Mariguana y conflicto
POR CARLOS MARIO PEREA RESTREPO
Durante la década de 1980, Colombia entró en la grave crisis asociada al poder sin precedentes del narcotráfico. En ese momento, y durante algunos años, se argumentaba que la inserción del comercio de la droga estaba conectada al pasado de fragmentación y guerra que mantenía de tiempo atrás la nación colombiana. Con el paso de los años, sin embargo, los efectos devastadores se irrigaron por Latinoamérica. Al día de hoy los países del triángulo norte de Centroamérica (Guatemala, Honduras y Salvador) constituyen la zona sin guerra civil más violenta del planeta; al norte de Sudamérica el trance se desplaza a Venezuela, cuyas tasas de homicidio superan las de Colombia, y a Ecuador, país que viene enfrentando diversas espirales violentas; y en el extremo norte México, provisto con uno de los Estados de mayor solidez de la región, tambalea ante el desafío que arrastran los poderes incontestados del mercado ilegal de estupefacientes.
El continente latinoamericano —una buena porción de él— ingresa primero a la globalización y después al siglo XXI estremecido por la violencia y la precariedad que trae consigo la lucha contra el narcotráfico. La larga trayectoria de tres décadas de aplicación de una política que a lo sumo desplaza de un país a otro el problema permite afirmar sin equívocos que la estrategia de la confrontación sólo produce guerra, empobrecimiento institucional y fractura de los tejidos sociales.
El largo y degradado conflicto armado de Colombia habría sido imposible sin el sustento de los dineros del narcotráfico; y en México, el último país en recibir el coletazo, los desplazados ingresan al listado de las víctimas mientras los ciudadanos se arman para ponerse al abrigo de los abusos de la guerra. ¿Cómo entender que ante la evidencia manifiesta las naciones de Latinoamérica no hayan sido capaces de lanzar, por encima de los intereses de Estados Unidos, una política alternativa hacia el fenómeno de las drogas?
Las iniciativas en torno a la legalización no pueden ser recibidas, entonces, sino con beneplácito. Ellas abren la posibilidad de un tratamiento distinto de muchas de las dolencias que aquejan el continente.
Las palabras drogas y narcotráfico, no obstante, encierran realidades diferenciadas que es preciso deslindar. La marihuana como ninguna otra, incluida sin el debido cuidado en el vademécum de la demonización. Frente al panorama del conflicto latinoamericano —el tema de nuestro interés—, ¿dónde situarla?
Ni en la prolongada guerra colombiana ni en los conflictos de tantos otros países, la marihuana ha venido a constituirse en el objeto de la confrontación. La única salvedad la constituye la llamada “bonanza marimbera”, un episodio que tomó cuerpo en el norte de la costa caribe colombiana hacia la segunda mitad de los años setenta. Empresarios norteamericanos descubrieron las maravillas de la “Santa Marta Golden”, la marihuana de la Sierra Nevada sobre la que pagaban en dólares y por adelantado la cosecha. Con todo, el negocio pronto perdió su rentabilidad; se quedó en un fenómeno regional sin conexiones con la guerra, todo lo contrario al papel que la cocaína desempeña desde su aparición. El escalamiento del conflicto colombiano se produjo a partir de mediados de los años ochenta, justo cuando el auge de la marihuana había cesado. Las zonas de conflicto salieron de la costa y se desplazaron a regiones donde campeaban los cultivos de coca en disputa entre guerrillas y paramilitares. El conflicto armado en Colombia es la guerra por la cocaína.
En las 83 disputas armadas actualmente en marcha en el mundo (según el Anuario Procesos de Paz 2011) ninguna tiene como eje de confrontación la marihuana. Los recursos con capacidad de financiar un ejército y su operación pasan, en el agro por la coca y la amapola, en la minería por el oro, las gemas, el coltán. La marihuana no es el negocio. La Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes reporta su cultivo en 179 países. Pese a ello no pierde su condición de mercancía de exportación (en Estados Unidos constituye aún un porcentaje de las incautaciones) y sigue siendo de lejos la “droga” de mayor consumo (el 80% de los consumidores planetarios). Los dos rasgos, empero, no convierten la marihuana en origen de ningún conflicto nacional.
Tampoco es el germen de la violencia en lo local, según lo certifican las investigaciones comparadas del autor en México, Centroamérica, Brasil y Colombia. Allí, en lo local, es necesario distinguir entre consumidores y vendedores. Entre los primeros vienen al caso las pandillas, agrupaciones en general conformadas por jóvenes con el fin de cimentar una identidad —no de armar una empresa criminal—, entregadas sin embargo a una variedad de actividades delictivas que las hacen la más firme expresión de la conflictividad en la barriada latinoamericana. La marihuana es entre ellas el consumo corriente de los largos momentos del “cotorreo” y el silencio, del acompañamiento y el estar juntos; las drogas “fuertes”, por el contrario, aparecen ante cada ocasión en que se aproxima el choque con la pandilla enemiga o el robo. Ni tan siquiera las maras centroamericanas, convertidas en imagen mundial del crimen urbano bajo la figura del marero tatuado hasta el rostro, fincaron su amarga guerra en consumos desbocados; su enervada violencia se inscribe en una memoria plagada de cercanos asesinados, alimentada mediante ritos cifrados en la destrucción del enemigo. La marihuana no es la “droga” de la violencia urbana.
Otro tanto acontece con la venta. Ni en las “bocas de fumo” de Brasil, ni en las “hoyas” de Colombia, ni en el “narcomenudeo” de México, la marihuana constituye el centro de violencias sostenidas entre los vendedores o entre estos y los consumidores y vecinos. Jamás falta, es parte obligada de los inventarios pues produce con frecuencia la mayor cantidad de compradores; mas las drogas objeto de cuidado y supervisión son la cocaína, la heroína, los sintéticos. Incluso en varias ciudades la marihuana genera una venta descentralizada por fuera de los expendios, situación que se presenta hasta en ciudades con un férreo control del negocio como Medellín y Río de Janeiro.
Las propiedades farmacológicas de las drogas generan mercados y usuarios específicos, especies de subculturas. La marihuana no está conectada al conflicto, no lo hace en las guerras nacionales como tampoco en la barriada urbana. Mas el salto del efecto de cada droga al conflicto tiene más de una mediación. En realidad las recientes guerras latinoamericanas se disparan, no al calor de las características intrínsecas de las drogas (un factor en juego entre otros), sino en conexión con la máquina de guerra que por fuerza genera la ilegalización.
Numerosas políticas públicas enfrentan dilemas cuya resolución, en una u otra dirección, viene cargada de implicaciones profundas. Sucede con las políticas relativas a los asuntos delicados de la vida, desde la finalización de la guerra hasta la interrupción del embarazo. La legalización de la marihuana entraña igual un complejo dilema tensado entre las oscuridades de la ilegalidad y el incremento del consumo. Frente al dilema y las vacilaciones que siempre le acompañan existe una experiencia histórica acumulada, pues el camino de la prohibición y la guerra fracasó. Sus dos indicadores decisivos lo evidencian: ni el consumo disminuyó ni la confrontación amainó. Todo lo contrario, la guerra no hace sino moverse de país a país, de región a región, dotada de la patente de corso que le confieren el poder hegemónico de Estados Unidos y sus tratados internacionales.
La legalización no es la victoria de uno de los polos del dilema (como lo creen los entusiastas defensores de una y otra posición), sino un compromiso ético genuino con las consecuencias que sobrevienen a toda decisión. Legalizar la marihuana es despojar su consumo de las muchas facetas criminales que le rodean, atendiendo a un mismo tiempo la preocupación legítima por las probables incidencias sobre el consumo.
En el Distrito Federal, como en el resto del mundo, el 80% de los consumidores de drogas emplean marihuana (Colectivo por una Política Integral hacia las Drogas). La legalización (algunos pasos más allá de la despenalización) introduce otras prácticas —como el suministro colectivo de los clubes de consumidores—, pero más importante aún: hace valer el principio de la autonomía personal sobre el que se funda la democracia contemporánea. ¿Por qué los estados confían en la responsabilidad individual frente al cigarrillo y el alcohol —dos sustancias que producen mucho más daño que la marihuana—, pero se detienen ciegos ante las otras drogas?
La legalización beneficiará a los consumidores del Distrito Federal. No se trata, con todo, de sólo un compromiso con la ciudad, se trata de una obligación con Latinoamérica. México dejó de mirar hacia el sur, obnubilado por el sueño de convertirse en un país de primer mundo ligado a la gran alianza del norte. Es hora de volver a mirar hacia abajo buscando algo del antiguo liderazgo en el continente. La legalización de la marihuana es la oportunidad, la de avanzar tras Uruguay en el camino que al fin nos ponga más allá de la guerra y el conflicto.
Director del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Colombia
*Fotografía: Adictos a la mariguana en el puerto de Veracruz, han sustituido el tradicional papel para fumar el enervante por hojas de plantas como maìz, platano o cualquier otro tipo de hoja silvestre. Lo anterior obededece, segun los propios consumidores, al costo que les representa adquirir el papel/Horacio Zamora/EL UNIVERSAL