Memorias y consecuencias de una noche tormentosa
POR ROBERTO CORIA
Investigador de literatura y cine fantástico; @rcoriamonter
I
Establezcamos el escenario de esta historia. Nos encontramos en 1816. La erupción del Monte Tambora en las Indias Orientales, el mes de abril del año anterior, alteró notablemente las condiciones climáticas del planeta. Ello hizo que fuera recordado como “el año sin verano”. El mes de mayo George Gordon, sexto Barón de Byron (de 28 años entonces), baluarte del romanticismo británico autoexiliado de su país tras la separación de su esposa, llegó a la comuna suiza de Cologny, en la cercanía del Lago Leman, y rentó el caserón conocido como Villa Diodati –perteneció al teólogo del siglo XVIII Giovanni Diodati– con la intención de convertirlo en su hogar vacacional. Lo acompañaba su médico y secretario particular John William Polidori, joven entusiasta de 20 años. En ese momento se encontraban en la región sus paisanos el joven poeta Percy Byshee Shelley (de 23 años), Mary Wollstonecraft Godwin –quien adoptó el apellido de Percy cuando finalmente contrajeron nupcias– y su hermanastra Claire Clairmont (ambas de 18 años). Subrayo sus edades pues su juventud es símbolo de una época de un cambio profundo en el pensamiento.
En algún momento sus caminos se cruzaron. Byron se convirtió en su anfitrión en una serie de tertulias cuya naturaleza nunca ha sido completamente precisada. Lo cierto es que abundaron los placeres físicos –etílicos y carnales–, juegos de mesa, sesiones de remo en el lago y discusiones sobre literatura, política, filosofía y los avances científicos de la era. Como un divertimento, Byron propuso la lectura a la luz de las velas, en la noche tormentosa del 16 de junio, de cuentos del libro Fantasmagoriana, o recopilación de historias de aparecidos, espectros, revinientes y fantasmas, editada originalmente en Alemania tres años atrás. Al terminar, el poeta retó a los presentes a componer su propia historia terrorífica, “una que helara la sangre”.
Las películas Gothic (1986) de Ken Rusell y Remando al viento (1987) de Gonzalo Suárez nos brindan una clara idea, pero imaginemos cómo afectó la atmósfera la imaginación de nuestros héroes: los amplios salones del edificio iluminados momentáneamente por los relámpagos y los ánimos sobrecogidos por los truenos ensordecedores. De los cuatro, sólo dos –los más jóvenes e inexpertos en el mundo de las letras– respondieron al desafío y engendraron dos relatos poderosos que poseen lecturas inagotables en nuestros días: Mary gestó la que se convertiría en Frankenstein o el moderno Prometeo, publicado en 1818, y Polidori escribió El Vampiro, aparecido dos años después.
II
Aunque los frutos de Mary y Polidori tuvieron un romance casi instantáneo con la dramaturgia, su eco pervive de manera poderosa en nuestros días. Dudo mucho que ambos imaginaran siquiera las dimensiones que alcanzarían, pues son relatos con lecturas inagotables. Establecieron imágenes indelebles que han sido visitadas incansablemente en casi todas las manifestaciones artísticas. De los dos relatos, a primera vista, el de Shelley es el que ha recibido la mayor atención. El comunicólogo español Román Gubern piensa que “es más una novela filosófica que fantacientífica –aunque ostente un estatuto fundacional de este género–, que utilizó los códigos de la novela gótica cuando su ciclo literario ya se había agotado”. Vicente Quirarte asegura que “en tiempos de estudios de género, clonación e ingeniería genética, la novela dista de ser una ficción para el consumo efímero”.
Desde su publicación en los primeros días de 1818, Frankenstein nunca ha estado fuera de circulación y se ha traducido a prácticamente todos los idiomas. Por mencionar sólo un ejemplo, influyó a Howard Phillips Lovecraft, iniciador del movimiento llamado “Horror cósmico”, para escribir el serial Herbert West, reanimador, publicado en la revista Weird Tales entre octubre de 1921 y julio de 1922. Lovecraft siempre reconoció abiertamente este vínculo, como demuestran las cartas que mantuvo con sus corresponsales. A diferencia del joven Victor Frankenstein, quien emprendió el reto de la creación de vida en beneficio de la humanidad, West era un siniestro y poco escrupuloso médico que desarrollaba una fórmula para resucitar a los muertos, con resultados nefastos y escalofriantes. Afortunadamente los padres de ambos –Shelley y Lovecraft– omitieron detallar sus procedimientos. Aun así, establecieron una advertencia para todos los que se atreven a cruzar umbrales que desafían el orden de la naturaleza: la creación termina por destruir a su creador. Antes que él, lo entendieron de mala manera muchos de los personajes del británico Herbert George Wells, del torcido protagonista de La isla del Dr. Moreau (1896) al enloquecido Griffin en El hombre invisible (1897). Porque en la base, Frankenstein es un relato de paternidad irresponsable. Abandonada a su suerte por su “padre”, la Criatura –sensible e ingenua como un recién nacido– eventualmente es convertida en un ente terrible por la maldad del hombre. Aniquila a Frankenstein, a todo lo que él ama, y finalmente obtiene la máxima venganza: se apodera de su nombre.
La cinematografía ha contribuido incuestionablemente para prolongar la inmortalidad del hijo de Mary. De hecho la criatura de Frankenstein es el primer monstruo del séptimo arte. En 1910 los Estudios Edison produjeron una película muda que duraba sólo 16 minutos, dirigida por J. Searle Dawley. A pesar que Estados Unidos clama ser el pionero en el tema, la verdadera inspiración de la obra clásica de Universal Pictures se encuentra en las películas de horror alemanas como Der Golem, dirigida por Paul Wegener en 1920. Pero a pesar de su importancia, no puede compararse con la presencia del actor inglés William Henry Pratt –a quien conocemos como Boris Karloff– en la mítica cinta de 1931 que debemos a su compatriota James Whale. La efigie que desarrolló con el artista de maquillaje Jack Pierce es la manera en que automáticamente evocamos al que erróneamente solemos llamar monstruo, con su impresionante estatura, su cabeza plana llena de cicatrices y costurones, con esos dos “tornillos” –electrodos de hecho– en los extremos de su cuello. No deja de llamar la atención que originalmente el papel fuera rechazado por su colega Bela Lugosi, quien se negaba a renunciar al encanto y admiración que ganó gracias a su interpretación como El Conde Drácula. Afortunadamente –para nosotros– otros actores no sucumbieron a la vanidad, desde Sir Christopher Lee, quien retomó las riendas en La maldición de Frankenstein (Terence Fisher, 1957), a Robert de Niro en Frankenstein de Mary Shelley (Kenneth Branagh, 1994). Por motivos de espacio no menciono la genialidad de sus comedias, parodias e intertextualidades, como la añeja teleserie The Munsters, donde Fred Gwyne nos arrancaba las más genuinas carcajadas, o esa delicia titulada El joven Frankenstein (Mel Brooks, 1974) donde Peter Boyle incluso cantaba y bailaba a lado de su hacedor –encarnado por Gene Wilder–, quien renegaba vehementemente su linaje: “mi nombre se pronuncia Fronkensteen”.
III
La situación no ha sido tan luminosa con Polidori. De hecho, siempre he pensado que el trato que ha recibido es injusto. Y no lo digo porque, a diferencia de Mary, sigue a la espera de una biografía definitiva, o por las constantes humillaciones a las que lo sometía su tan admirado Byron –así lo era al menos al inicio de su relación–. Los primeros lectores de su trabajo más notable, el que surgió en esa noche inolvidable que celebramos, atribuyeron equivocadamente su autoría al poeta. Esto es comprensible en cierto sentido. No sólo su reputación literaria era superior, sino que esto aseguraba el éxito económico que tanto deseaba el editor Henry Colburn del New Monthly Magazine con el falso subtítulo “A Tale by Lord Byron”. Lo cierto es que su malvado personaje Lord Ruthen está indudablemente inspirado en su figura:
Miraba a su alrededor como si no participara de las diversiones generales. Aparentemente, sólo atraían su atención las risas de los demás, como si pudiera acallarlas a su voluntad y amedrentar aquellos pechos donde reinaba la alegría y la despreocupación. Los que experimentaban esta sensación de temor no sabían explicar cuál era su causa. Algunos la atribuían a la mirada gris y fija, que penetraba hasta lo más hondo de una conciencia, hasta lo más profundo de un corazón. Aunque lo cierto era que la mirada sólo recaía sobre una mejilla con un rayo de plomo que pesaba sobre la piel que no lograba atravesar.
Como reconoce Gubern, y como el autor permite ver en ese retrato, es el “primer relato extenso en lengua inglesa inspirado en el vampirismo”. Además “es una de las matrices de la literatura fantástica de terror en el romanticismo inglés”. Precede al inmortal Drácula de Bram Stoker y sin duda ofreció el carácter aristocrático a su fascinante monstruo. El refinamiento y malevolencia del Lestat de Lioncourt creado por Anne Rice en Entrevista con el vampiro (1975) tienen una deuda impagable con Polidori. Y lo mismo sucede con el escritor inglés Tom Holland, quien en su novela El Señor de los Muertos (1998) juega con la idea de que Byron era en realidad –y no alegóricamente– un vampiro.
Al terminar ese verano de 1816, Polidori se separó de Byron, recorrió Italia y regresó a Londres. Continuó con su práctica médica y sus ambiciones literarias. Aunque sucedáneas impresiones le devolvieron el crédito –las cartas donde reclama la corrección son de una amabilidad insólita–, el reconocimiento llegó demasiado tarde. Se suicidó ingiriendo ácido prúsico el 24 de agosto de 1821, supuestamente motivado por la depresión y deudas de juego. Tenía 25 años de edad.
IV
Mary Shelley sobrevivió a los participantes de ese cónclave legendario: a su amado Percy, a Byron, a Polidori y a tres de sus cuatro hijos. Partió a su reencuentro el 1 de febrero de 1851, a los 53 años de edad. Presumiblemente a causa de un tumor cerebral, como lo demuestran su frecuentes jaquecas y la parálisis de varias de sus partes corporales. Pero el creador trasciende gracias a su obra, sin importar la forma en que abandonó el mundo físico. A 200 años, los engendros de esos jóvenes terribles conservan la capacidad de invitarnos a la reflexión y helar nuestra sangre, como metáforas perturbadoras e imperecederas de la oscuridad que vive en nuestro corazón.
*FOTO: Villa Diodati, donde se dio la famosa tertulia que dio origen a los mitos del vampiro y Frankenstein, fue conocida así en honor a la familia Diodati, que destacó en el terreno de la teología. En la imagen, foto reciente de esta villa, a orillas del lago Lemán, en Suiza/ Especial.