“Migrar es una herida que permanece abierta”, dice Sorayda Peguero en entrevista
La autora dominicana aborda cómo sus raíces y su infancia han marcado su literatura; además, crítica la poca difusión a las obras del Caribe y las Antillas
POR NATALIA CONSUEGRA Y JUAN CAMILO RINCÓN
Sorayda Peguero charla con desparpajo y se desborda en palabras. Su habla, sin embargo, es cadenciosa y sosegada, porque sabe bien cómo mostrarnos el mundo poco a poco, así como ella misma se ha ido deslumbrando con él. Igual sucede con su escritura, y “uno quisiera que el júbilo de conversar con ella tuviera la elasticidad de un chicle”. Estos fragmentos de vida, encuentros e ideas son sustancia de sus columnas en El Espectador y El Malpensante, y de sus libros Por aquí pasó una luciérnaga (Tusquets, 2021) y Doce encuentros y una despedida (ilustrado por Alejandra Vélez Giraldo, Frailejón, 2023).
Con la escritora dominicana nos colamos en la vida de Ida Vitale, José Saramago, Joan Didion y Hebe Uhart, subvertimos el baile y caminamos una noche por el cementerio, nos acercamos a Palito Ortega y nos volvemos a enamorar de Marguerite Duras, lloramos en el Louvre y compartimos un café con Omara Portuondo. Los libros de Peguero recogen “juegos de memoria” que nos desbaratan y nos recomponen. Ella es, como sus convidados, “un rastro que debemos seguir”.
Usted es dominicana, vive hace diez años en España, es columnista de un diario en Colombia… ¿Cómo ha sido la experiencia de escribir desde otro continente con esas otras influencias?
Hace poco estuve escuchando a la escritora colombiana Hazel Robinson en una conversación que tuvo con su compatriota Amalia Lú Posso, a propósito de un encuentro de autoras, y ellas hablaban de la importancia y la presencia de la memoria en sus respectivas escrituras. Ellas son de lugares también pequeños, Amalia del departamento de Chocó y Hazel, de San Andrés. Ahí había un grupo de estudiantes de colegio, muy jóvenes, y yo pensaba: qué bueno hubiera sido para mí vivir esa misma experiencia. A veces uno se pregunta: ¿a quién le va a importar esto que yo cuento de un pequeño pueblo costero, cañero, de República Dominicana? Ellas hablaban sobre cómo han construido gran parte de su literatura alrededor de esos recuerdos y Hazel decía que es ahí a dónde tienen que ir. Todo lo que necesito para escribir está ahí, en los primeros años, en la primera infancia y parte de la adolescencia. Eso no quiere decir que sea lo único sobre lo que puedo escribir. Haberme ido a vivir fuera hace que esté todavía más cerca de esas memorias y esas raíces, y que escriba con el compromiso con que lo he venido haciendo estos años. Esto viene quizás de la necesidad que tengo de no perder mis raíces y mantenerme aferrada a algo que forma parte de mi identidad.
¿De qué manera su ser migrante ha atravesado su escritura?
La manera en que aparece el tema de la migración en mi trabajo es más bien una sugerencia y no necesariamente de un modo explícito, salvo algunas excepciones. Por ejemplo, en mi libro Por aquí pasó una luciérnaga hay un cuento que se llama “Hasta la raíz”, que trata sobre la relación que tenemos en mi país con el vecino, Haití. A mí me interesa mucho cómo se ha dado esta relación un poco conflictiva en diferentes tramos de la historia. Muchas veces escribo sobre experiencias, recuerdos relacionados con mi infancia y mi adolescencia en República Dominicana, y creo que ahí se hace evidente que la mirada de quien escribe es la de alguien que no está ahí, que de alguna manera sigue estando y regresando, pero que no está. Creo que se nota también cómo el tiempo y la distancia han ido afectando esa mirada, no solo cuando escribo de experiencias remotas, sino de vivencias más recientes.
Es una mirada de idas y retornos…
Es que cuando regreso, voy todos los años, lo hago con la mirada de alguien que se fue pero que de alguna manera sigue estando y sintiendo la necesidad de regresar a través de la memoria a ese lugar que dejó atrás. Me parece que ser migrante implica, entre otras cosas, que una vaya adquiriendo conciencia de que es una especie de misterio para los demás, para esas miradas que se aproximan con curiosidad en el país de acogida. A veces, cuando escribo al respecto, abordo este detalle con humor porque puede ser desconcertante. De hecho, lo es en muchas ocasiones: te preguntan algunas cosas que crees que deberían ser obvias, que la gente debería saber del país, de la cultura de la que vienes, y no es así. Entonces es interesante hacer el ejercicio de ponerse en el lugar del otro, ver cómo para el otro somos un misterio por descubrir y en qué medida podemos contribuir a despejar esas dudas y desplazar falsas creencias que muchas veces la gente se forja en la imaginación.
¿Qué voces hacen eco en su escritura, pensando precisamente en este asunto de la migración?
Tres de las autoras más importantes para mí son mujeres negras, antillanas, migrantes: la haitiana Edwidge Danticat, la antiguana Jamaica Kincaid y mi muy apreciada Maryse Condé, que migró de la isla de Guadalupe a Francia cuando tenía dieciséis años. Para mí fue importante descubrirlas y me habría encantado conocerlas antes, cuando estaba empezando a escribir sobre el Caribe, pues durante mucho tiempo creí que en el lugar donde transcurrió mi infancia y gran parte de mi juventud no se hacía literatura. En el caso de Condé, para mí fue fundamental conectar con la obra autobiográfica en la que ella narra su experiencia como migrante, además siendo tan joven. Hay otro libro, la obra epistolar de Julio Cortázar, que se llama Cartas a los Jonquières, que reúne la correspondencia que él intercambió durante algunos años con uno de sus mejores amigos, el poeta y pintor Eduardo Jonquières. La lectura de ese libro vino a confirmar una intuición que empezaba a tener en el momento en que lo leí, hace varios años, y es que migrar es una herida que permanece abierta, independientemente de cuáles sean las razones que nos llevaron a partir. Uno se mantiene en lo que Cortázar llamaba una “mecánica de chicle”: yo estoy aquí pero permanentemente hay algo que tira de mí hacia ese lugar de donde vine. Y creo que es esencial sentirse acompañada por estas voces que en épocas y circunstancias distintas pasaron por lo mismo, con una experiencia que nos atraviesa como una herida.
¿Cómo se encontró con las voces de esas escritoras antillanas que resuenan tanto en usted?
En el pueblo en el que yo crecí, a unos 30 kilómetros de Santo Domingo, no teníamos teatros ni librerías; todo pasaba en la capital. Cuando era niña y aún adolescente, no tenía la libertad de estar yendo para Santo Domingo cada vez que quería. Después, mientras estaba en la universidad y al tiempo trabajaba, la alegría de mi vida era irme los sábados al centro comercial a comprar libros y flores; lo hacía sola y lo disfrutaba mucho. Ahí empecé a tener acceso a libros que no había en mi casa. Mi papá sí tenía una pequeña biblioteca; de hecho, empecé leyendo a García Márquez porque a él le encanta, pero eran sus libros y tenía un montón de libros sobre temas políticos que a mí no me interesaban. En Santo Domingo también era algo muy limitado, eran pequeñas librerías o la típica sección de libros que tienen las tiendas por departamento, donde no abundan la buena literatura o libros que en ese entonces me pudieran llamar la atención. Pero cuando me voy a España se abre todo un mundo y empiezo a descubrir. Me hago amiga de una uruguaya que tiene una librería en la ciudad donde vivo y, bueno, es una dicha, pero una ruina también. Entonces yo ya era adulta cuando llegué a Maryse Condé o Edwidge Danticat… es que, por ejemplo, a Condé hasta hace muy poco la empezó a publicar Impedimenta; sus libros aparecían de segunda mano, y a Jamaica Kincaid, de Antigua, la publicaba una editorial vasca. De hecho, allá también descubrí las librerías de segunda mano, donde encontraba libros que no se estaban publicando.
Y aparecen estas escritoras que le descubren un mundo.
Claro, empiezo a leerlas y digo: ¿dónde estaban?, ¿cómo es posible que no supiera de ellas? Curiosamente, ellas son de las Antillas Menores y geográficamente estaban muy cerca de mí pero esos libros no llegaban allá; en el colegio nunca me hablaron de ninguna de esas autoras. De hecho, todos los autores que nos ponían a leer en la clase de literatura eran hombres, no había una sola mujer. En parte eso fue triste, porque yo pensaba en lo diferente que hubiera sido mi experiencia. Por eso cuando escuchaba el otro día a Hazel y a Amalia Lú hablando, y estaban ahí esos chicos, yo digo, ¡guau!, ¡lo que hubiera dado por tener una oportunidad así! Afortunadamente gracias al periodismo tuve la oportunidad, por ejemplo, de entrevistar a Maryse Condé y eso fue muy emocionante. Fue como si me dieran un empujoncito para entender que sobre este mundo, que parece tan lejano y que a nadie le importa, también se puede escribir.
¿Qué hace falta para que podamos seguir dialogando a través de nuestras literaturas? Esto que cuenta de no haber tenido acceso a la obra de autoras de su misma región, por ejemplo…
Ahí hay un tema que aún no entiendo. El otro día hablaba con Laura Riñón Sirera, dueña de la librería “Amapolas en octubre” en Madrid; ella me decía que tampoco entendía por qué esto sigue pasando. Por ejemplo, ella tiene un amigo escritor colombiano que publica con Tusquets en España y no entiende por qué ese libro no se encuentra en Colombia. Lo mismo pasa con el mío: cuando publiqué el primer libro, sólo llegaron unos cien ejemplares a República Dominicana. Hay autores que no conocemos porque sus libros no llegan a todos lados. No me parece que se deba excluir a los autores de esa discusión, pero sí pienso que es una cosa más de términos comerciales que está perjudicando mucho a las literaturas de nuestro continente: que no sepamos qué es lo que se está escribiendo en Ecuador, en Puerto Rico, que sea para nosotros más fácil leer a un autor español, o de cualquier otro país europeo, que a uno que está a dos horas de distancia.
Con esto de la divulgación literaria, ¿usted cree que sigue habiendo temas de privilegio de clase, de procedencia?
Sí, y creo que tendrá que pasar mucho tiempo para que eso cambie. Por ejemplo, hay hombres y mujeres que crecieron en entornos en los que en su familia nadie se dedicaba a escribir, y mucho menos tú pensabas que podías llegar a dedicarte a eso, porque… ¿a quién se le ocurre? O sea, ¿quiénes eran los escritores o las escritoras? Eran personas adineradas, o políticos, o familias de estratos sociales muy altos, y eso se sigue dando. Una vez un estudiante que quería escribir me preguntó qué podía aconsejarle para ser publicado, para acercarse a una editorial, y yo le decía: ¡yo no tengo la menor idea!, realmente no sé qué decirte porque es una cuestión de suerte. No puedo decir que hice un camino, que tracé un plan; lo mío fue todo casualidad; la idea de publicar el primer libro ni siquiera fue mía, sino del editor con el que lo hice. Claro, una vez que estás adentro quizá es más fácil seguir en ese circuito, pero para empezar, no tengo ni idea. Por eso creo que sí suele pasar que personas de sectores que están más al margen de donde sucede todo, de las ciudades, se quedan ahí aunque sean muy buenos escritores y hagan literaturas que son ricas (porque además tienen una mirada de un lugar del mundo del que no tenemos tanta idea). Vuelvo a esto de San Andrés y esta autora que yo ni siquiera sabía quién era y que me dicen que es muy buena. De hecho, recordaba un texto de ella que mi amigo y editor Karim Ganem me aconsejó leer, que se llama Los cinco delantales de mi abuela. Hoy me pregunto por qué esta mujer no es más conocida en Colombia, por qué no se encuentra su libro fácilmente en Bogotá. Eso mismo pasa en República Dominicana: ¿cómo hace una joven en nuestros países que quiere escribir y publicar?, ¿cómo entra? Es un universo muy difícil.
FOTO: Peguero nació en la ciudad de Santo Domingo. Es columnista de El Espectador. /Especial
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