Mi feliz encuentro con Patricia

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El periodista recuerda en esta entrega de sus memorias cómo los talleres literarios se pueden convertir en lugares para el inicio de convivencias amorosas

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POR HUBERTO BATIS

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A la par de que Mercedes Benet y los cinco hijos (Huberto, Mercedes, Santiago, Montserrat y Juan) que tuve con ella se fueron a vivir a San Diego, conocí a Patricia González Rodríguez. Después de su separación ella estaba sola como yo. Por esas fechas yo tenía un taller de Crónica Urbana en el Museo Carrillo Gil, patrocinado por el ISSSTE, a través de Sergio Mondragón, al que ella acudía.

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Patricia es economista egresada de la UNAM y originaria de la Ciudad de México. Ella se ha especializado en Historia del pensamiento económico e Historia económica. Comenzamos a llevar una vida en común. Frecuentábamos la fonda Rosita, del mercado de San Pedro de los Pinos. Ahí comíamos a diario arroz con huevo frito, después de un caldo o algo de pasta y al final un guisado. Pronto comencé a engordar con aquellas comidas sabrosísimas.

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Patricia era una de mis alumnas aventajadas. Llegué a publicarle crónicas en el unomásuno. Usaba el seudónimo de Susana Calderón. Entre sus compañeros de ese taller acudían regularmente Naief Yehya, Gonzalo Vélez, Guillermo Vega Zaragoza, Armando González Torres, Cosme Ornelas, Plinio Garrido Enciso y César Benítez, entre los que recuerdo.

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Patricia y yo comenzamos a ir frecuentemente al cine. Veíamos tres o cuatro películas a la semana. En una ocasión, en la fonda Rosita nos encontramos a su papá, don Ramón González Piñón, quien tenía un negocio de fundición de hierro. Poco después fui con Patricia a su casa. Era una construcción muy grande, que desgraciadamente fue derrumbada para levantar un edificio muy alto de departamentos. Estaba en la calle 12 de San Pedro de los Pinos. En su cuento “Leticia”, Juan García Ponce describe esa casa afrancesada. Él nunca conoció esa casa, pero por las descripciones que le hacía Patricia, la incluyó en ese cuento.

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Patricia me esperaba a que cerrara la edición del periódico así fuera media noche. De ahí nos íbamos a cenar a restaurantes exquisitos. En muchas ocasiones nos acompañaba algún escritor al que invitaba a ir con nosotros. Otras veces, del taller en el Carrillo Gil nos íbamos a comer. Eran las fechas en que Manuel Becerra Acosta dirigía el unomásuno; aún no me nombraba subdirector de Opinión ni director del suplemento sábado, que estaba a cargo de Fernando Benítez.

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Recuerdo que mi secretario de redacción era Federico Rico Diener. Después llegó Eduardo García Aguilar. Eran dos personas muy brillantes. El primero hablaba muy bien el alemán y se dedicó al estudio de esa lengua. El segundo se fue a Francia y ha hecho carrera en los medios internacionales. Después llegó la poeta Pura López Colomé. Sólo estuvo una corta temporada como secretaria de redacción porque se embarazó. Tiempo después vino la transición en la dirección editorial del periódico. Salió Manuel Becerra y se nombró director a Luis Gutiérrez. Fue en esas fechas que invité a dos alumnos míos a trabajar en el suplemento: Julio Aguilar y Vivian Abenshushan.

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Esa no era la primera vez que coincidía con Sergio Mondragón, quien impulsó el taller en el que conocí a Patricia. Él había hecho el Pájaro Cascabel, una revista también mítica, coetánea de Cuadernos del Viento. Era una revista poderosa, en forma de libro. Cada número era un tomo. También había hecho la revista El Corno Emplumado, junto con Margaret Randall. El título de esta revista reunía símbolos sajones y mexicas y contaba varios colaboradores en inglés y en español. Cuadernos del Viento la fundamos Carlos Valdés y yo el mismo mes y año en que murió Alfonso Reyes, quien nos había ayudado mucho; tanto que fue nuestro aval para la renta del departamento que compartimos Valdés y yo en la Ciudad de los Deportes. Nosotros pertenecíamos a todo un grupo de jalisquillos que habíamos llegado en los años 50. Cuando José Luis Martínez fue designado director del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) en 1965, todos los jalisquillos fuimos recomendados por Agustín Yáñez, secretario de Educación, para ocupar puestos ahí. A mí me tocó ser editor de la Revista de Bellas Artes, mientras que a Jorge Hernández Campos lo nombraron asesor múltiple. Para echar adelante la revista le pedí a Vicente Rojo que nos ayudara en el diseño del primer número. Fue una maravilla. Homero Aridjis también me ayudó mucho en la creación del segundo número, dedicado a Dante.

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De regreso a mi relación con Patricia, diré que al poco tiempo de frecuentarnos en comidas y salidas al cine, empezamos a hacer vida en común en mi casa de Tlalpan. Ella ya tenía dos hijas: Andrea y Dení Peláez González. Andrea es bailarina, coreógrafa y directora y fundadora de la compañía de circo contemporáneo Cirko de Mente; Dení es pintora y educadora Montessori en Canadá. Por mi parte, yo tenía siete hijos, de los que he padecido la muerte de una de ellas: Ana Irene, bióloga de la UNAM, que se especializó en los bosques de Veracruz. Ella falleció de cáncer hace algunos años. Mi otra hija, Gabriela, es psicóloga; trabaja en una escuela técnica de la SEP. Por ella me entero de cómo va esa secretaría. Estuvo casada con Eduardo Domínguez, con quien formó una pareja ejemplar y tuvo dos hijas: Mariana y Paulina. Él era muy hábil para los negocios. Luego de la muerte de Eduardo, ellas me han tomado como su figura paterna.

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Cuando me fui a vivir con Patricia, hicimos una biblioteca de Literatura Mexicana en la casa que tenía en la calle de Matamoros, en Tlalpan. Ahí vivimos más de quince años. Luego compramos un departamento que quedaba a una cuadra. Por esas fechas adoptamos a una perrita, a la que llamábamos Negrita. Tanto Patricia como yo éramos sus compañeros. Convivió más con personas que con sus semejantes. Todo el tiempo estaba con nosotros. Tuvo una agonía muy dolorosa. Se la pasaba vomitando y se caía por las escaleras. Fue muy triste. Llegó un día en que Patricia la llevó a un veterinario que tenía su consultorio en Polanco. Ahí se quedó internada Negrita. A los tres días murió. La incineramos y aún conservamos sus cenizas en una cajita.

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Patricia es incansable. Para encontrar la casa donde hoy vivimos me hizo visitar infinidad de casas. Todas me parecieron horrendas, hasta que dimos con la casa donde ahora vivo. Mi cuarto está bien iluminado, bastante amplio, a pesar de que es un condominio. Este cuarto ha albergado mi enfermedad: fibrosis pulmonar. Llevo varios años encerrado aquí.

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FOTO: Desde hace treinta años, la economista Patricia González Rodríguez es compañera de Huberto Batis, a quien conoció en un taller de crónica. /Cortesía Huberto Batis.

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