Mi vida como esclavo

Jul 15 • destacamos, principales, Reflexiones • 8633 Views • No hay comentarios en Mi vida como esclavo

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Una revisión de las películas sobre racismo, en particular contra la comunidad negra, que se han producido en Estados Unidos durante los últimos 16 años nos permite no sólo disfrutar de excelentes cintas, sino mirarnos en el espejo de un país que se mantiene alerta frente a la discriminación

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POR ROBERTO FRÍAS

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Soñar no cuesta nada, dice el refrán, pero a la población negra de Estados Unidos, el simple hecho de soñar con ser tratada como parte de la humanidad le ha costado 150 años de tormento absoluto. A lo largo de esa historia, el cine se ha erigido como una de las más importantes y eficaces herramientas para crear conciencia social. Quizá una vía para entender el conflicto racial del país del norte y hacernos una idea del punto en que se encuentra ahora, al principio de la, presumiblemente, más extraña presidencia de la que se tenga memoria, es repasar momentos recientes de la cinematografía donde se ha buscado dar cuenta de sus complejidades.

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Difícilmente se puede decir que el ataque terrorista del 11-S no constituyó un antes y un después en el acomodo de la sociedad estadounidense, por no decir en el acomodo mundial. Por ello me parece pertinente pensar en el cine sobre racismo que ese país ha producido en los últimos 16 años. A fin de cuentas, lo ocurrido después del derrumbe de las Torres Gemelas fue contribuyendo lentamente para producir un escenario social, económico y político que tiene como cúspide la elección de Donald Trump como presidente. No se trata de ser exhaustivos ni de abarcar la totalidad de las diversas ramas por las que el cine estadounidense se ha extendido para expresar el problema racial sino de señalar momentos dispersos pero significativos.

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El cineasta Spike Lee irrumpió en la escena cinematográfica con una fuerza y una frescura inusitadas, no sólo tocó de manera directa el tema del conflicto racial, llamando a las cosas por su nombre y dejando que sus personajes, blancos o negros, dieran rienda suelta a sus prejuicios sino que alimentó de forma inteligente la discusión pública del racismo, de las supuestas razones por las que blancos y negros no han podido llegar a una integración feliz e, incluso, de por qué las posturas políticas de algunos líderes del movimiento por los derechos civiles llegaron a rayar en lo extremo. A lo largo de su carrera, también hay que decirlo, se fueron filtrando elementos incómodos en su cine, una especie de pesimismo y de agresividad que parecía ir incluso en contra de la población blanca que sostendría, en cualquier situación dada, una postura antirracista. En todo caso, su cine, aunque importante para la discusión, comenzó a perder moméntum. La estética y el discurso de sus últimas cintas parecen estancados, abordando lo mismo que ya había experimentado antes.

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La revaloración de los íconos de la lucha por los derechos civiles encuentra en la primera década de este siglo una fascinación renovada hacia la figura de Muhammad Ali. Por supuesto, no es poco lo que se puede destacar de su vida, como si no fuera suficiente el hecho de que se convirtió en uno de los mejores boxeadores, para muchos en el mejor, de peso completo del siglo XX. Su extraordinario carisma y bonhomía, aunados a su clara conciencia como activista, lo convierten en un deportista inusual. Ali se comprometió con la causa de los derechos civiles de la población negra, se convirtió al Islam, cambió de nombre (e hizo que todo el mundo lo reconociera), se rehusó a ser enrolado para ir a Vietnam (lo que le costó la suspensión de su licencia de boxeo durante tres años (de marzo de 1967 a octubre de 1970, de los 25 años hasta casi los 29, un periodo importante en la vida activa de cualquier boxeador), por lo que fue invitado a dar conferencias sobre los derechos civiles en diversas universidades de su país, entre muchos otros actos y decisiones que cuestionaban al establishment y lo convertían en una figura pública insoslayable. La película biográfica Ali (Michael Mann, 2001) goza de una narrativa visual impecable, como suele suceder en las cintas de este director, aunque también adolece de una cierta fidelidad a la autobiografía de Muhammad Ali y no ofrece interpretaciones propias sobre la figura del boxeador. Sin embargo, logra transmitir con eficacia el arco de vida de su personaje, su extraña mezcla de activista y boxeador, a través de un Will Smith convincente. La cinta también tuvo la fortuna de dar inicio a una serie de documentales que ahondarían en el significado de Ali en su momento histórico, de ellos destacaría Facing Ali (Peter McCormack, 2009), centrado en entrevistar a los oponentes del boxeador, y I Am Ali (Clare Lewins, 2014), retrato por completo íntimo de la persona detrás de los guantes y de las controversias.

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Si bien el nombre de Denzel Washington nos remite a su carrera actoral, también ha firmado tres proyectos como realizador, proyectos quizá dispares pero comprometidos con la idea de narrar la vida de la cultura negra en Estados Unidos. En The Great Debaters (2007), retrató parte de la vida del poeta, catedrático y político Melvin B. Tolson. (1898–1966), quien fuera profesor de literatura y director del equipo de debate en la Universidad de Wiley (Marshall, Texas), centro educativo de buena reputación y preponderantemente negro. Durante su tiempo ahí (1924–1947), según dramatiza la cinta, Tolson instruyó a varias generaciones en el uso hábil de la retórica. De hecho, durante su gira de 1935, el equipo logró competir contra el correspondiente de la Universidad del Sur de California y ganar. No sólo eso, algunos alumnos de Tolson brillaron más tarde como activistas, en la película aparece James L. Farmer, Jr., quien luego co-fundaría el Congreso de Igualdad Racial (CORE), también un personaje femenino llamado Samantha Booke, que se basa en la poeta Henrietta Bell Wells, la primera mujer en formar parte de un equipo de debate universitario en Estados Unidos. Otro integrante del equipo es el personaje de Henry Lowe, interpretado por Nate Parker, quien habría de dirigir y protagonizar El nacimiento de una nación en 2016.

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La película cuenta una historia de perseverancia y lucha en el terrible contexto texano de los años 30, donde los linchamientos y la hostilidad generalizada hacia la comunidad negra estaban en un momento muy alto. Quizá se puede decir que no tiene otro afán que retratar con buenos recursos narrativos las fatigas de sus personajes, dejando de lado la discusión más profunda del tema en cuestión. Sin embargo, la mera rareza de su tema, los equipos de debate, así como la soltura con la que sumerge al espectador en un mundo peligroso y triste donde los personajes deben armarse de valor constantemente, es suficiente para que merezca atención.

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De un momento de persecusión y linchamiento, Denzel Washington se transporta a la vida urbana de los años 50 al dirigir la cinta Fences (2016), protagonizada por Viola Davis y él mismo. Se trata de una adaptación de la obra de teatro homónima, escrita por August Wilson (1945–2005), ganador en dos ocasiones del premio Pulitzer. La dramaturgia de Wilson es reconocida por su “ciclo de Pittsburgh”, diez obras que retratan diversos aspectos, desde lo trágico hasta lo cómico, de la vida de la cultura negra. La acción de la obra gira alrededor de su protagonista, Troy Maxson, un hombre sin educación formal pero talento para el beisbol, quien en su juventud llegó a formar parte de la liga de beisbol negro. Como es de imaginar, la separación racial con respecto a la liga blanca le impide obtener los beneficios económicos y de prestigio necesarios para escapar de la pobreza. Esto lo conduce a perpetrar algunos robos. Durante uno de ellos, mata por accidente a su víctima y termina pasando varios años en prisión. La acción comienza muchos años después, cuando Troy trabaja como empleado del servicio de basura de la ciudad. Lleva una vida modesta pero tranquila con su segunda esposa, Rose, su segundo hijo, Cory, y su hermano Gabriel. También tiene un hijo de su primer matrimonio, Lyons, un músico de jazz que los visita de vez en cuando.

“Fences”, dirigida por Denzel Washington, es la adaptación de la serie de obras del escritor nortemaricano August Wilson, reconocida como “ciclo de Pittsburgh”, en donde retrata la vida en los barrios negros en la década de 1950./Especial

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Conforme la obra avanza, se develan los conflictos internos de Troy con respecto a su pasado y entendemos que estos han definido la manera en que enfrenta a su familia. Impone un control férreo sobre las voluntades de todos y su estandarte moral es la regla con la que mide al mundo. Desprecia la profesión musical de Lyons (urgiéndolo siempre a que consiga “un trabajo real”), también las aspiraciones de Cory, cuyos profesores lo conminan a desarrollar una carrera en el futbol americano colegial (Troy piensa que el racismo nunca habrá de terminar en las ligas deportivas profesionales).

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Troy es, por tanto, un hombre negro que ha superado ciertas barreras pero ya comienza a ser un tanto anacrónico. La nueva generación, encarnada por sus hijos, no se limita a sí misma y se atreve a soñar con el mundo profesional de los blancos, mientras que Troy, maltratado por la violencia y los prejuicios raciales, está quebrado y sólo cree en el “honesto trabajo manual”. Lo que vemos en Fences es el reposicionamiento social de la comunidad negra en las áreas urbanas del norte del país durante los años cincuenta. Y el conflicto intergeneracional que eso comporta. Mientras que Willy Loman, el personaje de La muerte de un viajante, de Arthur Miller, impulsa a sus hijos a soñar, a soñar incluso quijotescamente, como hace él, imaginando que sigue asistiendo a una oficina donde hace mucho que ya nadie lo recuerda, a perseguir el sueño americano de los blancos, Troy intenta guiar a su familia para que nunca olviden que son negros y que deben apegarse a una estructura social. Por suerte, la mayoría de sus familiares no le obedece.

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Se pueden decir muchas cosas de Quentin Tarantino, entre ellas, me parece, que aquella su primera búsqueda de lo humano a través de la violencia y el crimen devino en una etapa banal, mucho más interesante por lo formal que por el contenido, cuya cumbre sería la saga de Kill Bill. No está claro qué motivó al director a privilegiar de nuevo el discurso en sus películas, pero sí que Inglourious Basterds (Bastardos sin gloria, 2009) y Django Unchained (Django desencadenado, 2012) son casi una etapa aparte en su filmografía. En la primera hay un discurso subyacente donde los nazis pierden la guerra gracias al egoísmo y la cobardía de uno de sus generales. Mientras que en la segunda, los esclavistas son reducidos a polvo gracias al valor homicida de un esclavo. La inteligente comicidad de estas premisas resume a todas luces la intención y el ingenio de su director en pos de lograr cintas plagadas de entretenimiento, humor y seriedad. Pero una cinta irreverente donde el esclavismo es motor de un western demencial, donde el protagonista negro se rebela ante sus captores con la misma furia sangrienta que ellos practican, dirigida por un realizador blanco, no podía dejar de incitar la controversia.

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Para variar, y quizá para apuntalar lo que ya se dijo arriba, Spike Lee fue uno de los más consistentes a la hora de denostar la película. Se rehusó a verla y comentó que estaba plagada de la palabra nigger, señaló que la película “no respeta a mis ancestros” y que “la esclavitud en Estados Unidos no fue un spaghetti western de Sergio Leone sino un holocausto. Mis ancestros eran esclavos secuestrados en África. Yo los honraré”. Esta actitud me parece sintomática de por qué Spike Lee ya no es el director de cine que mejor discute los conflictos de la cultura negra en su país. Mientras que la recepción crítica y de público fue muy favorable en general, por no hablar de los premios que la cinta recibió, los comentarios de Spike Lee suenan parecidos a las voces conservadoras de aquellos (pocos) que en su momento no recibieron bien películas como Jungle Fever o Do the Right Thing. Es decir, Spike es un abuelo.

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La valiosa aportación de Django desencadenado radica en salir del esquema usual y la seriedad monolítica de gran parte del cine estadounidense anterior, donde reinan los melodramas y las biografías, si no es que las hagiografías para explorar con humor y violencia la furia contenida de toda una sociedad. Y esto sólo se puede hacer a través de la caricatura, como sucede en Django, a través de un uso excesivo de la violencia pero una aproximación éticamente responsable al tema. No creo que se trate de una apología de la violencia o un llamado a la guerra racial, sino de un recordatorio de que la violencia racial sólo puede desatar lo mismo. Casi como si fuera un triste anuncio de lo que habría de suceder, hace poco, entre la policía estadounidense y algunos miembros de la comunidad negra.

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Hablando de eso, la brutalidad policíaca contra la población negra, suceso recurrente en esa sociedad, es tema de muchas películas. Una de las más recientes es Fruitvale Station (Ryan Coogler, 2013), que aborda el asesinato de Oscar Grant, un joven de 22 años de Hayward (California), a manos de un policía del metro de la bahía, en la estación Fruitvale. El asesinato ocurrió en la madrugada del 1 de enero de 2009, cuando Oscar y sus amigos regresaban de ver los fuegos artificiales con los que se celebraba la entrada del año nuevo, en San Francisco. Al parecer Oscar se topó en el vagón con un antiguo compañero de la cárcel, mismo que trató de agredirlo. El encontronazo y el caos, hicieron que la policía entrara a escena cuando el tren paró en Fruitvale. En el intento por controlar al grupo de amigos, se produce un disparo. A la muerte de Grant, le sucedieron el duelo familiar, el juicio a los policías, disturbios, etc.

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La anécdota, claro está, se podría contar como Hollywood lo ha hecho en casos similares: centrándose en el juicio o en los disturbios o en el duelo familiar o en todo. Lo que Coogler adivina con buen instinto narrativo es que la vida de Grant es la más poderosa herramienta comunicar el suceso. Y no toda su vida, sino su último día. Ese 31 de diciembre. Por eso se embarca en contar lo que Grant hizo ese día. Gracias a los testimonios de amigos y familiares, cuya confianza ganó en un proceso cauteloso, Coogler logra reconstruir esas horas y dotarlas de peso específico y personal y, en consecuencia, provocar una fuerte impresión en el espectador cuando esa vida, de otro modo anónima, desaparece. Fruitvale Station se emparenta así con el movimiento Black Lives Matter (BLM), nacido en el mismo año en que se filmó la cinta. Así como Fruitvale Station se distancia de otros ejemplos del cine negro que han retratado el abuso policial, BLM se convirtió en el nuevo movimiento de los derechos civiles en Estados Unidos. En ambos casos se trata de una nueva generación y de sus esfuerzos por crear conciencia, por lo cual no extraña que las tácticas sean muy distintas a las de antaño. Ambas instancias buscan demostrar al gran público que una sola vida importa y que debemos sacar de nuestra mente ese torpor que nos ayuda a normalizar la violencia.

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El otro enfoque sobre la esclavitud, mucho más clásico, podría calificarse como todo un género en sí mismo gracias a la abundancia de películas que han tratado el tema en años recientes. Totalmente al contrario que Django desencadenado, hablamos de cintas históricas que buscan en las biografías y en los anales su objeto narrativo y que se limitan a retratar las tribulaciones de sus personajes. Twelve Years a Slave (12 años de esclavitud, Steve McQueen, 2013) es la representación del desgraciado caso de Solomon Northup, un hombre negro, nacido libre en el estado de Nueva York, pero engañado y capturado para luego ser vendido como esclavo en el sur durante 1841. El caso es conocido porque Northup publicó una memoria de su vida como esclavo en 1853. La película narra las desventuras de Northup con acuciosa minuciosidad y no hace reparos para mostrar la violencia inhumana que el protagonista atestiguó. Ayudada por un guion conciso y muy bien trabajado, así como por la dirección impecable de Steve McQueen, la historia no podía sino convertirse en un documento vivo, una herramienta de concientización eficaz. Su recepción crítica y de público son avasalladoras, por no hablar de sus valiosos premios. Sin embargo, también llama a cuestionar si este tipo de cine histórico no es producto de la inercia y de algo aún más conflictivo, la casi imposibilidad de que el tinglado de Hollywood promueva la discusión y el ejercicio imaginativo, al estilo de Tarantino, y, por tanto, directores, productores y guionistas, se tengan que ceñir a un formato clásico. Sería absurdo decir que elevar la conciencia social y promover la memoria histórica no son muy nobles tareas, dignas de cualquier manifestación artística, pero también tendríamos que faltar a la verdad si no nos pareciera necesario recalcar que el arte suele romper moldes e incomodar cuando aspira a constituirse como una voz de su tiempo. En este sentido, 12 años de esclavitud no busca más que ilustrar el horror, rehusándose a pensarlo, discutirlo y problematizarlo, algo que Django desencadenado hace con creces, a pesar de su aparente falta de aspiraciones.

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Otro género que busca hablar de la desigualdad y las luchas sociales de la comunidad negra es el del activismo de los años 60. Selma (Ava DuVernay, 2014) se centra en las marchas de 1965 que exigían la obtención de una ley federal que obligara a respetar el derecho al voto de los negros. La ruta de las marchas era de Selma a Montgomery, en Alabama, y fueron encabezadas por James Bevel, Hosea Williams, Martin Luther King Jr. y John Lewis. Los tres intentos corren con muy distinta suerte: el primer intento es reprimido violentamente, en el segundo, después de muchas gestiones, la policía estatal les permite el paso, pero Martin Luther King, temeroso, opta por dar marcha atrás. El tercero, ya sancionado por un juez, es exitoso.

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Aunque Selma sigue en gran medida las pautas del cine histórico negro que acabamos de mencionar, incluyendo la de ser un documento biográfico de Martin Luther King, aunque sea durante ese breve periodo, tiene la ventaja, como Fruitvale Station, de abordar un hecho histórico muy específico y convertirlo en un símbolo, en este caso, de la manera en que la lucha por los derechos civiles se llevó a cabo, es decir, con infinita necedad y paciencia (al menos la lucha pacífica de King). También vale la pena por la claridad con la que sitúa el conflicto del voto, la posición de los gobiernos federal y local y las fricciones entre los mismos activistas. Es decir, nos ofrece el cuadro completo con solvencia narrativa y tensión dramática.

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No es casual que la directora, Ava DuVernay, lograse contar con la misma claridad una historia muy distinta, pero hermanada, en 13th (Enmienda XIII, 2016). Este documental, estrenado en Netflix, asume que hay una línea clara de explotación y racismo que va desde la esclavitud hasta el actual sistema legal de Estados Unidos, donde se criminaliza, juzga y encarcela mayoritariamente a la población negra. A través de entrevistas, documentos, estadísticas y un discurso muy bien estructurado, DuVernay convence con su hipótesis. Para ella, superados los periodos de esclavitud, segregación y falta de representatividad, se abrió poco a poco un periodo en el que los presidiarios negros son un negocio redondo: aportan mano de obra barata y llenan las prisiones, administradas por empresas privadas que “alquilan” sus servicios al estado. Y todo, dice, con la colaboración del aparato legal. Ver la realidad estadounidense bajo los ojos de DuVernay nos revela que el racismo y la “esclavitud” continúan operando en ella. Pero también algo aún más terrorífico, que la fantasía fascista, donde ciertos grupos humanos dominan a otros y los convierten en subhumanos, sigue ocurriendo incluso en las democracias.

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Si con el estancamiento creativo y la amargura discursiva de Spike Lee parecía que habíamos perdido al mejor exponente del cine negro urbano, humorístico y melodramático, atento a los problemas raciales de nuestro tiempo, debemos sentirnos muy afortunados de que exista alguien como Justin Simien. Su Dear White People (Querida gente blanca, 2014) presenta a una estudiante de cine, Samantha White, quien a través de su programa de radio (Querida gente blanca) y su novela autopublicada Ebony and Ivy, denuncia los problemas raciales de su Universidad y revoluciona las relaciones entre los alumnos y las posturas del profesorado, lo que desata una serie de conflictos que van escalando. La inteligencia, honestidad y frescura del guion, una mirada actual sobre el racismo, que toca principalmente a la generación millennial, no puede sino desatar una discusión renovada sobre el estado del tema racial en Estados Unidos. Cada personaje carga un problema de actitud hacia los otros que invita a la reflexión. La activista bi-racial que toca la radicalidad y se enfrenta a su propia conciencia, la chica negra que aspira a ser blanca, el protocomediante negro que se somete a los deseos de sus padres para acceder a las mieles profesionales y el dinero de la gente blanca, el chico blanco banal que va cobrando conciencia de su falta de conciencia, o el chico negro y gay que en el periodismo escolar halla la activación de su conciencia racial, sexual y política. Muy oportunamente, Simien sitúa a sus personajes como gente en formación, pues ahí, y en sus ambiciones, vemos el germen de los problemas de raza que los adultos dan por sentados. Por otro lado, la situación permite que se desate una aparente comedia universitaria que, en realidad, conlleva un sentido social mucho más profundo, haciéndonos pasar del divertimento a la reflexión con naturalidad pasmosa. La cinta se convirtió en la base para una serie televisiva que habrá de transmitirse por Netflix.

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En 2016 aparece otro ejemplo del género que podríamos llamar de “Esclavitud”, The Birth of a Nation (El nacimiento de una nación, Nate Parker), que cuenta la historia real de Nat Turner, un esclavo predicador que encabeza una rebelión en Southampton (Virginia) en 1831. Aunque retrata un tema inusual en la historia de la esclavitud estadounidense, la película se aleja de Django desencadenado al no funcionar bajo un tono paródico o cómico y se acerca a 12 años esclavo precisamente por su cercanía ya no con el melodrama sino con la tragedia. Sin embargo, justo porque se ocupa de un tema poco conocido, contribuye a la discusión y al estudio del periodo. Quizá uno de los temas más interesantes es el de la alfabetización de Turner, desde temprana edad, bajo la supervisión de la dueña de la casa, motivada esta por la condescendencia y la necesidad de no negarle al esclavo, al menos, la educación sobre la Biblia. Esta herramienta, que dotará a Turner del poder de articular discursos en el tono comprensible de las escrituras, será utilizada en contra de los amos blancos a la hora de organizar a un grupo de esclavos para la rebelión. El otro tema interesante es el de la rebelión misma; ahí donde la mayoría de los esclavos decidían aguantar los abusos y sobrevivir, Turner pensó que Dios mismo lo había elegido para trastocar el orden establecido por cualquier medio posible, incluyendo el asesinato. Fue, claro, una rebelión muy puntual que no pudo extenderse, pero la cinta nos hace pensar en lo que habría pasado de darse una serie de levantamientos en red, plantando preguntas oscuras en el espectador. Una de ellas: ¿acaso no es la historia de la esclavitud en Estados Unidos un componente fundamental en la historia de su violencia social y de su herencia, que llega hasta nuestros días? A fin de cuentas, el profundo racismo que sigue existiendo en ese país sigue generando todo tipo de enfrentamientos, como los ya mencionados con las fuerzas policiales, y una constante discriminación que aún puede palparse en los ámbitos laboral y de políticas sociales.

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Por último, una historia que combina con agudeza la discriminación racial con la de género es Hidden Figures (Figuras ocultas. Theodore Melfi, 2016). La cinta se centra en la historia de las mujeres negras que formaron parte esencial del programa espacial estadounidense, sin las cuales ese país jamás hubiera logrado poner a un hombre en órbita o enviar una tripulación a la luna. Según cuenta la película, las tres mujeres resolvieron problemas para los cuales los hombres blancos, que formaban el grueso de la fuerza trabajadora de la NASA en los años sesenta, se declararon incompetentes. Más allá de las buenas actuaciones o, por el contrario, del tono melodramático del guión, que simpatiza con la manida fórmula de la superación personal, la lucha por los ideales, y todos los otros valores del cine hollywoodense más trillado, la poderosa combinación de feminismo, defensa de los derechos civiles y lucha contra el racismo, hace de Figuras ocultas una llamada de atención hacia la memoria histórica, al mismo tiempo que explora una historia inusual y poco conocida dentro del marco del cine sobre la cultura negra.

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El mandato del presidente Trump comenzó en medio de una nueva ola de convulsión: brutalidad policíaca, disturbios, atentados sobre policías, por no mencionar el clima de tensión social generado por el discurso de odio y de racismo generado por la campaña electoral del mismo Trump, clima que los estadounidenses temen se acentúe durante los próximos cuatro años. Revisar los discursos artísticos que nos remiten a la memoria histórica y mantenernos alertas frente a la discriminación es tarea civil diaria pero, en estas condiciones, una actividad urgente. No nos parece descabellado pensar que el activismo tendrá su manifestación cinematográfica, poniendo énfasis en el documental y el reportaje. Esperemos que sea así.

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FOTO:  “La valiosa aportación de Django desencadenado radica en salir del esquema usual y la seriedad monolítica de gran parte del cine estadounidense, donde reinan los melodramas y las biografías”. En la imagen, Jamie Fox, protagonista de esta película de Quentin Tarantino./Especial

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