La élite y el bonche: cultura y resentimiento

Jul 13 • destacamos, principales, Reflexiones • 13176 Views • No hay comentarios en La élite y el bonche: cultura y resentimiento

/

El discurso político-social que condena a las élites es tan endeble que, quienes hacen la crítica, son parte funcional de las élites mismas, disfrazadas por las bondades del gobierno en turno

/

POR JUAN DOMINGO ARGÜELLES

 

Para Gabriel Zaid, indispensable

 

Entrevistado, en 2006, por la periodista argentina Jorgelina Núñez, Alberto Manguel, refiriéndose a los libros y a los lectores, acerca de los cuales conoce enormidades, afirmó lo siguiente: “Hay grandes sectores de la población a los que nunca les han dado un libro, pero eso también ocurría en la Grecia antigua, en el Renacimiento, en el siglo XIX y seguirá ocurriendo en el siglo XXX. La proporción de lectores con respecto al resto de la sociedad es muy pequeña. Los lectores son una élite, pero una élite a la cual todo el mundo puede pertenecer”. No se puede decir de mejor manera, y con mayor verdad, esto que está plenamente documentado en la historia, y jamás desmentido, pese a la demagogia que suele enceguecer, a veces, aun a los más despiertos.

 

Que deseemos que cada vez se sume más gente a la lectura, y sobre todo a la lectura transformadora, y que trabajemos con voluntarismo en ello, no modifica radicalmente la realidad que muestra que son las minorías (aquí y en todo el mundo) las que sostienen el valor de la cultura escrita y, con ello, las bibliotecas, las librerías y la industria editorial en toda su cadena productiva. ¡Vaya!: en México, ni siquiera los profesionistas y universitarios en general logran agotar, ¡en años!, tirajes ridículos de dos mil ejemplares de un libro escrito y publicado por y para universitarios. Hasta José Saramago, a quien nadie acusaría de hombre de derechas, dijo lo que es obvio para quien realmente sabe sobre libros y lectura: “Leer siempre fue y siempre será cosa de una minoría y no vamos a exigir a todo el mundo la pasión por la lectura”. Podemos mentir, y decir lo contrario; podemos soñar y desear lo contrario. Lo que no podemos hacer es abolir la realidad o confundir ésta con los sueños.

 

Importa traer esto a la memoria, porque la idea de “cultura” (y de “ciencia”, valga decir de paso) que tiene el nuevo gobierno, desde el presidente de la república hasta la secretaria de Cultura y sus colaboradores militantes, es una “cultura desde el resentimiento”, tal como la caracteriza Harold Bloom: no es trabajar para que los ciudadanos lleguen al culmen de la creación estética y el pensamiento, sino ideologizar para uniformar en lo básico y alcanzar, como cumbre, la mediocridad. No sólo la “medianía republicana”, tantas veces pregonada, sino también la pauperización estética e intelectual. La idea de “cultura” de López Obrador es la más básica, la de carácter antropológico: cultura es todo lo que no es naturaleza. Y esto es indiscutible, pero también lleva a confundir (“con todo respeto”, como dijera el señor) la Danza de los viejitos con El lago de los cisnes y El cascanueces, de Tchaikovski; o la Cartilla moral, de Alfonso Reyes, con los Diálogos de Platón y los Ensayos de Montaigne. También hay una “historia desde el resentimiento”: la que lleva a exigir que la España de hoy pida perdón al México de hoy por la Conquista y el mestizaje de hace cinco siglos, ¡como si no fuéramos el fruto híbrido de lo español y lo indígena!

 

Desde sus primeros días, el nuevo gobierno mexicano abominó, en la voz del presidente, del “elitismo de los expertos de la llamada sociedad civil”, y esta abominación, como era de esperarse, se fue extendiendo (en voz de sus subordinados) en toda la administración de la autodenominada Cuarta Transformación (4T), incluida la de la cultura. Por principio de cuentas, se confunde “elitismo” con “desigualdad”. Hay, en esto, una enorme ignorancia de la historia, y de la cultura misma. Las élites de los expertos, cuya existencia exaspera al gobierno, son parte del desarrollo social y cultural aquí y en China. ¡Y que no se le olvide al gobierno que el gobierno mismo es una élite!: La élite del poder (aunque no pueda, aunque haga el ridículo, aunque satanice a la crítica).

 

Una cosa es que todas las personas tengan los mismos derechos, y otra muy diferente es que todas las personas tengan no sólo las mismas aptitudes y los mismos talentos, sino también los mismos intereses. En todo tiempo y en todo lugar, las aptitudes, los talentos y las inclinaciones personales han determinado el ejercicio y el disfrute del arte y la cultura. Por supuesto, también son determinantes los niveles educativos, sin que esto quiera decir que no haya doctores en historia o postdoctores en ciencias que prefieran el reguetón a la ópera y a Jojo Moyes en lugar de Flaubert. Y que, además, lo presuman con orgullo.

 

Hay, por ejemplo, una ignorancia candorosa en suponer que todos podemos ser “escritores” y “lectores”, entendidos estos términos en sus sentidos estrictos y no latos: ejercer la escritura como necesidad vital y como profesión; leer como adicción, como perdición, como necesidad imperiosa, y no, simplemente, para decodificar un texto. Para lo primero, en ambos casos, basta con estar alfabetizado; en cambio, para lo segundo, se requiere de una disposición especial, esto es, de una vocación y de un talento. Y se puede ser bueno, malo, regular o pésimo en ello. La genialidad se cuece aparte, porque es, por supuesto, un estado de excepción. Por ello son tan escasos los genios y tan abundantes los demás (a pesar de constituir, siempre, una minoría en todo el mundo), en relación con los genios.

 

Que todos sean artistas y consumidores de las bellas artes es una desmesura de la demagogia y una mentira de la política. Como su nombre ya lo indica, las administraciones culturales, en todo el mundo, no hacen cultura, la administran, o pretenden administrarla, aunque, en realidad, lo que deberían hacer, estrictamente, es apoyarla y difundirla, especialmente brindando iniciación, formación y libertad a los creadores, y formando públicos. Con estas aportaciones, ya harían más que suficientemente bien su trabajo. El problema es que no siempre lo hacen o que lo hacen chambonamente porque están más preocupadas por la política que por la cultura y el arte. Política (y de la mala) es deplorar el “elitismo” en las artes, cuando si de algo se trata es de brindar apoyo y libertad para el surgimiento del artista de élite, lo mismo que se hace en el deporte en todo el mundo: contribuir a la formación de deportistas de élite. Puede haber miles, decenas de miles de corredores de cien metros planos, pero no miles ni cientos de miles de Usain Bolt.

 

Ahora bien: Los artistas y escritores, que realmente tengan vocación y talento, desarrollarán esa vocación y ese talento incluso si no tienen el apoyo del Estado. ¿Qué apoyo del Estado, para escribir Bajo el volcán, tuvo el borracho Malcolm Lowry?, ¿qué apoyo del Estado, para escribir sus Baladas, tuvo el crápula François Villon?, ¿qué apoyo del Estado, para escribir Pedro Páramo, tuvo el genial vendedor de neumáticos Juan Rulfo? Sin embargo, invariablemente, todos los Estados, ante el mundo, se enorgullecen de sus artistas y escritores (se los apropian), aunque los hayan obstaculizado, aunque los hayan perseguido, aunque los hayan matado de hambre. En el extranjero, a nivel mundial, los mejores embajadores de una nación son sus artistas y sus escritores, sus exponentes de la cultura y el arte, sus próceres creadores e intelectuales, y no por cierto sus funcionarios ni sus políticos. Los artistas y los creadores son sustantivos; los administradores culturales y los políticos, son adjetivos. Y más adjetivos aún los comisarios, aunque se crean indispensables.

 

Y, en todos los casos, lo que se presume en el exterior es el culmen, la cúspide, la cima del quehacer artístico y literario: la élite y no el bonche (gran cantidad de gente), incluso tratándose de destacados talentos que surgieron dentro del bonche. Véase el caso del músico, compositor y director de orquesta venezolano Gustavo Dudamel, genio musical moderno desde la infancia, y artista de élite, no del bonche. ¿En dónde situamos al arquitecto Luis Barragán y al pintor Rufino Tamayo? ¡En la élite, no en el bonche!

 

La “élite” y el “elitismo”, que tanto escaldan a los poderes demagógicos son, sin duda, las metas de todo artista que se respete. Unos pocos (la élite) las alcanzan; muchos, en cambio, tienen que conformarse (aunque no quieran) con ser parte del bonche. Y, a pesar de esto último, todos los artistas y escritores (incluidos los del bonche) llevan a cabo su obra animados por ser los primeros, para estar junto a los más grandes (sus modelos), no para formar parte del montón. El novelista y ensayista húngaro Stephen Vizinczey resume del siguiente modo esta ambición: “La modestia es una excusa para la chapucería, la pereza, la complacencia; las ambiciones pequeñas suscitan esfuerzos pequeños. Nunca he conocido a un buen escritor que no intentara ser grande” (Verdad y mentiras en la literatura).

 

Pero ¿qué son, exactamente, la “élite” y el “elitismo” que tanto escandalizan a las administraciones “populares”? Dice el Diccionario de la lengua de la Real Academia Española, el famoso DRAE: “élite (del francés élite): Minoría selecta o rectora; elitismo: Actitud proclive a los gustos y preferencias que se apartan de los del común; elitista: Perteneciente o relativo a la élite o al elitismo”. No hay pecado en ello; lo que hay es un refinamiento cultural, que debería ser el propósito de todo ente que se dedique a la cultura. Se politizan y estigmatizan, burdamente, y hasta se criminalizan, los términos frente al discurso populista. Para María Moliner, una élite es el “grupo selecto de personas, por pertenecer a una clase social elevada o por destacar en una actividad”. En la cultura y el arte, el “elitismo” se caracteriza por esto último (¡por destacar en una actividad!) y no necesariamente por lo primero, pues mucha gente de la clase social elevada ni siquiera se interesa por la cultura.

 

Lo que ocurre es que a quienes les sacan ronchas la cultura y el arte “elitistas” no se han tomado el trabajo de leer a los grandes pensadores de las élites, pongamos por caso al poeta T. S. Eliot, autor de La tierra baldía y del indispensable ensayo Notas para la definición de la cultura. El segundo capítulo de este ensayo lleva por título, precisamente, “La clase y la élite”, y ahí leemos: “Debemos tratar de recordar que, en una sociedad sana, el mantenimiento de determinado nivel cultural beneficia no sólo a la clase encargada de mantenerlo, sino a toda la sociedad. Ser conscientes de este hecho impedirá que supongamos que la cultura de una clase ‘superior’ es algo superfluo para el resto de la sociedad o algo que debería ser equitativamente compartido por las otras clases. Tendría además que recordarle a la clase ‘superior’, en la medida en que existe, que la supervivencia de la cultura en la que está particularmente interesada depende de la salud de la cultura del pueblo”. Ni más ni menos. De las voces populares se alimentó, por ejemplo, la poesía de García Lorca.

 

A los gobernantes, que buscan quedar bien con la masa afirmando que son parte del pueblo, suele olvidárseles que, en realidad, son parte de una élite, aunque, para no contradecir su discurso populista, se digan “pueblo” o parte del “pueblo”, pues las élites, como bien lo señala Eliot, son, también, los “grupos compuestos de individuos [llamados ‘líderes’] capacitados para las funciones del gobierno y la administración que dirigen la vida pública de la nación”. Y todo ello sin olvidar, acota Eliot, que “todos nos hemos encontrado con individuos ocupando puestos para los que no los califican ni su carácter ni su capacidad intelectual, que deben su situación a una educación meramente nominal, a su nacimiento o a sus parientes”.

 

Más difícil, aunque no imposible, es ser parte de una élite cultural e intelectual (de filósofos, historiadores, científicos, literatos, artistas, etcétera) sin tener calificación para ello. En todo el mundo, las élites intelectuales y artísticas se destacan, precisamente, por sus contribuciones que encuentran eco más allá de las fronteras nacionales. En este sentido, las élites culturales no son necesariamente las constituidas por la sociedad aristocrática ni por el sector dominante de la sociedad (generalmente, el poder político y económico), sino por quienes crean obras artísticas de mayor complejidad (lejos de lo epidérmico) que influyen en la sociedad en su conjunto. La preminencia intelectual y artística es lo que determina la conjunción de esas élites en las que mucho tiene que ver el desarrollo educativo que, en una democracia, es una de las obligaciones de la élite gobernante garantizar en serio, a menos, por supuesto, que esta élite gobernante sea una caquistocracia (el “gobierno de los peores”), como frecuentemente lo es.

 

La diferencia de aptitudes y talentos se da hasta en los grupos sociales más cohesionados; de otro modo todo sería determinista, y no habría capacidad de elección. Los ejemplos son abundantes. En una familia de seis hermanos, uno es lector y cinco no. ¿Por qué? Porque los que no son lectores tienen otros intereses y otras vocaciones, y contribuyen a la sana diversidad de una sociedad plural. Lo importante, en la denominada “república de lectores”, no es que todo el mundo esté pegado permanentemente a los libros, sino que todo el mundo tenga acceso a ellos, más allá de que cada cual decida si le gusta leer mucho o poco, o no leer en absoluto. Hay inclinaciones intelectuales que resultan excluyentes, y no hay razón para lamentarlo. Las utopías lo son porque se trata de mundos ideales que valen por lo que animan, por lo que impulsan, por lo que estimulan, pero no porque se cumplan según las exigencias de los poderes. Y bien sabemos que las utopías, para serlo, son irrealizables.

 

Las escuelas de música y danza tienen una matrícula exigua en comparación con otros centros escolares incluso especializados. Puede haber muchos que se crean músicos y otros tantos que canten y bailen en las fiestas (auxiliados del karaoke), pero no se trata de músicos ni de bailarines por los que uno pagaría por ver y escuchar, sino de personas que tienen todo el derecho del mundo de sentir esas experiencias, pero que no son artistas. Los artistas en estas disciplinas son siempre pocos, ¡hasta en los países más desarrollados!: constituyen élites (¡hasta en la Rusia del Bolshoi!, ¡hasta en la Cuba de Alicia Alonso!), del mismo modo que constituyen élites, en el deporte, los atletas de alto rendimiento, y en la ciencia, los inventores y descubridores. ¿Es tan difícil comprender esto? No, no es difícil, y ni siquiera tan difícil; lo que ocurre es que la demagogia siempre es más rentable para los poderes, incluido, desde luego, el poder que pretende “administrar” la cultura.

 

¿Podemos ser poetas todos? Sólo en la medida ingenua del dicho popular que reza que “de músico, poeta y loco, todos tenemos un poco”. Hace décadas, con el sandinismo en el poder, en Nicaragua (la tierra de Rubén Darío, José Coronel Urtecho, Salomón de la Selva, Carlos Martínez Rivas, Ernesto Cardenal, entre otros grandes poetas), le dio por creer al gobierno que todos podían ser poetas: empleado y poeta, campesino y poeta, burócrata y poeta, soldado y poeta, policía y poeta… Se impartieron talleres de creación literaria y un día se publicó una muestra de todo aquello. En general, se trataba de declaraciones cursis o grandilocuentes que querían hacerse pasar por poemas. De ahí no salió ningún poeta, aunque no estaba mal la idea de que todas las personas, algún día, experimentaran la creación escrita de una emoción, de una inquietud, de una circunstancia, etcétera. Pero no hay que engañar a la gente. La poesía, al igual que otras manifestaciones del arte y la cultura, se da en unos y no se da en otros, y una cosa es segura: no se da jamás en todos. Por ello, las artes y las ciencias, de acuerdo con los talentos de cada cual, seguirán manifestándose en las élites y no en las masas. Dejemos de engañar a las personas. ¡Y dejemos de engañarlas, especialmente, desde el poder del resentimiento!

 

 

 

FOTO: Participantes y modelo de un maratón de dibujo en el Museo de San Carlos en la Ciudad de México en enero de 2018. / Shashenka Gutiérrez/ EFE

« »