Palabras a la lluvia
¿Qué palabras decirle a una hija asesinada, sobre quien pesan los calificativos más ofensivos nacidos de la doble moral? ¿Cómo custodiar su nombre? ¿Quién cuenta el miedo y el dolor de los deudos?
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POR MIGUELÁNGEL DÍAZ MONGES
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Y dijo luego Monelle: Te hablaré de las cosas muertas.
Marcel Schwob
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Vine por ti, pan de dios, mi dulce niña asesinada, desde la casa en la que nunca pude hacerte feliz, bajo la lluvia que no para nunca, que está desde que recuerdo, que estaba ahí cuando naciste, que seguirá después de ti y después de mi muerte, cuando el mundo ya no exista y se haya perdido la memoria de todas las desgracias. Vine a besar tu cara sin facciones, las partes de tu cuerpo desmembrado, la manta inmunda que te dieron por mortaja.
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Todo ese estruendo, hijita mía, aunque ya no lo oyes, es el ruido confuso de la gente que deplora tu muerte hoy y deplorará otra muerte mañana, y siempre estarán en paz con su conciencia. Son las que te llamaban puta, son los que al contratarte creían haber comprado tu humanidad, su derecho a disponer de ti; son los buenos, ellos, los que no necesitaban pagar porque eran hermosos; ellas, las que te habrían odiado menos si tu cuerpo oliera a hambre en vez de sexo. No oyes ese escándalo, no desde el instante en que cediste a la asfixia o desde esa cuchillada entre tantas que segó tu vida definitivamente, o desde algún momento mientras te desangrabas para morir. Porque moriste sin sangre, sin tu belleza y sintiendo el esfuerzo de tus pulmones, dientes de león terminados en alvéolos, que pedían un poquitín de aire, la nadería que permitiera soportar la inminencia con dignidad. La dignidad que te decían que ya habías perdido, la dignidad con la que te plantaste para ser tú y hacer de tu vida y tu cuerpo lo que te dio la gana. Yo lo oí de tus labios ahora crispados en un gesto de horror: “Me gusta esto, ser puta es mi deseo.”
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No, mi princesa, no me malentiendas. Y perdona que te llame princesa, esa palabra de infancia que nunca logré quitarme aunque la detestabas. No me malentiendas, te digo, no es necesario ser puta para morir de esta manera escalofriante: basta con ser mujer. Igualadas ante el horror lo mismo dan la puta y la doctora, la abogada y la periodista. En el rasero de la muerte basta tener vagina, y ni siquiera eso. A ti era más fácil asesinarte, eso es todo. No parará la lluvia, es mejor el estrépito de la lluvia que el de toda esa gente que grita sin llorarte. ¿A la humanidad se le han terminado las lágrimas? Me horroriza lo que voy a decirte, hermoso cadáver descuartizado como flor a la que le han desgajado la corola: Sólo nos quedan lágrimas para los nuestros. Si fuéramos sinceros, perfectamente sinceros, tendríamos la frialdad y el cinismo de confesar que cada muerte individual nos importa un comino, que lo escalofriante es la estadística, el fenómeno social y cultural. Y sería cierto. Tan cierto como que yo no puedo imaginar, pese a nuestra divinizada cercanía, las dimensiones de tu miedo y tu dolor. Espero que te hayas desmayado, pero no te imagino perdiendo la conciencia sin ver hasta el último instante en qué consistía la vida, la tuya, la única que cada uno tiene y puede conocer.
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Solamente una vez te vi cubrirte los ojos: cuando el perrito aquel corrió y fue arrollado. Después me dijiste que lo habías visto todo, que sólo habías llevado las manos a la cara pero viste las ruedas pasar sobre ese aullido y ese montón de tripas reventadas sobre el pavimento. Un niño lloraba junto al perro. Lo cobijamos, lo consolamos, pero nadie lloró, sólo ese niño.
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En el patio de la vecindad hemos puesto un techo de metal corrugado. La lluvia se convirtió en ruido, los niños juegan sin mojarse, la ropa se seca, el agua está bajo control, qué lástima, me gustaba cuando nos apoyábamos en el antepecho de la ventana y veíamos los soldaditos. Me dijiste que ninguna palabra te gustaba tanto como aguacero. Al final, amor, son esas nimiedades las que uno recuerda para siempre. Si lo soporto llegaré a la vejez y no diré, aunque me gustaría, “mi hija era puta”, sino “a mi hija le gustaba la palabra aguacero”. ¿Ya vez que poco importan las cosas más importantes cuando se contempla lo que en verdad importa, cuando una puta masacrada deja de ser una reivindicación o una razón entre tantas para indignarse?
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Debo confesarte que siempre sentí morbo por saber cómo era tu oficio. Cómo vencías el asco que habrás sentido muchas veces, cómo soportabas el dolor que algunos te habrán causado, si gozabas en secreto cuando todo iba bien. No son cosas que se le pregunten a una hija. Y sin embargo, te lo habría preguntado si te hubieses dedicado a otra cosa, a cualquiera, a asesina inclusive. Qué tontería. Tú lo tomabas con gratitud, me creíste cuando dije que tenías razón, que alquilabas tiempo, tu fuerza de trabajo, todas esas cosas; que no era tu cuerpo en alquiler, mucho menos en venta. Aún no sé si lo entiendo del todo.
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Antes de irte a vivir por tu cuenta, un mediodía oímos a una mujer decir de una joven vestida con pocas y cortas prendas “Por eso las violan, si se visten como putas”. Te levantaste y le diste un bofetón. Tú vestías holgada, un pantalón de algodón bastante amplio y una chaqueta. La miraste con un odio profundo y dijiste “Las violan porque gente como usted educa a sus hijos con esas ideas”. Temí, hoy te lo confieso, que le dijeras “Míreme, así nos vestimos las putas y nadie nos viola”. ¿Antes de esto, hija, alguien te violó? Imagino que sí, o tal vez no, nunca supe cómo era tu vida diaria. Antes de entrar a verte así, deshumanizada, podrida, destrozada, una mujer se me acercó y me dijo que no todas tienen tu mala suerte ni todas las que corren tu misma suerte se dedicaban a lo mismo. Parece cierto. Ya se sabe, pero es necesario repetirlo.
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Antes dije que no pude hacerte feliz, primor, olor a putrescina y cadaverina, trozos de globos de metano y peste, paraíso de gusanos, bacterias y carroñeros inocentes, yo no te hice especialmente infeliz. Qué iluso pensar que se puede hacer feliz a cualquier otro si ni siquiera encontramos el modo de labrar nuestra propia felicidad. Ya muerta, pequeña mía, no tengo más que una pregunta que no podrás responderme: Antes de esto, ¿fuiste feliz?
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Ilustración: Dante de la Vega.
« Un conservador y la izquierda Marfa, la reconversión del polvo »