Mierdra: un cuento de David Magaña Figueroa
Un insomne con problemas intestinales pasará sus horas pegado al excusado, lo que derivará en un breviario de las célebres apariciones del excremento en las artes
POR DAVID MAGAÑA FIGUEROA
Desperté a las tres de la mañana con intenso dolor de estómago y sábanas empapadas de sudor. Adormilado me levanté al baño, iba en camino cuando las ganas de evacuar fueron inminentes. ¡Córrele que te alcanzo! Apenas me senté en la taza brotó un chorro ruidoso y pestilente y sostenido: ¡Plaaaaaaf, sluuurp, puuuuuf! Las tripas gruñían, el dolor en el bajo vientre aumentó: ¡Krunch, krunch, aaaaag, puuufpuuuuufpuuuuf! Pujé una y otra vez intentando apresurar… ¡Aaaaah! Recargué la espalda en el depósito de agua, entreabrí las piernas y vi un asqueroso buffet; me reacomodé y el ano incontrolable continuó el concierto a una voz acompañado de chisguete y otras estridencias: ¡Pluuuuuuf, ratatatatata, biiiiif, suuuuuuurp, tictactictac, clap… clap, clap, puuuuuf! Me froté los ojos, me rasqué la oreja derecha e intenté recordar dónde había comido; a qué fonda, taquería o café de chinos culpar. Imposible saberlo, hace 20 años me alimento donde caiga. Incluso los años que viví con Caridad, excepto por licuados, cereales o quesadillas, comíamos en la calle. Esta última semana tragué porquería, incluidos taquitos de tripa en el puesto que está por el mercado Escandón. Seguro de ahí viene la infección. ¡Pliiiif, ploooof. Plaaaaf! … ¡Pluuuuuf!
Cerdos. Les vale madre la higiene en el manejo de alimentos, tanto en restaurantes de supuesta categoría, como en changarros. ¡Puuuuf! Incluso soy muy fijado cuando me invitan a comer en casa ajena. ¡Puuf! No me consta que se laven las manos, y ni modo de leerles la cartilla de salubridad a tus anfitriones. Sugieres que son puercos y no te volverán a invitar. ¡Pluuuuuf, puf!… Cuando era niño entraba a la cocina para ver cómo cocinaban e invariablemente, por fastidiar y por asqueroso, preguntaba si se habían lavado las manos. Respondían jocosas Mami Lolis o mamá: “¡Para qué, así sabe más rico!” No tengo duda: los mexicanos ingerimos cotidianamente heces fecales. ¡Pluuuuuuuuf!… Qué descanso.
Asqueado me incorporo y jalo la manija, me ganan las náuseas, el remolino de agua, como suele suceder, no arrastra todo; quedan mojones y un color amarillento y grasoso. Siento mojada la entrepierna, un hilillo escurre por la cola, tomo un pedazo de papel y me limpio. ¡Guácala! Me arden las tripas, regresan las ganas de cagar; cuando me voy a sentar, veo en taza y piso gotas del pestilente líquido, no me da tiempo de limpiar, un chorro diarreico me gana. ¡Smaaaash! No me esfuerzo, no pujo, la porquería sale como manguera que tapas con un dedo y sueltas y vuelves a tapar y vuelves a soltar: ¡Flish… Flish… Flish… Flish! Parezco estreñido que lleva sin cagar un mes…
El dolor de estómago y los retortijones son dolorosos, para animarme quiero pensar que no son tan crueles ni despiadados como el castigo que Jehová impuso al perverso y pecador samarita Manasés, de quien en Reyes 2 se cuenta que tuvo tales dolores y diarrea que incluso defecó los intestinos… ¿O fue Antíoco Epífanes?, antisemita exterminador de judíos y protagonista en Macabeos… Me vale… Deliro. ¡Plof! … ¿De dónde saco tanta mamada?
Por supuesto que cagar no necesariamente es sinónimo de martirio ni sufrimiento: Salvador Dalí cuenta en Confesiones inconfesables que su juego predilecto cuando niño era retener su excremento el mayor tiempo posible; gozo masoquista que lo llevaba al éxtasis. Luego de una disertación psicoanalítica, concluye con algo así que con la aceptación de la escatología, de la defecación y de la muerte hay una energía espiritual que explota con frecuencia.
Así como inició, se detiene la evacuación… Tomo papel en abundancia, quiero evitar otro escurrimiento, me limpio y ¡aaaaay cabrón!, el culo me arde; lo aprieto y protejo con el papel… Con sigilo me encamino al botiquín a ver qué encuentro, aunque sea kaopectate. No avanzo, regresan las ganas de cagar: chisguetito y una serie de pedos tímidos: ¡Flish…pum, pum, pum, pum!
¡Chingada madre! el sueño me vence, para no caerme de la taza intento imaginar en qué piensan los diarreicos: ¿en dónde comieron y qué?, ¿en coger?, ¿en el trabajo?, ¿en la escuela?, ¿tararean, cantan?, ¿en mierda? ¡En eso! Para estar a tono pensaré en mierda. Sí, pensaré en mierda. Recuerdo haber leído hará cosa de un año en El País Semanal un artículo donde se aseguraba que los chinos en el siglo IV usaban la mierda para curar padecimientos gastrointestinales; el diarreico o infectado comía caca no contaminada de humano, con la intención de que al llegar al intestino lo limpiara… Leí acerca de la creación de bancos de caca en Estados Unidos, Suecia y España donde compran excremento con fines medicinales. No lo sé de cierto, pero supongo que a los compradores les garantizan requisitos básicos como color, consistencia, tamaño, libre de parásitos, que la caca sea sana, vaya… Cierta ocasión caí en la Escuela de Antropología e Historia, presentaban el libro del historiador López Austin, algo así como Mierda y cosmogonía en los pueblos precolombinos… Tema sin duda trascendente… A los cinco minutos huí.
La caca atiborra la literatura desde hace siglos, basta recordar a Quevedo en Gracias y desgracias del ojo de culo cuando cita a un supuesto filósofo con algo así como: No hay contento en esta vida que se pueda comparar al contento de cagar, o No hay gusto más descansado que después de haber cagado… Estoy diarreico: defeco luego existo… Lo que más me caga en la vida son los hipócritas que se sienten heridos por las palabras que consideran vulgares y las desvirtúan. Aquellos, que a la caca le dicen popó o poposita y a los testículos huevos y a los huevos blanquillos y los inválidos o downianos son personas con capacidades diferentes, por mencionar algo. Háganme el chingado favor. Hipócritas, campeones del eufemismo.
Aprecio el inicio de Ubú rey de Jarry y su contundente expresión mierdra, que se repite en toda la obra. Supuse que el editor intentaba censurarla, disfrazar la mierda. El maestro Ruelas me explicó: “No, señor. Ubú es deforme, grotesco, torpe y con problemas de dicción, de ahí la expresión mierdra. Cómo olvidar la única novela que me atrae de García Márquez, El coronel no tiene quien le escriba. La palabra final es de antología porque encierra la desesperanza y le da sentido a la realidad del coronel: Mierda.
Y qué decir de Pepe Carvalho, detective que para economizar papel higiénico se limpia las nalgas con páginas de libros de autores mediocres. No puedo olvidar al tristemente célebre bandolero José de Jesús Negrete, más conocido como el Tigre de Santa Julia, de quien la voz del pueblo afirma que lo capturaron cagando… Basta, hasta aquí de este mierdero breviario cultural que podría prolongarse. Las tripas crujen, el cicirisco arde. Apesto a excremento. Me cago de sueño, no, me caigo de sueño. Con cuidado me levanto, jalo la manija, entiendo que si me doy un chapuzón estaré en vela toda la madrugada. Saco cuatro o cinco toallitas huggies del paquete y con delicadeza me limpio entrepierna, nalgas y culo irritado. ¡Ayayay, uyuyuy, aaaaarde! Las toallitas se manchan de caca amarillenta y sangre. Abro el frasco de kaopectate y de un trago lo termino. Abro la ventana para ventilar. Apago la luz, huyo de la pestilencia repitiendo la recitación que hizo famoso a mi cuate Chacamán en secundaria: En este mundo matraca de cagar nadie se escapa. Caga el buey, caga la vaca y hasta la muchacha más guapa se echa sus bolas de caca… Cuánta sabiduría encerraban sus palabras… Me amodorro, bostezo, intento dormir… Mierdra.
ILUSTRACIÓN: EKO/El Universal
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