Mario Lavista: Réquiem de Tlatelolco
El estreno mundial de esta composición musical, inspirada en la misa de difuntos, en memoria de los muertos del Movimiento estudiantil del 68 es una obra universal que, a decir del crítico, calará en nuestra cultura profundamente
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POR IVÁN MARTÍNEZ
Antes de inundarse de los conciertos de época llenos de villancicos populares y música barroca, el año sinfónico formal cerró el pasado fin de semana con el estreno mundial, en la Sala Nezahualcóyotl, del Réquiem de Tlatelolco, del compositor Mario Lavista (1943); obra comisionada por la Universidad para ser tocada por la Orquesta Filarmónica de la UNAM (OFUNAM) todavía dentro de M68: Ciudadanías en Movimiento, las conmemoraciones culturales por los 50 años del Movimiento Estudiantil de 1968.
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Esta misa de Lavista fue el centro del séptimo programa de temporada de la OFUNAM que, dirigido por Ronald Zollman, antiguo titular del ensamble universitario entre 1993 y 2002, terminó de bordarse con el Canto fúnebre de Stravinsky y la suite de La tragedia de Salomé de Florent Schmitt.
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Elegía que ronda los diez minutos y registrada con el op. 5 en su catálogo, este Pogrebal’naya Pesnya es el homenaje que Stravinsky escribió a su maestro Rimsky-Korsakov en 1908 y se mantuvo extraviada, junto con otros materiales desde las revueltas en Rusia de 1917, hasta su redescubrimiento en el 2015; ha sido, por unas memorias en las que el compositor recuerda sus páginas como lo mejor que había logrado antes de El pájaro de fuego, objeto de interés y múltiples ejecuciones en estos últimos años.
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Por su novedad, podría decirse que acudimos a un doble estreno con doble dedicatoria a quienes hemos perdido. Este primero está escrito cercano a la forma barroca tombeau (tumba) que por los mismos años fue utilizada por Ravel para homenajear a Couperin: poéticamente se define como una serie donde los distintos instrumentos caminan dejando su ofrenda. Musicalmente, unos trémolos en las cuerdas bajas brindan carácter religioso de un olor muy ruso y soporte a una serie melódica bastante oscura que, armónicamente adelantan sí al Stravinsky de El pájaro de fuego aunque por su cromatismo evoque un wagnerismo juvenil muy noble, pero sobre todo, colorísticamente, va dialogando con delicadeza triste con quien fuera el más grande de los genios rusos de la orquestación.
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El canto de Lavista es también uno en la forma más tradicional: su Réquiem sigue los cánones de la misa de difuntos de la liturgia romana, la que han seguido otros compositores como Mozart o Verdi: Requiem, Kyrie, Dies irae, Recordare, Confuntatis, Lacrimosa y Agnus Dei, en secuencia sin interrupción que apenas rebasa los veinte minutos. Además de la orquesta tradicional, fue escrito para coro de niños, cuya parte corrió a cargo de los Niños y Jóvenes cantores de la Facultad de Música de la UNAM, que dirige la maestra Patricia Morales.
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En distintas ocasiones, Lavista ha hablado de su fascinación por la música sacra y sus formas, y aunque no le gusta hablar de su vida personal suele hacer referencia también a su indefinición como creyente. Formalmente, ésta quizá se reconozca en la posteridad como una de sus obras más contundentes formalmente hablando de su periodo creativo actual, mientras que artísticamente mueve a la indefinición a los no creyentes y reafirma la fe de los religiosos.
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Su Réquiem es una obra transparente, en sus valores de composición, y pura en el sentido moral más inocente y reflexivo. Es poderoso y conmueve desde el primer acorde que cantan los niños y no sólo por la pureza lograda en la ejecución de este coro.
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Se trata de una obra más espiritual, en sentido abstracto, que anecdótica por la efeméride para la que fue comisionada; y por ello es una más honesta. Precisamente por ser una obra que poco tiene que ver, no en su contenido y sí sólo en su inspiración, con Tlatelolco, está dotada de un discurso más amplio, que cala más hondo. Y así, Lavista deja como legado una obra universal, que marcará y calará nuestra cultura más profundamente.
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Tras el intermedio vino otra rareza magistral. La de Schmitt, escrita para ballet, dedicada a Stravinsky y marcada con el op. 50 en su catálogo, es una partitura rica de sonoridades, voluptuosa tanto de atmósferas como de dramatismo. Y Zollman la supo traducir para el éxito sonoro de esta orquesta tan necesitada de posibilidades musicales a las que acudir con confianza. Lo que no había permitido un estreno tres semanas antes por falta de contenido o la constricción impuesta la semana anterior por una batuta limitada, esta Salomé llevó a la orquesta a explotar en dinamismo y expresión.
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La batuta de Zollman expresó riqueza y fue eficiente en su exploración de texturas y dinámicas, explayándose en sus crescendos y sus fraseos amplios, disfrutando sus pianos sin miedo para engolosinarse luego con sus fortísimos sin nunca tener que gritar. La confianza con la que él se manejó, permitió lucir incluso a instrumentos que, hasta antes de este fin de semana, tenía yo por los más débiles del conjunto: el corno de Elizabeth Segura, el arpa de Janet Paulus y el clarinete bajo de Alberto Álvarez expresaron algunas de las líneas más destacadas de la velada.
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Es un elogio para esta batuta visitante, de quien quizá ya no pueda decirse que los conoce como nadie, pues del 2002 a la fecha la orquesta ha cambiado lo suficiente, pero también para estos instrumentistas que no deberían causar una sorpresa de este tamaño por atreverse a cantar, a hacer música.
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Ojalá otras batutas les inspiraran así.
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Réquiem de Tlatelolco inicia en el minuto 18′ 50″.
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FOTO: El compositor Mario Lavista luego del estreno de Réquiem de Tlatelolco, el 8 de diciembre, en la Sala Nezahualcóyotl. Lo acompañan Ronald Zollman (atrás del atril) y Patricia Morales (a su izquierda), directora del Coro de Niños y Jóvenes cantores de la Facultad de Música de la UNAM. / Cortesía: Cultura UNAM.
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