Día de muertos

Nov 3 • destacamos, Ficciones, principales • 6328 Views • No hay comentarios en Día de muertos

/
El paso de una procesión dedicada a los fieles difuntos en un pueblo lleva a una pareja de visitantes a rememorar su pasado íntimo. No importa si éste es remoto o inmediato, sino las consecuencias delirantes del engaño. Este cuento está incluido en La piel insomne, de próxima aparición en la editorial Almadía
/

POR MAURICIO MONTIEL FIGUEIRAS

Severino Salazar, in memoriam

—Ya debe estar listo tu baño.

La voz de Jaime reverberará en los rincones de la habitación hundida en una penumbra de fuego. Se escurrirá como hoja fugada de las frondas del otoño para ocultarse, lánguida y temblorosa, entre las cortinas henchidas por el aire que remedan las alas de un ángel moribundo. Al centro del pueblo negro, en el núcleo de esa maraña de callejones y escaleras que no conducen a ningún lado, las palomas desdibujarán los campanarios al proyectarse hacia una tarde fétida, de oro.

 

—Sí, gracias.

 

La respuesta se diluirá como un estambre de humo. Envuelta en la nube de una bata quizá demasiado delgada, Rebeca admirará el crepúsculo desde el balcón. Dejará caer la colilla y se sentirá tentada a apagarla con un pie descalzo pero no, mejor alzará la vista cuando se produzca otro estallido de pájaros a mitad del pueblo, cientos de aves que abandonarán sus nichos entre los brazos de cantera de los santos para volar hacia las colinas. Las campanas repicarán con toda su violencia de bronce, fracturando la transparencia de la atmósfera que por varios minutos será un hervidero de plumas y picos. La misa de seis habrá terminado; pronto dará inicio la procesión.

 

Rebeca se morderá una cutícula, impaciente. Se aguantará las ganas de prender otro cigarro porque la cajetilla ha quedado sobre el buró y el buró está junto a la cama y en la cama matrimonial dormita Jaime, desnudo y a la espera de que su mujer cabalgue la erección que habrá comenzado a despuntar como un cactus en el páramo de las sábanas. Y en la tina del baño, rebosante de burbujas, el vapor ya estará desplegando sus filamentos, esos dedos entre los que Rebeca busca el gozo de sus propias uñas por debajo del pubis, la solitaria satisfacción que remplaza el placer que no ha podido hallar fundiéndose en el cuerpo de Jaime, asfixiándose como una paloma en el inquebrantable abrazo de Jaime. Para ella el matrimonio será desde hace tiempo un nicho que acoge un montón de deyecciones secas y memorias, tantas memorias pugnando por florecer entre las manos de ese San Jaime gélido, petrificado.

 

Dos de noviembre. Día de muertos. Mientras observa cómo la tarde decae al compás de una remota melodía de Nina Simone, Rebeca rumiará la fecha con una nostalgia apenas disimulada. Cada año, según el recepcionista del hotel, es igual; cada dos de noviembre los mismos rituales, la misma oscura procesión que arranca frente a la catedral después de la misa de seis y culmina en el cementerio a las ocho, a veces a las ocho y media de la noche, dependiendo de cuántos cadáveres sean convocados en el camino. Siempre los himnos de penitencia, la obligatoria liturgia de rosarios y velos, el llanto que fluye por las callejuelas a la par del tequila orinado por hombres con el corazón roto; siempre las ancianas y su luto insondable, sus voces de polvo inquieto. Una costumbre ancestral, señora, una herencia que cala en la sangre y que nadie ha logrado rehuir.

 

Rebeca se mesará los cabellos y notará que ha empezado a sudar, algo absurdo en un clima tan fresco, tan de tumbas que bostezan. Se apoyará en el barandal de hierro forjado para estudiar el panorama a sus pies, quizá para lamer el viento y tratar de recordar quién ha dicho que esa noche el horizonte va a rasgarse, permitiendo que los huesos resuciten con una fragancia de musgo. ¿Quién habrá sido? ¿El mendigo que lucía una mueca desdentada en la escalinata del único teatro del pueblo? ¿El sacerdote que se arrastraba por la plaza en dirección a un templo o un burdel? ¿La matrona acurrucada en un portal y acompañada por un perro inmóvil? ¿El músico borracho que tocaba su trompeta ante un grupo de estatuas que permanecían indiferentes?

 

—Podríamos tomar un trago en el bar…

 

Rebeca sentirá la mano de Jaime en un hombro, en el cuello, en la nuca. Un escalofrío la sacudirá; los dedos estarán tibios, viscosos. Y por eso preferirá guardar silencio, triturar las palabras entre las muelas. Volarán los segundos, las palomas, los periódicos deshojados en la plaza casi vacía. El sol seguirá descendiendo, un coágulo rumbo a la hemorragia del oeste. En lo alto de una colina una cruz abrirá sus brazos a la luna que ya boga por el cielo, preñada y carmesí. La mano de Jaime se dará por vencida y caerá, desvaneciéndose entre los pliegues de la bata mientras un olor a ceniza flota sobre el pueblo y los primeros planetas refulgen.

 

Rebeca escudriñará los callejones: las casas con sus sombras de barro, los faroles que parecen tambalearse en las esquinas como si hubieran bebido aguardiente, las puertas mudas que aletean en el aire, la ropa que pende de hilos extendidos en las azoteas y que obliga a pensar en mortajas, docenas de sudarios desprendidos de la faz del ocaso. Enfundada en un sucio gabán, una figura se deslizará por los adoquines; tal vez el músico ebrio, ansioso por tocar su trompeta junto a una estatua que lo mire. En la lejanía los cirios irán encendiéndose en una procesión de ojos hacia el cementerio y se derretirán en filas paralelas.

 

El hotel colonial agonizará con ocre lentitud. Se habrán hospedado allí porque un colega de Jaime lo recomendó con una amplia sonrisa, es un lugar decente, muy pintoresco además, ya que van como turistas y no como historiadores deben visitarlo y disfrutarlo, les va a encantar, estoy seguro. Y claro que les habrá encantado, en especial a Jaime que ha dicho que daría lo que fuera por quedarse a vivir ahí, estoy enamorado de este sitio y no quiero moverme, por qué no buscamos una casa y mandamos todo al carajo, sí, que se pudran todos, aquí las tardes son tan rápidas, tan transparentes… Pero por la mañana tendrán que abandonar el pueblo y regresar a la rutina de la ciudad para que Jaime presente su proyecto de doctorado; ah sí, qué ganas de que se pudrieran los títulos, los eternos trámites profesionales. Aunque quizá eso será lo mejor para ambos, lo más conveniente para Jaime y lo más sano para Rebeca, sobre todo luego de haber descubierto la verdadera intención de esas vacaciones, el resorte que impulsó un viaje de placer sin más placer que el de las propias uñas, por supuesto, en temporada baja. Qué ciega, qué podridamente ciega.

 

Una lágrima resbalará por la mejilla de Rebeca y el viento la secará, trayendo en una ráfaga los días anteriores, las imágenes que la harán temblar como una muñeca de papel. Así ella revivirá cada escena, cada minúsculo detalle, y deseará más que nunca fumar uno de los cigarros al alcance de la mano de Jaime, que habrá desaparecido sin dejar rastro.

 

La llegada al hotel recomendado, muy pintoresco porque qué tal esas pinturas curiosamente obscenas en el vestíbulo, ese aroma a viejas cartas de amor que impregnaba los muros, esos pesados sillones similares a féretros donde estaban encerradas tantas caricias, tantas despedidas entre extraños que se habían conocido a bordo de un tren. La elección de un cuarto con vista a la calle y no a los jardines con sus fuentes de cantera en las que a veces aparecían flotando pájaros que bajaban a beber un poco de ese cielo reflejado y se ahogaban pero no se preocupe, señora, sí hay habitaciones que miran hacia el pueblo, la temporada alta empieza en un mes, que tengan una estancia inolvidable. La primera cena entre veladoras debido a una falla en la instalación eléctrica, disculpen este contratiempo, y después la cama en una tiniebla que imitaba el interior de una roca, las salivas que adquirían una firmeza mineral entre piel y piel, el cuerpo de Jaime segando la respiración de Rebeca como si ella fuera el ave y él la fuente donde ella se ahogaba sin saciar su sed, los falsos gemidos de Rebeca mezclados con los gemidos presurosos de Jaime, el sudor de Rebeca disuelto en la tina del baño porque aquí las madrugadas son húmedas, mi vida, tanta humedad y yo sólo puedo sudar en la tina y no contigo en el lecho que alguna vez fue matrimonial.

 

Luego el primer día en plan turístico y el almuerzo clásico del pueblo, pruébalo, no hay cosa más rica en el mundo. El recorrido a través de ruinas sembradas de hiedra y mosquitos y éste era el dormitorio del virrey, ésta la recámara donde solía recibir a su amante en turno y observa, todavía hay restos del icono pintado por aquel artista que mataron a pedradas después de que se descubrió su inclinación por los adolescentes indígenas. La caminata por callejones que parecían extraídos de una fantasía de Escher o Varo y qué casualidad, en la casa-museo tienen un cuadro original de Remedios, no hay que perdérselo; mira, ahí está la ex hacienda de la que te hablé ayer y más allá el refugio del líder revolucionario cuya cabeza fue exhibida durante una semana para escarmentar a la gente, imagínate qué espectáculo, dicen que al atardecer la cabeza atraía a las palomas y que ellas le sacaron los ojos, fueron despellejándola despacio hasta dejar el puro hueso, me hubiera gustado ver esa calavera cubierta de plumas. Y entonces el nacimiento de una sospecha al fondo del cráneo, no el del revolucionario sino el de Rebeca aunque ella en ocasiones se sentía así frente a Jaime, como una calavera desnuda y sin ojos y expuesta al escrutinio público; una simple sospecha, algo insignificante pero cómo es posible que él conozca al dedillo la geografía de un lugar que nunca ha visitado y distinga olores y sabores, nombres de héroes y calles, fachadas y herrerías con tanta exactitud, tanta familiaridad.

 

Al principio sólo fue eso: un signo de interrogación formulado por un temor repentino y hasta infantil que Rebeca no pudo ni quiso explicar. Algo había cambiado en Jaime: la sonrisa cómplice dirigida al portal donde se acurrucaban una matrona y su perro, la cautela al hundir el cuchillo en un filete o al sorber el café, la sudorosa premura al hacer el amor entre sábanas que despedían un tenue hedor a liquen, la torpeza al besar apoyando los dientes en el labio inferior y la impresión que quedaba al finalizar el beso, una idea de túneles ligados en una sima por la que transitaban las arañas. A Rebeca la habían confundido todas esas actitudes porque no eran las de Jaime sino las de Salvador, la efigie un tanto difusa con quien compartió los cuatro mejores años de su vida: Salvador el amante que la enseñó a madurar contando las arrugas del cuello y el cielo, los pájaros que hacían hervir el aire vespertino; Salvador el de las piernas largas y las manos cortas, el romántico incurable que solía decir en sus raptos de inspiración que el amor es un tren y uno sólo tiene boleto de ida o vuelta porque los viajes redondos se agotaron; Salvador el acólito que rezaba sus oraciones en el ombligo de Rebeca, el ángel que rendía culto a los muslos de Rebeca en la cálida iglesia de la medianoche. Y ahora la mirada de Salvador se filtraba lenta, peligrosamente a la mirada de Jaime; ahora todo un pasado se asomaba a esos ojos verdes para acechar, para preguntar, para exigir.

 

De golpe Rebeca sentirá frío. La brusca mano de Jaime —¿de Salvador?— regresará y le agitará el cabello para tejerle un rosario o una trenza y bajarle la bata hasta la curva inicial de las nalgas. Luego vendrá el beso en la oreja, el pellizco en un pezón, el veloz reconocimiento del vientre, el revoloteo no de mariposas sino de larvas en el estómago que preludiará el flujo de caricias por la espalda, el dedo que se demorará en la cintura antes de colarse bajo la bata y más allá, más secreto, tan hondo que las caderas se contorsionarán mientras un gemido trepa por la garganta en un vértigo incontrolable que será segado por la voz de Salvador, la voz de Jaime, un murmullo de catedral en llamas, ¿por qué tiemblas si estás ardiendo?, y Rebeca no querrá voltear y preferirá responder con una frase tímida, no es nada, después pasa pero se negará a voltear y el dedo continuará hurgando, ávido por encontrar calor y reencontrar el gemido de Rebeca que no podrá voltear porque su cabeza no obedece, su cabeza ya no es su cabeza sino la de un revolucionario muerto, una cabeza de mechones escasos y ojos a punto de saltar de sus órbitas como canicas y lengua mordisqueada que entra y sale de una boca reseca de la que parece surgir la orden dictada en realidad por los labios de Jaime, los labios de Salvador que susurrarán debes voltear para que Rebeca haga girar esa cabeza que ya no es la suya y se tope con una oscuridad llena de ceniza que paladeará su turbación, el desaliento que le provocará ver que no hay nadie tras ella y que la bata se desliza solitaria por sus piernas sin ayuda de otras manos que no sean las del aire, las palmas curtidas del crepúsculo, los dedos de Salvador —¿de Jaime?— que perdurarán en la atmósfera como una de esas constelaciones que se atoran en los párpados luego de haber contemplado el sol durante algún tiempo. Y entonces, justo entonces, Rebeca permitirá que su mano navegue hacia la ribera púbica y más allá, más aprisa, acelerando los recuerdos que se encimarán como troncos en el río de la memoria: el cuidado que Jaime —¿que Salvador?— ponía aun en acciones tan triviales como doblar su ropa en el respaldo de una silla, por ejemplo, o su extraño hábito de sudar en la madrugada, o la forma en que lamía la piel como si su lengua fuera un tren abriéndose paso entre los rieles dentales, o el regusto a otoño que a veces había en su saliva, o el modo en que los músculos de su abdomen se contraían cuando las uñas de Rebeca empezaban a avanzar en un desfile de nubes puntiagudas y sí, serán esas nubes las que frotarán el cielo profundo que él —¿Salvador, Jaime?— frotó con tanta dedicación, las mismas nubes que ahora agilizarán un ritmo prohibido por el matrimonio pero aceptado por el vapor del baño hasta lograr que de entre las piernas brote un atardecer con todo y sus palomas y el pubis se convierta en un horizonte incendiado.

 

Rebeca jadeará asumiéndose suave, exhausta, y palpitará como un corazón abandonado al filo de la noche. Y allá, a lo lejos, un perro encajará sus ladridos en la brisa. Y la cruz en lo alto de la colina será el armazón de un papalote dispuesto a volar hacia otras tierras, otros pueblos necrófilos. Y la procesión de velos, impávida, seguirá serpenteando por las calles. Y Rebeca, triste, se llevará las uñas a la boca para chuparlas. Y la procesión de cirios, encabezada quizá por un trompetista borracho, trazará su itinerario luminoso frente a puertas a las que nadie se asoma. Y Rebeca, amarga, probará la humedad que destilan las nubes en sus labios. Y la procesión de arrugas, rematada tal vez por una matrona, dibujará el nombre de sus muertos con humo en las paredes. Y Rebeca, tibia, cerrará los ojos. Y ahí, en la sombra olorosa a musgo, brillará con mayor nitidez el cuerpo —¿de Jaime, de Salvador, de quién?— que Rebeca hizo suyo durante cuatro años y que ya no le pertenece aunque nunca le perteneció, fue un sueño de cantera y seguramente ahora estará encadenado a un sepulcro de este lugar que tanto quiso, que tanto lo quiso.

 

Salvador visitaba el pueblo cada año. Otoño tras otoño era la misma despedida en el andén de una estación en las afueras de la ciudad, el mismo corto periodo de separación porque necesito el aire del pueblo para respirar a mis anchas y planear nuestro futuro; si vieras cómo son las tardes allá, tan rápidas, tan transparentes; algún día irás conmigo pero aún no, espera un poco. Y Rebeca esperó, a lo mejor más de la cuenta porque hacía tres años un tren semejante a una ballena de metal se había tragado a Jaime y no lo había vomitado. Horas antes de que él dejara el departamento para siempre ella decidió escribirle una carta para que la leyera en el tren aunque bueno, quizá no una carta sino un simple recado, unas frases amorosas y listo, Salvador apreciaba los detalles cursis. Rebeca deslizó la nota en un bolsillo del saco doblado encima del equipaje; al regresar el saco a su posición original una pelota de papel cayó del otro bolsillo y rodó hasta los pies de Rebeca.

 

La pelota resultó ser un telegrama fechado dos días atrás y enviado desde el pueblo favorito de Jaime.

 

 

M. está insoportable. El aire ya sopla como te gusta. Ven pronto. Te necesito. P.

 

 

Rebeca acababa de devolver el telegrama al bolsillo del saco cuando Salvador entró al dormitorio, sonriendo de oreja a oreja y con una flor en la mano. Y en su mirada había palomas y campanarios, callejuelas y balcones oscurecidos por una pesadumbre como la que manaba de la voz de Nina Simone todas esas tardes en que Rebeca se quedaba sola en el departamento y la música era el amante ideal, una malla de dedos que le cobijaba los hombros. Y las palabras de Jaime al despedirse en el andén bruñido por los últimos rayos del sol sonaron huecas, mecánicas como el silbato del tren que se perdió en una nube de humo mientras Rebeca mordisqueaba la flor y escupía los pétalos hacia los rieles, pensando en telegramas arrugados e iniciales indescifrables.

 

La imagen de Salvador que ella guardó en su cofre más íntimo fue la de una máscara borrosa enmarcada por la ventanilla de un vagón lustroso. Una máscara que fue diluyéndose gracias a la ausencia de noticias y el paso de las horas y los días y la labor como investigadora en la universidad cada vez más fútil, cada vez más infinito el tren de cigarros que salía a las seis de la mañana y se detenía en la estación del insomnio poco antes de que las pastillas para dormir comenzaran a surtir efecto, cada vez más la gripa o la jaqueca pretextadas para no abandonar el departamento ni el estéreo a todo volumen que intentaba disfrazar el llanto, las uñas mordidas hasta la raíz, la náusea cuando sonaba el teléfono y era mamá o una compañera de cubículo. Y así llegó el invierno, abrupto y estéril, una ráfaga gris que depositó en manos de Rebeca el diario provinciano conseguido por una amiga y fechado el cuatro de noviembre. Había una nota que arrancaba en la mitad inferior de la primera plana y cuyo encabezado rezaba:

 

 

BRUTAL ASESINATO DOBLE
EN CONOCIDO HOTEL DE ESTA LOCALIDAD

 

Y debajo se leía, en un despliegue de clichés periodísticos:

 

La esposa del presidente municipal y un turista,
pasados a cuchillo

 

Consternado, el licenciado M.
se niega a hacer declaraciones

 

Había además dos opacas fotografías que ilustraban la nota. La primera mostraba la fachada de un edificio colonial, muy pintoresco, de seguro un lugar decente. En la segunda se adivinaba el interior de una habitación en penumbra, un hombre de pie junto a un lecho cubierto por una sábana manchada que por algún motivo remitía a un altar.

 

 

Los párrafos de la nota, redactados por una mano prolija, desfilaron a gran velocidad ante los ojos de Rebeca, que crecieron conforme la intriga cedía al estupor y el estupor al miedo, a la desesperación, a la impotencia, a la rabia contra todo ese lenguaje rígido. Fue como si dos trenes se estrellaran en las vías que empezaban a oxidarse en la mirada de Rebeca: el mismo vacío que sobreviene después de la catástrofe, el mismo entumecimiento aunado a la comprensión de que uno es parte del choque, la misma punzada en el pecho al leer y releer que la tarde del tres de noviembre, luego de haberse vencido la hora de salida, el recepcionista “de un conocido hotel de esta localidad” subió al cuarto número treinta porque “el huésped que rentaba la habitación había pagado por adelantado hasta el día dos y no se le había visto bajar desde entonces”. El recepcionista llamó a la puerta pero como nadie respondió tuvo que usar el duplicado de la llave del cuarto. Al entrar —continuaba el reportero, estallaban los trenes en las pupilas de Rebeca—, lo primero que detectó fue el tufo a sangre que saturaba la atmósfera y luego las moscas que se colaban por la ventana entreabierta y rondaban la cama, convertida en un enorme charco donde yacía una mujer desnuda “que el recepcionista identificó como la señora P. de M., cónyuge del presidente municipal de esta población”. Tenía las manos atadas a la cabecera con una soga, la boca ensanchada en un grito apenas contenido por un pedazo de toalla, el cuello y el pubis ventilados por sendas heridas “practicadas con esa tosquedad propia del delirio”. El recepcionista telefoneó de inmediato a la policía. Fue uno de los agentes que acudieron al hotel —seguía el reportero, se desplomaban los trenes destrozados hasta el fondo de Rebeca— quien dio con el segundo cadáver: un hombre que flotaba en la tina del baño “en un agua fría y sanguinolenta” con heridas idénticas a las de la mujer; su rostro, no obstante, era “una pulpa, una máscara irreconocible” debido a la cantidad de cuchilladas recibidas. “Clarísima señal, comentaron las autoridades, de una venganza pasional perpetrada por una mujer engañada y fuera de control”.

 

Las vías que atravesaban los ojos de Rebeca terminaron de oxidarse. El periódico cayó de sus manos como una hoja rechazada por el invierno y siguió cayendo sin parar dentro de la grieta que se ensanchó para devorar horas y cigarros, pesadillas y tazas de café, insultos y sollozos que fluían junto a las canciones de Nina Simone, que se mezclaban con la voz de Nina Simone, que eran la cristalización de la congoja de Nina Simone: Black is the color of my true love’s hair… Y en las profundidades de la grieta, allá donde el silencio era la única caricia, quedaba el eco de seis palabras, seis grumos de luz entre tanta tiniebla: “Mujer engañada y fuera de control”. Mu-jer-en-ga-ña-da-y-fue-ra-de-con-trol.

 

Lo demás se redujo a tratar de idear un antídoto contra el desamparo que ceñía el cuerpo como un vestido ajustado, a recoger las partículas de Salvador o las migajas de Jaime desparramadas por el departamento para encerrarlas bajo llave en el ático de la memoria, a deambular de cine en cine en busca de alguna película donde destellara un vagón lustroso, a exhumar amistades vueltas viejos teléfonos en una agenda para decir torpemente qué milagro, cómo estás, pues no tan bien como tú pero no me quejo y no, él ya no vive aquí, se mudó hace tiempo, me encantaría tomar una copa contigo, dónde y cuándo. Y de vez en vez, si la nostalgia pesaba demasiado en el pecho, no había otro remedio que acudir a la estación en las afueras de la ciudad con el asombro de quien acude a una cita a ciegas y la disposición suficiente para sentarse en una banca a ver los trenes que pasaban en cámara lenta, ballenas vacías y sin sentido, en todas direcciones. Sólo por si acaso. Sólo por si Jaime, por si Salvador. Sólo por si los fantasmas.

 

—Ya debe estar listo tu baño… El agua se va a enfriar.

 

El día no será más que un navajazo de sol tras las colinas, una paloma rumbo a los brazos de cantera que la reclaman. Dócil, Rebeca levantará la bata y la colocará en el barandal para que ondee libremente, una bandera que anuncia la llegada de los cirios al cementerio. Después dará la espalda al pueblo, se lamerá las uñas y avanzará unos pasos hasta detenerse en el umbral de la puerta-ventana. Observará el interior de la habitación con las pupilas húmedas, los labios apenas separados.

 

Allí estará Salvador, un brillo de piel en medio de toda esa penumbra. Allí estará Jaime, bocabajo entre las sábanas, el rostro hundido en una almohada que quizá huele a liquen. Allí estará, desnudo y disponible, el esposo de Rebeca, y ella arriesgará una sonrisa. Esposo. Qué palabra tan enmohecida, tan vaga como para describir la sombra de piedra que curva el lecho matrimonial y que se propone edificar el presente sobre los escombros del pasado porque llevamos un año de casados, espera unos meses y notarás la diferencia, Jaime será otra foto extraviada en un álbum y yo tu nueva realidad, la única. Qué ingenuo, qué parecido a Salvador, esa única realidad concentrada en la melodía de Nina Simone que comenzará a gotear en los oídos de Rebeca, estremeciéndola y obligándola a aceptar que hay una sola explicación, un solo motivo para ese viaje de placer en temporada baja: el cumplimiento de una promesa hecha varios años atrás.

 

Al fin Salvador la habrá llevado a su pueblo negro, a su hotel ocre, a su cuarto número treinta. Por fin Jaime y ella estarán juntos, fundiéndose en una oscuridad colonial, aspirando el hedor a orín y romances interrumpidos sin importarles nada, ni el tren que perfora la distancia con su lamento de ballena agónica, ni las aves que se hacinan en las iglesias, ni las velas a punto de alumbrar las tumbas que arden bajo una luna sanguínea, ni la repetición de esa fecha significativa: dos de noviembre, dos cadáveres sepultados por el fárrago periodístico y la ineptitud policiaca y el polvo del otoño. Ni siquiera la figura que deforma la cama matrimonial, el obstáculo que los aleja y los une, los une y los separa porque no es Jaime sino Salvador, Salvador con otros ojos y otras manos pero después de todo es Jaime y la procesión se desgaja a la entrada del cementerio, decenas de mujeres de luto guiadas por una silueta cuyas facciones serán una máscara borrosa, a lo mejor un borracho que exprimirá las últimas notas a su trompeta antes de que los muertos empiecen a reptar entre el barro y el adobe con la lengua de fuera.

 

Rebeca comprenderá: una costumbre ancestral, señora, una herencia que cala hondo en este pueblo que la está invocando porque es la hora indicada y le toca desempeñar su papel, cumplir la promesa, completar el círculo. Y para ello, señora, deberá dirigirse sin prisa al altar donde él la espera con los brazos abiertos, ver cómo la desnudez de ambos se viste de penitencia y absorbe el olor a ceniza, dejarse acariciar con el deseo vuelto una flor tibia y mordisqueada bajo la carne, permitir que él la voltee y le hunda la cabeza en la almohada para regresar a los ritos practicados durante cuatro remotos años y gemir al mismo tiempo que la procesión inunda el cementerio con su marejada de cirios. Luego tendrá que cerrar los ojos, señora, cerrarlos y apretarlos sintiéndose un pájaro que se ahoga en una fuente porque estará bocabajo en la cama y él se moverá adelante y atrás y no habrá salida pero entonces, a través de los murmullos y los besos en la nuca, usted escuchará el chapoteo proveniente de la tina, los pasos mojados que van a la puerta del baño, los dedos viscosos que empujan la puerta para espiar lo que sucede. Usted deslizará una mano bajo la almohada, señora, y palpará el filo del cuchillo que alguien ha colocado ahí hace unas horas o unos años; sabrá que una máscara irreconocible se halla al alcance y los pasos mojados tan cerca, cada vez más cerca, cada vez más jadeos a su espalda.

 

—¿Qué fue eso?

 

—Nada, nada, tú sigue, así me gusta.

 

Y cada vez más cerca los pasos, cada vez más el cuchillo empuñado con esa tosquedad propia del delirio mientras una paloma aterriza en la bata que ondea en el balcón, pálido estandarte entre los vapores de la noche.

 

 

ILUSTRACIÓN: Rosario Lucas

« »