Mariinsky (II): rutina impredecible
POR IVÁN MARTÍNEZ
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Tras los dos conciertos dirigidos por Elim Chan el 1 y 2 de marzo en el Palacio de Bellas Artes, la Orquesta del Teatro Mariinsky continuó su residencia en México con conciertos el jueves 3 en el mismo teatro del Palacio y el viernes 4 en el Auditorio Nacional, ambos dirigidos por Valeri Gergiev. Como los primeros, éstos se dedicaron al repertorio tradicional ruso, el primero por completo a Prokofiev, lo que se vende como una “especialidad” del director, y el segundo a hits que pudieron caer en el cliché, sin que eso de ninguna manera menosprecie a las partituras o reste importancia al hecho de escucharlas en vivo con lo que sería su mejor representante.
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Todo en estos cuatro conciertos fue sorpresivo, de resultados llevados a los extremos. Dentro de ello, cada frase fue rutinaria: es difícil que sea de otra manera con el ritmo de trabajo que llevan tanto ensamble como director, quien como mencioné en mi reseña anterior, dirigió programas completamente distintos y alejados estéticamente un día antes y un día después con diferente orquesta, lo que significa poca concentración en cada partitura e inevitablemente, obras que no se ensayan, detalles técnicos que no se cuidan y artísticos que no se pulen; no hay tiempo.
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El jueves, único de los cuatro conciertos que registró boletos agotados, comenzó con la Primera Sinfonía, “Clásica”, en Re Mayor, op. 25 de Prokofiev. Estilísticamente en carácter, juguetón, y rítmicamente “impresionante”, en lo esperado para quien conoce los tempi velocísimos que suele tomar esta batuta. Técnicamente, un desastre desde el primer acorde y a diferencia de las noches anteriores, en las que los pequeños errores se sentían en una sola de las secciones (las maderas, sobre todo), lo fue en toda la orquesta. En los movimientos rápidos, no hubo pasaje que la cuerda pudiera pronunciar con claridad a esa velocidad, y en esos mismos, no hubo escala en las maderas en las que se articularan todas las notas; la afinación, que en los metales había sido ejemplar los días anteriores, fue aquí dudosa hasta en su fila más admirable, la de los cornos, cuyos pasajes en cuarteto fueron, por decir lo menos, sospechosos.
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Apareció luego el violonchelista Ivan Karizna para tocar la Sinfonía Concertante en Mi menor, op. 125, pieza de requerimientos en el pensamiento evidentemente más maduros de los que pudiera ofrecer este violonchelista de afinación no perfecta y sonido áspero. Resultó igual de desconcertante la ejecución solista, un poco más ruda incluso que la del joven pianista a quien acompañaron los días anteriores, como la de la orquesta, que de no ser por estar viendo a los mismos músicos, cualquiera pensaría que se trata de otro ensamble que aquel dirigido por Chan.
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La Quinta Sinfonía en Si bemol Mayor, op. 100 que siguió, fue sorpresiva; ni siquiera se asemejaba a lo anterior en sonido, en la calidad de su emisión. Una lectura profunda, brillante, y redonda, con amplitud, sin un pero técnico o de carácter, que mereció con justicia dos encores para olvidar la primera parte: una abrumadoramente rusa interpretación de la obertura a La Forza del destino, de Verdi, tan tchaikovskiana como la suficientemente cursi lectura del gran Pas de Deux de El Cascanueces, que cerró las actuaciones de la orquesta en este Teatro.
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Ojalá así hubiera sonado también cada uno de los “éxitos” ofrecidos en el Auditorio Nacional, igualmente rutinarios y dispares antes y después del intermedio.
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Esa cuarta noche la abrieron las Danzas polovetsianas de la ópera El príncipe Igor, de Borodin. Lo que pudo ser apoteósico fue burdamente aplastado por la sección de maderas, siempre unas encima de otras en la disparidad de su articulación y el desfase de sus ritmos. Sumado al, como se sabe, opaco sonido artificial necesario en este foro, que tampoco dejó brillar mucho al pianista Sergei Redkin en su ejecución del Primer Concierto para piano en Si bemol menor, op. 23 de Tchaikovsky.
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Aun sin las condiciones óptimas de mejores instrumentos y acústica, Redkin dejó ver mejores intenciones musicales que los solistas escuchados antes: posee un sonido más delicado, es capaz de un canto más natural, pero también de una técnica menos precisa, menos sólida.
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En la orquesta, sobresalió el flautista Nikolai Mokhov, no precisamente por la musicalidad de sus solos, sino por la afinación, siempre baja, en el primer amplio pasaje del segundo movimiento. Pudo sonar, también orquestalmente, un poco más de la “melcocha” del segundo encore de la noche anterior.
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Sin dudarlo, y cobijados por una ingeniería de audio de delicadezas (a cargo de Humberto Terán), lo más preciso y precioso de esta gira fue la versión ofrecida del ballet El pájaro de fuego, de Stravinsky, que se escuchó tras el intermedio: el manejo de colores, la sutileza de los solos, especialmente los de fagot y los de corno, la brillantez de los pasajes más fértiles.
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La gira cerró en el programa con la Obertura 1812, op. 49, de Tchaikovsky: pudo ser apoteósica, y hubo pasajes de verdadera belleza, de sonido turgente, sobre todo aquellos en las cuerdas bajas, y otros brillantes y de alucinante precisión en cada fila de metales, pero algo faltó: quizá el alma que se pierde en la rutina.
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*FOTO: La orquesta dirigida por Valeri Gergiev priorizó un programa de compositores rusos en sus programas del 3 y 4 de marzo/ Bernardo Arcos Mijailidis/ Palacio de Bellas Artes.
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