“Matar al padre a los 20 años es un imperativo psicoanalítico”: Alejandro Zambra

Jul 29 • Conexiones, destacamos, principales • 1737 Views • No hay comentarios en “Matar al padre a los 20 años es un imperativo psicoanalítico”: Alejandro Zambra

 

El autor chileno reúne en Literatura infantil ensayos y relatos sobre la paternidad; al conversar, repasa la complejidad y los misterios del vínculo familiar

 

POR DONOVAN KREMER
Alejandro Zambra ha atravesado múltiples diagnósticos de los que procura escapar, aunque vuelve una y otra vez a esos campos minados donde el lenguaje, la palabra en sí y el aliento poético se detonan para luego difuminarse en la atmósfera literaria. Parece no importarle, como tampoco la presencia de su escritura en un libro clasificado dentro de los derroteros de la literatura infantil.

 

“Ser padre consiste en dejarse ganar hasta el día en que la derrota sea verdadera”, dice Zambra en Poeta chileno (2020), frase que tiene eco en Literatura infantil, obra publicada este año por Anagrama, que conjuga una suerte de ensayos, relatos con tonos variados, que pueden formar parte tanto de la oralidad anecdótica como del cuento más elaborado; en suma, una crónica sobre la paternidad y sus giros dramáticos-cómicos, donde la trama existe sólo “en estado de apego”; apego al hijo. Otra vez no le importa, si se sentara a escribir, estructura por estructura, una novela sobre Emily Dickinson acabaría volviendo a su hijo, lo dice, palabras más, palabras menos.

 

Literatura infantil puede ser entendido como una “carta al hijo” sin la pretensión de que el pequeño Silvestre (su hijo) lo lea; de hecho, si jamás lo llegara a hojear no significa un proyecto fallido, asegura el también autor de Bonsái y la vida de los árboles (2013), Facsímil (2014) y Tema libre (2018), en una conversación en la calle Juan de la Barrera, en la Condesa, frente a una librería.

 

Habla una de las voces de la compartida metáfora del poeta extranjero, como lo fueron Roberto Bolaño y Gabriela Mistral en México; y para Zambra (Santiago de Chile, 1975), los linderos sirven para cortar camino o ensancharlo, sobre todo en el extraño país de las letras.

 

 

En tu libro afirmas que en la literatura hay más cartas al padre que al hijo. Juan Villoro acaba de publicar un libro sobre la reconstrucción de su padre, donde menciona esta idea de la permanente carta al padre. ¿Formaste un registro vivencial para el hijo que todavía no tiene memorias?

 

Hay un registro que se parece al de las fotos, la gente de mi edad y un par de generaciones siguientes todavía crecimos con ese archivo limitado al álbum de fotos, con contenido escaso, que eran 20, 30 fotos, a partir de las cuales se construía un relato: tú mismo ibas dialogando con el pasado a partir de relatos ajenos acerca de esas fotos, generalmente te contaban lo que pasó, incluso se inducían recuerdos, salías con un helado de fresa, pero te mirabas triste, entonces le preguntabas a mamá: “¿Por qué estaba triste?” “Es que querías un helado de vainilla”. Las generaciones de hoy tienen un registro audiovisual, eso hace la diferencia. ¿Tú creciste con ese registro audiovisual?

 

No. Me tocó la transición entre lo análogo y lo digital, esa fisura que llamo recta final. Con lo que comentas me viene a la mente esta imagen: la memoria está compuesta de puzzles que se encuentran incrustados en una fotografía, y a partir de ahí lo dotas de vida. ¿Este registro es para que lo lea tu hijo Silvestre a posteriori?

 

En rigor esto no es para él. En mi caso, el registro es natural, lo raro hubiera sido no escribir sobre su llegada. Siempre escribí. Desde chico tuve esa suerte de que coincidieran el juego y el hábito, mi abuela materna nos inculcó que escribiéramos, que tuviéramos diarios de vida, sin ser ella un personaje cultural, tradicional, era una casa sin libros, pero sus apariciones estaban ligadas al juego, a la música, al humor, a los relatos orales, a la diversión y a la escritura, ella insistía deliberadamente en inculcarnos ese hábito, nos regalaba cuadernos: desahógate, nos decía. Luego cuando me gustó leer en la escuela, esas pequeñas antologías escolares, podías leer a contraluz lo que habían respondido otros niños de los años anteriores, era la continuación de ese espacio preliterario, por eso para mí leer y escribir es algo que siempre hice.

 

Cuando nació mi hijo fue natural escribir sobre él, en todos los registros, con distintos grados de distancia, a veces como un diario, en espacios más ficcionales, en la poesía, y la única decisión fue publicarlo, cuando los escritores salimos al mundo solemos hacerle un flaco favor a la literatura, porque salimos con el libro terminado, parece que escribir es igual que publicar. Pero para mí escribir puede no cristalizarse en un libro. En este caso, no diría que el destinatario es mi hijo, que me encantaría que lo leyera y lo disfrutara y lo valorara, pero, aunque escribí para él, es una escritura que se nutre de un su deseo comunitario. Hay comunidades bien específicas, como las personas de México que conocí y estaban pasando por una experiencia similar, se recogen algunas conversaciones que tenían atmósferas similares.

 

Digamos que con aires de familia. Y aun, si tu hijo no leyera Literatura… no sería un proyecto fallido.

 

No, porque ahí estaré yo. Como digo al final, preferiría que esto fuera el guion para unas conversaciones divertidas entre nosotros. Espero que todos queramos ser, en cierto modo, ese padre amigo, que sin embargo, lo sabemos muy difícil: es una posición compleja la del padre, pero a mí me interesa pensar la paternidad a través del libro, que él (Silvestre) sepa que su mamá también escribió un libro en el que él aparece, es una sensación de que la escritura está conectada con la vida, y que los libros cumplen una función en el mundo, eso me parece importante que lo sepa.

 

Marcas distancia con nombrar a los géneros literarios por su nombre. Catalogar piezas por género es, según mencionas, una exageración. ¿Ocurre lo mismo cuando hablamos de literatura infantil y la que es para adultos?

 

Se entiende por qué existe, a veces es para darnos a entender que hablemos de poesía, de novela, que la dividamos y la subclasifiquemos; también ocurre con la literatura infantil, se divide en edades. Todo eso en la medida en que entendamos que son formas, como los conceptos, los usamos para cortar camino; el problema empieza cuando lo tomamos como norma, como leyes y, sobre todo, cuando contaminan la educación. Siento que hay cosas que deben hacerse de nuevo; de las que más me atañen, es la manera de enseñar la literatura. Debe cambiar por completo: desde el absurdo que el aprendizaje de la lectura y el de la escritura vayan por sendas separadas, y que si quieres ser escritor tengas que ir al taller literario y leer textos entrados en la materia hasta la licenciatura. Desde los primeros años de educación dan señales de que la literatura es algo desconocido y complicado, cuando a los cinco años un niño aprendió a contar un chiste, lo cual es dificilísimo, y llega a la escuela y lo primero que le dicen es que los chistecitos afuera, y eso sucede en muchos niveles. La escuela te dice que todo lo que sabes no te sirve, que hay que aprenderlo todo de nuevo.

 

Un niño ve que alguien cuenta una historia, y si le provoca risa, le encanta y entonces lo imita y cuenta un chiste, pero lo hace mal. El adulto que lo escucha, se ríe, pero no del chiste, sino del hecho enternecedor de que quiera contar un chiste. Celebra eso, a menos de que sea un imbécil y lo reprima: “Ese chiste está mal contado”. Por lo general, lo festeja. El niño va entendiendo que hay algo raro en esa risa, y va perfeccionando el mecanismo, puro ensayo y error, hasta que cuenta un chiste bien. Y para llegar a eso internalizó un montón de conocimientos estructurales e intuitivos, aprende también el hecho dolorosísimo de que no puedes contar el chiste a la misma persona una y otra vez. Llega a dominar el mecanismo complejísimo del chiste. El chiste funciona tan parecido a un cuento, que no quiere provocar risa, sino algo más que sólo esa sensación, una mezcla de varias o ambigüedades, pero es una historia que quiere generar un efecto y ese efecto depende de la forma de contarla. Pero en la escuela toda esa teoría se va al tarro a la basura, porque ahora se va a estudiar literatura, completamente distinto. Esto es perfectamente posible de modificar.

 

Luego están los conocimientos que son más democráticos, porque dices, no hay tejido social, ni los ricos ni los pobres tienen tiempo, los ricos no están interesados en el ocio, sino en el negocio, parece que nadie tiene tiempo, pero en la mayoría de las familias existe una experiencia vinculada a la música y otra vinculada al humor. La música nadie te la tuvo que explicar y está asociada a la repetición, al gozo, al sentido crítico, de pronto puedes explicar por qué no te gusta una canción es mucho más fácil, aparece la palabra análisis sin necesidad de sentir forzosamente el análisis, pero profundizas, aunque desaprovechas todo lo aprendido empíricamente. Me obsesiona ese proceso y me pregunto cómo la literatura podría recuperar ese espacio perdido por la sobrepedagogía.

 

Lo decía Borges, si un libro no te llama la atención, déjalo, habrá un momento de la vida cuando ese libro esté preparado para leerse.

 

Claro. Agrégale también el modelo, porque un poema, por ejemplo, está construido para ser repetido, igual que una canción, entonces cuando estás en una clase te presentan “el poema que vamos a analizar”, equivale a que te hubieran mostrado una “canción que vamos a analizar”, lo que sucede es que primero adquieres corpus, es decir, escuchaste muchas canciones y nunca te miraste en una situación analítica en relación a una, pero en la escuela te muestran el poema y su análisis, y nunca leíste 30 poemas. Los niños conocen la experiencia estética, pero más bien está la sensación de que los niños son como borradores de un adulto, hay quienes plantean que es al revés, que nosotros somos lo que quedó del niño, que refleja pálidamente la complejidad que tuvimos.

 

¿Y qué sucede en tu caso? ¿Es la primera o segunda opción, u otra?

 

He tratado de recuperar. La literatura me ha llevado por ese camino, el de desprogramarse. Yo no sé qué edad tengas tú, porque te veo jovencito. (Tengo 27 años. Todo un chamaquito, le digo). Como a los 20 en teoría ya me había entregado a la literatura, y fue una decisión apasionada e intuitiva, y no me daba cuenta de la naturaleza de esa entrega, estaba la tentación del silencio, que es vinculada a la inteligencia. En la medida en que aprendía y sentía que sabía, el silencio parecía cada vez más razonable, un silencio ligado más al cinismo, al escepticismo, que era importante, ligado a la lucidez, a la sensación del sinsentido, que no era claramente depresiva, que lo era, también tenía un lado más oscura, roquera, interesante (¿Ambivalente?, conjeturo); claro, porque era algo cool, no era sólo fúnebre, tenía su encanto. Saber más que el otro y por lo tanto que nada tenía sentido. Ahí la literatura revolvió el gallinero para mí y otros de mi generación, al menos, apareció la posibilidad: donde debía empezar el silencio, empezó el relato, y una reformulación de los términos, del adentro y del afuera, de la comunidad, del yo y el nosotros, el deseo de vincularse con la historia propia, y descubrir que esa historia estaba relacionada con la historia de nuestros padres y abuelos, que se podía proceder desde la contradicción, porque hasta ese momento pensábamos que la contradicción devenía en parálisis, esa posibilidad de darse a entender desde la contradicción.

 

Quizá lo estoy teorizando demasiado, porque también es más casual: la literatura siempre es más colectiva de lo que parece. Me acuerdo de esos momentos en los que te das cuenta que otras personas pensaban cosas raras que sólo pensabas tú, algo importante que sucede en la adolescencia (Cuando te identificas con el otro, le digo); pero a veces esos otros te hablan desde los libros y desde tu propio entorno, generalmente dices: “Pensé que estaba loco”. A los 12 años, me hice de información bien precaria, ni siquiera en Wikipedia, porque no existía Internet, pero fue sobre el psicoanálisis, y ni siquiera sobre los sueños, y que los recuerdos se inventaban, en parte eran elaboraciones. Me pareció liberadora porque hasta ese momento pensaba que el hecho de no recordar bien me resultaba problemático, dudaba si habían ocurrido esos momentos.

 

Hablábamos de la edad. Mencionas que a los 20 matamos a los padres y llega una edad en la que hay que resucitarlos. A mis 27 años quiero asegurarme de que ya maté a mi padre, digo, ya estoy casado. (Nos reímos). Es mi derrotero que comienza. José Emilio Pacheco dice en un poema que “somos todo aquello contra lo que luchamos a los 20”. ¿El escritor también madura como lo hace su prosa o su poesía?

 

La madurez es algo mitológico. En principio nunca estaría en desacuerdo con nada de lo que haya dicho José Emilio Pacheco, también él era alguien que fácilmente estaba en desacuerdo consigo mismo. Encontramos esa zona liberadora en la contradicción y al vernos en situaciones que no sospechábamos, pero los procesos no se cierran del todo; a la unión padre-hijo, en este caso, a veces resulta posible ponerle palabras: me reconcilié con mi padre, decimos, pero esas palabras son parciales (El parricidio sigue ahí, comento), porque pueden volver a decepcionarte. Una cosa que sucede cuando tienes un hijo es que vuelves a ser hijo y a la vez te conviertes en padre. Uno podría decir: “Por fin entiendo a mi padre”, pero también eres capaz de desentenderlo. Conozco gente que, a partir de la paternidad, cambian instantáneamente sus juicios hacia sus propios padres. Una amiga tiene una hija y después de un mes de ser mamá, llamó a su madre y le dijo: “Mira, toda la bebida que te he cobrado, olvídala. Tú me cuidaste así como yo cuido a mi hija, sobreviví; estamos en paz” (nos reímos).

 

También aparece el sentimiento de desprotección, por eso digo que es a través de la literatura que estas cuestiones se pueden discutir sin la necesidad de una solución artificial porque vivimos en una época en la que todo el mundo está abrazando conclusiones súbitas, sin demorarse. Esta lentitud literaria reivindica la densidad, la espesura de la conversación verdadera, no va a llegar a algo definitivo sobre estos vínculos y está bien que no lleguen, matar al padre a los 20 es un imperativo psicoanalítico, y luego llega la necesidad de resucitarlo, pero no puedes. Hay un relampagueo de la naturaleza humana, la trampa siempre es suponer que puedes resolver y que estás capacitado para olvidarte del misterio, cuando el arte en general lo realza.

 

Justo esa premisa de que la literatura va lento embona con esta cuestión. Mi generación se mueve rápido, a lo instantáneo del clic. En el siglo pasado la discusión en México la abanderó Carlos Monsiváis en cuanto al distanciamiento del discurso, al empobrecimiento del lenguaje poético a nivel público. ¿Qué pasa con las redes sociales, qué pasa con ese distanciamiento?

 

A mí me gusta una red social que se llama literatura, siempre lo ha sido. Los libros son mi posteo. Lo demás, lo entiendo, lo valoro, no estoy en contra, pero no podría estar en redes justo porque tengo personalidad adictiva. Sí veo más claro que nunca que cualquiera que lea o escriba un poema está en una posición anacrónica, y ese anacronismo encubre un poderío en el corto plazo, entonces si le pides inmediatez, no tiene relevancia social, pero siento que lo que sucede en torno a la escritura es porque…

 

¿Perdura?

 

Bueno, tomas decisiones basado en un poema de Emily Dickinson que leíste en la mañana. Hay una sensación distinta del tiempo, que no valoramos tanto. En tus preguntas hay varias temporalidades, está Monsiváis, lo que dijo José Emilio, está Juan Villoro y a través de él Luis Villoro. Hay un espacio en tu cabeza, perdona lo que voy a decir, que otros jóvenes no tienen. ¿Te das cuenta de eso? Suena como un viejo de mierda (Me río), pero no es baladí, está funcionando algo distinto a sentir que tu vida se juega en el like. Ahora, por otra parte, cuando los escritores salimos de nuestra zona segura, porque nosotros vivimos en una especie de red social, podría decir: claro que la gente lee. Me levanto, voy a una escuela y claro que la gente lee; me invitan a un club de lectura, mira, todo el mundo lee; podría confundir mi vida con la vida general y decir que la literatura es súper importante, y cometer el mismo error que la gente comete en sus redes sociales, y suponer que todo el mundo opina lo que yo opino, esa misma distorsión valdría en mí. ¡Claro!, es una zona segura, pero das un pasito más allá y no eres nadie. Tienes que explicar de nuevo qué es escribir, entonces la reacción natural es la arrogancia, el paternalismo: pobrecito este multimillonario que no ha tenido un libro a su alcance, suele existir esa actitud entre los escritores y los intelectuales, la de la arrogancia y ahí es cuando la literatura pierde toda eficacia apelativa. Los escritores sí debemos asomarnos a los límites.

 

¿Cuál es la cercanía o los puntos de fuga entre México y Chile, pero no con relación a tu experiencia, sino ahora que tu hijo está en este fuego cruzado de lo cultural, entre aprender el “hueón” y el “chinga tu madre”?

 

Estoy en desventaja, él tiene acá una basta familia mexicana. El acento lo compenso porque tengo amigos chilenos acá (en México), casi todos roqueros. La lengua chilena de mi hijo es la guitarra, porque en mi familia hay buenos guitarristas. Él ya sabe que, entre todos los chilenos, el que peor toca la guitarra es su papá. Es un tema fascinante porque se ha mezclado más allá de la paternidad, del hermano mayor, también una figura interesante que ha criado a sus hermanos menores. Lo más relevante es ese proceso de acompañar el aprendizaje del habla de otro ser humano, y no lo que aprendimos sino el hecho de haberlo aprendido, imposible imaginar que no sabías hablar, andar, montar en bicicleta. Con este desplazamiento del español, porque para mí ha cambiado, con mi hijo hablo mexicanamente. Cuando imito el acento mexicano, me dice: “¡No hablamos así, papá!”, “¿cómo?”, le respondo. “Normal, normal”, me lo repite.

 

 

 

FOTO: Alejandro Zambra radica en la Ciudad de México; su obra fue galardonada con el English Pen Award, el O. Henry Prize y el Príncipe Claus. Crédito de imagen: Germán Espinosa /El Universal

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