Michael Haneke y la felicidad envilecida

Jul 14 • Miradas, Pantallas • 4923 Views • No hay comentarios en Michael Haneke y la felicidad envilecida

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POR JORGE AYALA BLANCO

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En Un final feliz (Happy End, Francia-Alemania-Austria, 2017), enconado opus fatídico 13 del acerbo filósofo-autor total munichense de culto renovándose genéricamente a sus 75 años Michael Haneke (de El sexto continente 66 y 71 fragmentos de una fenomenología del azar 94 a El listón blanco 09 y Amour 12), una opulenta familia de Calais, indiferente a la miseria humana de los campamentos de africanos varados en su paso a Inglaterra, pero muy sensible a las consecuencias familiares de la hospitalización de la exesposa de uno de sus miembros, y aún más a las consecuencias jurídico-económicas del derrumbe de una de sus obras en construcción, se compone de un puñado de seres asimismo en desgracia y a su amargo estilo: el intransigente padre octogenario pronto inválido y en manos de sus esclavos megrebíes Georges (Jean-Louis Trintignant patriarcal a pesar suyo) que sólo piensa en el día de lograr por fin quitarse la vida tras estrellar deliberadamente su auto y solicitarle en vano un arma mortal a su barbero, la sesentona hija fuerte Anne (Isabelle Huppert rememorando a La pianista de Haneke 01) que se encarga de las difíciles finanzas heredadas y aplaza su enlace marital con el repelente ejecutivo anglosajón Lawrence (Toby Jones cuadrado), cual perpetua matriarca de emergencia, en vista de que su hijo treintón Pierre (Franz Rogowski) sólo desea ser reprendido por su alcoholismo a la hora de la cena o hacerse golpear por los deudos del accidente fatal en la cantera fabril, y sin variación posible, el hijo-hermano médico cincuentón Thomas (Mathieu Kassovitz) que está entretenido en ponerle clandestinamente los cuernos a su enjuta segunda esposa Anaïs (Laura Verlinden), mientras abandona agonizante en el hospital a una depresiva primera mujer que le endosa el paquetazo de una hijita Eva (Fantine Harduin) demasiado cerebral para sus 13 años y suicida precoz e identificada por ello con el abuelo rabioso para auxiliarlo en su desaparición durante la suntuosa ceremonia de concertación nupcial de la tía Anne con su convencional extranjero, en el transcurso de la cual también aprovechará el ebrio incorregible Pierre para presentarse con un grupo de afrorrefugiados que agreden con su sola presencia a esa microcomunidad putrefacta en la que todos fingen afecto y saber coexistir en armoniosamente hipócrita amor-odio, en pos de una majestuosa felicidad envilecida.

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La felicidad envilecida evidencia su ciega crueldad fundamental de cien formas distintas y ninguna definitiva, navegando hasta las raíces de una especie de futurismo postsensual de la gran familia europea decadente en la elegante línea crepuscular viscontiana (Los malditos 69, Violencia y pasión 74), pero despojada de toda fulguración trágica, bajo el tamiz de un insidioso sarcasmo existencial que corroe todos los pliegues de la realidad.

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La felicidad envilecida plantea perturbadoras equivalencias clave entre los huecos narrativos creados por las elipsis constantes o por el chateo de obscenidades en su desnudo despliegue de internet, y la depurada forma fílmica creada por la fotografía superequilibrada de Christian Berger, la edición afelpada de Monika Willi, la dirección de arte con impecable gusto de Olivier Radot y rara música que contrapone una suite para cello de Bach con ecos de cantos tradicionales africanos, pero ante todo concediéndole eficacia a su preservación de la monstruosidad anímica de esas criaturas, deleitosamente carentes de toda posibilidad de ejercer o recibir afecto, pero producto ellas mismas de esa carencia malvada, mediante los vacíos y los silencios de abiertísimos planos generales en el derrumbe de la planta industrial, la madriza al hijo inútil, la constatación infantil del fallecimiento materno y el voyeurismo del imposible enfrentamiento entre los ricos y los jodidos.

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La felicidad envilecida lleva así, de una manera sutil, diáfana y diríase pérfida natural, el planteamiento de su cuadro de costumbres, en ondas expansivas y a partir del mero retrato, de la inminencia física a la ignominia del tiempo presente, y de ahí a un plano rigurosamente sociológico marxoso y nuclear (la decadencia de la familia burguesa), de ahí un plano filosófico (la lógica de la destrucción ética y ontológica), de ahí a un trasunto de sus astucias literarias (la solidaridad en el ejercicio de la crueldad), de ahí al estatuto de un hallazgo meramente poético (la dialéctica de la destrucción/autodestrucción finales) y luego vuelta a comenzar por la informulable constatación de la inmediatez antropológica (las razas humanas confrontadas como simples especies invasivas), hasta producir un cine-ente orgánico animal que parece condenado a dar vueltas sobre sí mismo, entredevorando sus dimensiones, entredevorándose, devorándose al infinito y más allá, sin lograr saciarse, cual privilegiada máquina-pesadilla infernal.

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Y la felicidad envilecida arrancaba haciendo que el dispositivo resultante se concediera premonitoriamente el don del smartphone que grababa en su automutilador formato vertical la muerte de un cobayo, por sádica ingestión experimental de una pastilla antidepresiva de mamá, y haya de concluir perentoriamente con el aspaviento rescatista de los hijos, acudiendo tras la ahogadora inmersión del abuelo otrora homicida por compasión (Trintignant/Georges había asumido y confesado a la puberta el crimen por asfixia eutanática de su doliente esposa en Amour), pero ya en trance de perderse con su silla de ruedas bajo la inmensidad azul turquesa, cual pasional amante fatalmente contrariado en el océano primigenio, como al final de la innovadora docuficción avant la lettre del Tabú de Flaherty-Murnau 31 y sus aguas límpidas de la pureza original en la Polinesia esquina con el Canal de la Mancha, de nuevo puestas en imágenes por la niña perversa polimorfa Eva (semejante a la bíblica) que graba la encantadora escena con su maldito smartphone implacablemente irónico y neofascistamente despectivo.

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FOTO: Un final feliz, la más reciente cinta del multipremiado director austriaco, se exhibe en la Cineteca Nacional. Especial

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