada al territorio de lo fantástico, bien poblado (y por mujeres) en las letras del sur de América y donde, en la Argentina, destacó Silvina Ocampo (1903–1993), a quien la propia Enriquez le dedicó un reportaje biográfico: La hermana menor. Un retrato de Silvina Ocampo (Universidad Diego Portales, 2014).
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Los peligros de fumar en la cama, a diferencia de la siguiente colección a reseñar, se ciñe de manera más estricta al cuento de terror, digamos que clásico, a través de la fascinación de Enriquez por los niños desastrados y los chicos deformados, abandonados en la calle y a mitad de camino entre la vida y la muerte, muertos–vivos, en un libro que combina la miseria de las ciudades latinoamericanas con el mal fario o las supercherías populares como la versión argentina de la Santa Muerte. Enriquez cree en la fortuna contrariada, capaz de infectar a un barrio, como en “El carrito” o a una ciudad entera en la “Rambla triste”, retrato verista de la vigente degradación turística barcelonesa.
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El culto a la enfermedad, a lo pútrido y a lo deforme, como un recorrido casi clínico hacia el crimen y la locura, es la contribución más original de Enriquez al terror fantástico–romántico, en los cuentos, casi todos idénticos en su extensión, que componen Los peligros de fumar en la cama. Menos estrictos en sus dimensiones y en su temática, aparecen los de Las cosas que perdimos en el fuego, publicado casi una década después. Allí Enriquez se acerca a las tribus urbanas, y en ellos destaca por ser uno de los pocos escritores latinoamericanos (varones o mujeres) capaces de hablar sin impostación de la sexualidad femenina adolescente, tomándose –en ese segundo libro– libertades vernáculas cada vez más atrevidas, como en “Los años intoxicados”, contrapunto entre los noventa argentinos y la búsqueda erótica de unas muchachas, con la presencia del vestuario y la cosmética, pero también de la excitación por tener sexo con hombres fronterizos.
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En la Antología de la literatura fantástica (1940) que hicieron Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo (cuya participación en esta y otras empresas de la gente de Sur siempre fue disminuida por su hermana mayor Victoria, por su marido Adolfito o por el amigo consuetudinario, Borges), el prologuista –Bioy Casares– enumera la totalidad de los argumentos fantásticos. Si uno de ellos Enriquez, hija de Algernon Blackwood, siempre aparece es en la visita a la casa, encantada o maldita, con su monstruo encerrado en el desván.
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A esa loca –que en Enriquez puede ser un niño– la han convertido algunas críticas en un verdadero imago del registro femenino en el romanticismo y su progenie victoriana, pero si de militancia se trata, Enriquez escribió un cuento perfecto donde la violencia contra la mujer queda memorablemente expuesta. En “Las cosas que perdimos en el fuego” –una nueva guerra como la del cerdo narrada por Bioy Casares– Enriquez describe la respuesta a una epidemia social de mujeres gravemente quemadas por sus compañeros. Como protesta, prende la autoinmolación, primero en fuegos caseros y luego en hogueras públicas, realizadas clandestinamente, de decenas de mujeres no deseosas de morir sino de quedar gravemente desfiguradas y reintegrarse así, rostros sin máscara del horror, a la vida cotidiana. Cacería de brujas en que la mujer se asume bruja y se autocastiga para poner a la sociedad misógina frente a un espejo. Una nueva e invertida Edad Media. Todo ello narrado sin una sola nota ideológica. No la necesita. Todo está dicho.
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Leído el par de volúmenes de cuentos de Enriquez hice lo propio con su libro sobre Silvina Ocampo. No es necesario regresar a los cuentos de la menor de las Ocampo para saber que Enriquez, en su libro sobre ella, reclama su herencia. “Gran parte de la literatura de Silvina Ocampo”, dice Enríquez al comentar su estrecha relación con la vasta servidumbre, “parece contenida ahí: en la infancia, en las dependencias de servicio. De allí parecen venir sus cuentos protagonizados por niños crueles, niños asesinos, niños asesinados, niños suicidas, niños abusados, niños pirómanos, niños perversos, niños que no quieren crecer, niños que nacen viejos, niñas brujas, niñas videntes…”
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Esa heredad no es en desdoro de Enriquez. Se llama, al contrario, tradición. Releí algunos cuentos de Silvina Ocampo –siempre, como ella lo quiso, en la esquina más discreta del canon, rodeada de argentinas eminencias– y encontré mejores, más incisivos, los de Enriquez. Detesto decirlo pero, por actualidad, la nieta le gana a la abuela. Los de Ocampo, algunos sobresalientes, son cuentos por lo general vaporosos e imprecisos, como evadiendo el llamado “formalismo” de Borges; cuentos, en fin, de poeta, de esa mala poeta que fue Silvina Ocampo, después de todo una rica amateur dedicada a la literatura tras fastidiarse estudiando pintura con Léger y De Chirico. Su mundo no es lo suficientemente poderoso como para hacer pasar inadvertido su fondo decimonónico, mientras que la violencia de Enriquez, su amor de “fantasista” por lo real es, por ser tan nuestro, adictivo. Acaso el porvenir juzgue en Enriquez algo brutal, efectista, no lo sé, y vindique la ternura, la dejadez, el lirismo de Silvina Ocampo, descosida, poco atenta a la técnica. Conocida es la frase de Borges de que cada escritor inventa a sus ancestros. Pareciera, a la vez, que Mariana Enriquez inventó a Silvina Ocampo porque sin ella, la abuela, nunca se hubiera atrevido a alejarse de casa.
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FOTO: La argentina Mariana Enriquez es autora del libro de cuentos Las cosas que perdimos en el fuego. / Alfaguara/ Nora Lezano
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