Microhistoria de la migración asturiana en México
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El amor por el árbol genealógico es el origen de esta historia que hurga en la memoria de los abuelos y los papeles familiares en ambos lados del Atlántico
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POR GONZALO CELORIO
Tres palabras sirven para definir este libro de Fernando Fernández, que prefiero enunciar como sustantivos y no como adjetivos, pues les son consustanciales al libro mismo y a su autor: el amor, la curiosidad, el rigor.
El amor a su familia, a su estirpe, a la tierra de sus mayores. Una familia dividida, por la migración o por el exilio; un linaje endogámico; un terruño habitado con penalidades por los que se quedaron, idealizado con añoranza por los que se vieron conminados a partir, y reconquistado por quienes volvieron a él con el anhelo de recobrar el paraíso perdido.
El amor es el móvil de la escritura de Fernando Fernández: el amor al padre, a los abuelos –Santos y Fernanda–, a los tíos, a los ancestros todos y al pueblo entero, retratado en esa fotografía que sobrevivió en la cartera del abuelo, donde aparecen el Tío Aquilino, maestro de la rústica Escuelina, rodeado de sus humildes alumnos, niños entonces, cuyas vidas Fernando rastrea y descifra con vocación de historiador y precisión de miniaturista.
Es un amor que algo tiene de orfandad a pesar de la cercanía cotidiana de padres y abuelos, y que pugna por reconstruir una historia familiar que la historia misma se encargó de pulverizar, y saberse heredero de un linaje, tan modesto como digno, tan digno como venerable y tan venerable como urgido de ser conocido, reconocido, contado y transformado, para su permanencia, en literatura; apresado por la letra para que no se pierda en el olvido.
El amor por el árbol genealógico, sí, pero también por la arboleda, por los otros árboles vecinos, unos frondosos, otros secos, otros trasplantados. Así, La arboleda, si no me engaño, se iba a titular el libro originalmente.
Y ese amor de Fernando por su familia, por su estirpe, por el terruño de sus mayores es contagioso. Tras la lectura de Oriundos, acabamos por conocer a todos aquellos niños, hoy desaparecidos, que aparecieron en la vieja fotografía escolar y que merced a la escritura de Fernando se han vuelto también parte de nuestra propia heredad. No sólo los vamos conociendo página a página, sino que al final de la lectura los queremos y los sentimos también nuestros.
El amor y la curiosidad van de la mano: Ofrecerse a acompañar al abuelo Santos todos los sábados a dar su paseo rutinario por el parque Uruguay, frontero a su departamento de la calle de Hegel en Polanco, es un acto de amor y de curiosidad. Cuánto lo quiere y a ver qué le saca –algún recuerdo escondido en el dédalo de su memoria–. Y lo mismo ocurre con la frecuencia de sus visitas a Fernanda, con su tolerancia ante el dispar temperamento del tío Florentino, con su paciencia infinita para escuchar a tantos ancianos ensimismados, desarticulados, olvidadizos, quienes, frente a las muestras del interés, de la constancia, del amor de su joven pariente americano, empiezan a hablar, a recordar, a sonreír, a recuperar su tiempo perdido.
Platicar, conversar, investigar, entrevistar, observar, viajar, visitar, oír, rastrear, mirar, anotar, grabar, interrogar, esclarecer, recordar, relacionar, conjeturar, comprobar, cotejar… son los recursos de Fernando, esgrimidos con una enorme paciencia, que es el precio que debe pagar para satisfacer su proporcional curiosidad. Se trasladó a vivir a Oviedo, la capital del Principado de Asturias, donde permaneció por espacio de cinco años, viajando constantemente a Cabrales para cumplir su misión. Su misión: escribir Oriundos. Pero para qué escribir Oriundos, un libro que, según el escéptico y malhumorado tío Florentino, nadie va a leer si no el propio Fernando.
Con la escritura de su libro, Fernando satisface la necesidad ontológica y universal de saber de dónde venimos para saber quiénes somos. Cuáles son nuestros genes, por qué estamos donde estamos, por qué tenemos la nariz de este u otro modo, por qué nos rascamos la cabeza así o asá, por qué comemos lo que comemos, por qué caminamos como caminamos.
Fernando es un preguntón, un entrevistador nato, un curioso redomado. Quiere saberlo todo: lo grandioso y lo pequeño. Hay que ver cómo describe el imponente Picu Urriellu y cómo se entretiene en los zapatos desgastados de sus tíos en una fotografía, la que figura en la portada del libro, que no podría hablar por sí misma sin la descripción de Fernando. Es una partitura perfecta que requiere, empero, ser interpretada para ser oída.
Me unen a Fernando viejos lazos de amistad y muchas afinidades. La más antigua, que la primera persona que nos conoció en el mundo, fuera del claustro materno, antes aún que nuestras respectivas madres, fue el doctor Urbano Barnés, exiliado español republicano. Y muchas más; el origen asturiano de nuestros abuelos, la literatura, la Universidad, el temperamento. Es natural que haya visto de cerca el crecimiento de este libro que hoy se publica después de más de diez años de trabajo intenso, de interrupciones zozobrantes y de ardua espera.
Visité a Fernando en Oviedo cuando allá vivía, empeñado en descubrir el hilo de Ariadna de su laberinto familiar. Me leyó en Toledo, donde pasábamos una temporada Silvia y yo, algunas páginas memorables, que hoy echo de menos, referidas al traslado del famoso Packard a Cabrales sin que hubiera carretera, y que en el libro apenas se menciona, acaso porque yo me plagié el suceso en mi novela El metal y la escoria. Leí una primera versión completa de su obra. Tanto me gustó y tanto aprecié su rigor historiográfico, que la propuse a la Editorial Tusquets como muy digna candidata a participar en el Premio Comillas que esa editorial otorga a textos históricos. Le pedí ayuda cuando yo mismo estaba trabajando en mi novela, que también tenía el propósito de recuperar la historia de mi familia paterna, de origen asturiano, llanisco para más señas y mayor paralelismo. Me proporcionó información importante y puntual de la enorme que él había ido acumulando y que mucho me sirvió, pero que no se compara con toda la que él pudo recoger. Le refuté el título primero, La arboleda, que me pareció demasiado biológico. Le propuse otro, del que no me acuerdo, y él, que había desechado el primero, se empeñó en Oriundos, que ahora me encanta y me parece muy afortunado. Leí, lo releí más bien, con gozo, con complicidad, con fraternidad y con amor también.
Lo que más me impresiona es el rigor, en el que, paradójicamente, se sustenta su ligereza, su frescura, su espontaneidad. Fernando ha hecho una investigación exhaustiva para cimentar su obra. Yo, por mi parte, confieso que todo aquello que no pude documentar para escribir El metal y la escoria, me lo inventé. Cambié nombres de personajes, alteré cronologías, descubrí monstruosidades que di por ciertas sin tener otra comprobación que la verosimilitud novelística.
Fernando no inventa, sino investiga. Su escritura no está regida por la verosimilitud, sino por la veracidad. Su libro no es una novela ni pretendió nunca serlo. Es una microhistoria, contada en el mejor estilo de don Luis González, por la que la Historia cobra sentido y se manifiesta con limpidez.
Mucho se ha escrito sobre el exilio republicano en México, pero muy poco, como él mismo se encarga de señalarlo, sobre la migración española de las postrimerías del siglo XIX y los albores del XX. La obra de Fernando Fernández cumple una función inaugural.
La historia de esa familia, dividida entre el terruño de las montañas asturianas y la Ciudad de México, nos permite conocer con hondura la problemática de la migración, del trastierro, y, aún más allá, las miserias, las penalidades, los dolores de la condición humana, conjurados por el milagro de la escritura.
Este libro no es una novela, ciertamente. Es una galería de retratos extraordinariamente bien trazados tanto en lo que se refiere a las apariencias fisonómicas como a los recovecos del alma. Pero es, sobre todo, una gran obra literaria por su impecable factura, por su calidad estilística, por su capacidad de ver al mismo tiempo el árbol y el bosque: el mínimo detalle y el gran panorama histórico que subyace en cada gesto, en cada actitud, en cada recuerdo: los personajes han vivido gestas épicas que ellos mismos, inocentes y buenos –como su apellido–, vivieron como si fueran poemas líricos.
La trama se desdibuja ante la precisión focal de los personajes, cercanos todos, entrañables, redivivos por el poder de la palabra que los vuelve a unir en este terruño de papel –Oriundos–, del que no tendrán que emigrar nunca. Imperecederos y por fin todos juntos y en su sitio: las páginas de este libro.
FOTO PRINCIPAL: El maestro rural Aquilino Fernández Berridi, con un grupo de alumnos en el pueblo de Asiego de Cabrales. Circa 1925./ Archivo Fernando Fernández
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